ONCE UPON A TIME IN… HOLLYWOOD, de Quentin Tarantino

Modernidad sensorial

Es complicado hacer a toro pasado un texto sobre una película de la que corrieron ríos de tinta en su pase en Cannes en mayo y más tarde en su estreno en territorio nacional. Tres visionados completos y muchísimas lecturas posibles sobre la cinta me dejan la sensación de no haber conseguido ni arañar la superficie de una obra tan inabarcable. Pregunto a compañeros con criterio sobre desde dónde abordarían mi película favorita de 2019 y la que considero desde ya la obra capital de Quentin Tarantino. Me aconsejan que aborde la representación de la fragilidad masculina, el retrato de un cine decadente, del empoderamiento femenino, del final del verano del amor hippie, la reescritura del hecho histórico o de la creación y destrucción de los mitos. Tantos y tantos tropos se concentran en 161 minutos que uno no sabe por dónde empezar.

Mi cuarto visionado para escribir estas líneas reafirma lo inabarcable del discurso que hay dentro de Once Upon a Time in… Hollywood. Pero al final decido decantarme por lo básico y lo primario: la emoción. La emoción como elemento primario del cine, algo que ha reivindicado Tarantino como amante del cine de género y del cine espectáculo; algo que el cine moderno despreciaba: el disfrute emocional del séptimo arte y de su industria. Pienso en cómo esos pequeños momentos me han golpeado y me han hecho volver a querer ir a una sala de cine y experimentar durante la proyección que el tiempo no pase por ti, algo que Tarantino ha convertido en mantra.

El backlash que trajo el estreno de Once Upon a Time in… Hollywood nos trajo frases lapidarias y excesivas como: “es una película menor” y que “no pasa nada”. Opiniones respetables, todo es relativo. Pero sí: es una película sin apenas trama argumental y el relato per se prácticamente no existe. Tan pronto podemos ver a un actor de segunda ensayar su papel (en tiempo real), como a un cincuentón sin camiseta arreglando una antena en un tejado (en tiempo real), dando de comer a su perrete (en tiempo real) o conducir sin rumbo por las calles de Los Ángeles (sí, en tiempo real). Por si fuera poco, y en el colmo de lo contemplativo, y con evidentes ecos del Shirin de Kiarostami, podemos ver a una mujer en primer plano ver una proyección de la película que ella misma protagoniza. ¿Más? La actriz paseando por Hollywood y parándose a comprar un libro, la misma bailando en una fiesta en la Mansión Playboy, dos amigos viendo la televisión durante una larga secuencia en la que celebran el fin de su amistad tomando una cerveza. Tarantino maneja esos instantes con una mano maestra.

Los tiempos muertos, unos de los tropos más significativos de la modernidad cinematográfica, se hacen dueños de una narración irregular, fragmentada y libre de todo corsé estructural que acaba dibujando una suerte de realidad balzaquiana en forma de microcosmos industrial en su ocaso. La frialdad de la modernidad cinematográfica como algo intrínseco, “la razón por encima de la emoción”, dogmas modernos imperantes tras los desastres de la II Guerra Mundial, desaparecen aquí para dar paso a los sentidos y al corazón. El sentido y el corazón de los actores televisivos del montón, sus dobles de acción y todos los que formaban parte del star system de una fábrica de sueños que se desintegraba por momentos.

Si hay algo que Tarantino, epítome del cineasta posmoderno, siempre puso en su cine fue emocionalidad, una emocionalidad cercana al paroxismo al servicio del género bajo y a la relectura-homenaje desde lo preexistente. Con una puesta en escena y un guion tremendamente modernos, Tarantino quiebra aquí de manera total y absoluta su filmografía con una cinta repleta de momentos pregnantes que vistos como un todo resultan abrumadores.

Es difícil enumerar todos y cada uno de esos momentos, pero es curioso bucear en Youtube y encontrarlos troceados y evidenciar que por sí solos no funcionan ni consiguen el efecto emocional que provoca el conjunto de instantes diseminados y a priori superfluos que vemos pasar ante nuestros ojos. Tarantino nos introduce en un mundo diegético en el que es tan importante el largo e intermitente vagabundeo en coche del chofer del protagonista como el violento clímax. De alguna manera todo es prescindible en un relato hollywoodiense, pero en este caso todo hace falta para invocar un fresco donde se nos refleja un estado-situación, un momento muy concreto de la historia reciente que culminaría con una tragedia que aquí es sorteada.



Tarantino magnifica lo sensorial y lo superpone en una progresión que culmina con el asalto de los hippies a la casa de Dalton. Nunca ha existido un Tarantino más luminoso, emocionante y libre. Si bien sus dos últimas obras, Django Unchained y The Hateful Eight, dejaban la sensación de que la duración se dilataba por motivos aparentemente narcisista-onanistas, aquí la película exige, si cabe, más dilatación. Quiero ver a Cliff Booth conducir más, quiero ver en tiempo real a Margot Robbie/Sharon Tate verse en The Wrecking Crew, quiero ver la proyección del Drive-In que hay junto a la caravana de Brad Pitt, quiero ver el rodaje completo del nuevo piloto de Rick Dalton, y sus aventuras en Europa y cómo acabo lo de Bruce Lee. Son tres horas que se antojan cortas para el bombardeo de secuencias, lugares y situaciones que merecen por sí mismas su propia historia. Pero lo resultante de la unión de los fragmentos deslavazados forman una obra catedralicia y eterna, un escalón más en la carrera de un maestro que ya no solo homenajea-copia-cita, sino que ha acabado por instrumentalizar la imagen como medio para impartir justicia poética (algo que corrige y aumenta respecto a Inglorious Basterds)

Nada sobra y nada falta en Once Upon a Time in… Hollywood. O puede que sí que falte algo: saber cómo llenar la sensación de vacío que queda después de haber vivido casi tres horas en un espacio mágico donde los encendidos de las luces de neón funcionan como un resorte emocional dionisíaco y se recitan los mediocres textos de una serie televisiva como si estuvieran escritos por Shakespeare. Y lo que lo que me falta a mí cada vez que la veo es pasar tres horas más en el asiento de copiloto de Cliff Booth deambulando sin rumbo por un Hollywood moribundo, pero aún vivo con Los Bravos a todo volumen.



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