PAPUSZA, de Joanna Kos-Krauze & Krzysztof Krauze

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Tendrán que quemar todas las ruedas del mundo para que los gitanos dejemos de viajar”

El estreno en salas comerciales de una película años después de su éxito en festivales ya no es algo que coja como por sorpresa al espectador. Por eso, la llegada de Papusza (Joanna Kos-Krauze & Krzysztof Krauze, 2013) dos años después de hacerse con los premios a la Mejor Dirección y Mejor Actriz en la Seminci es otro síntoma más de la triste realidad que vive el cine de autor en nuestro país. Ante los gigantescos complejos en los que el sistema de coca-cola-y-palomitas obliga a llenar una docena de salas con tres o cuatro taquillazos, las películas arriesgadas no tienen otra opción que moverse en los márgenes del sistema, quedándose a veces en el dique seco mientras esperan a que llegue el momento propicio para su estreno. Papusza, en concreto, ha tenido que madurar dos años hasta encontrar un hueco en los nuevos espacios de exhibición que atienden antes a la calidad de las películas que a su recaudación.

Este trabajo se centra en la figura de Bronisława Wajs, ‘Papusza’ como la conocían los gitanos, y en su prolífica y maldita carrera como poeta. En lugar del clásico biopic, los cineastas organizan la película alrededor de emociones y acciones, dejando la cronología para los libros monográficos sobre Papusza. Esto permite que seamos capaces de enlazar entre sí episodios distantes en la vida de Papusza y crear una imagen que trascienda la mera descripción de su vida. No se trata, por lo tanto, de una película sobre una mujer que primero aprende a leer y a escribir, y después canaliza de esta manera su talento creativo, sino de una historia universal. Una historia de mujeres sometidas a un sistema patriarcal y arcaico en el que las supersticiones y maldiciones están al orden del día, y en donde el contacto con otra cultura sólo provoca problemas. Papusza se transforma así en la imagen de una mujer sometida que sólo encuentra la libertad a través de lo que escribe en papel, aunque esa misma libertad termine después por volverla loca.

La música juega un papel muy importante en toda la película. Unida inherentemente a la cultura gitana, aparece de forma transversal, desligándose de la mera labor de acompañamiento de las imágenes para funcionar en un nivel propio, en el que la música es música en sí misma: una representación de una cultura, de un pueblo, de una etnia. Música siempre instrumental, nunca cantada, como si los gitanos tuviesen miedo a que su idioma se pudiese traducir o entender a través de las notas. En este sentido, el romaní es la segunda lengua de un pueblo en el que la música es su idioma materno, mamado desde el nacimiento hasta la muerte, que en ocasiones parece colorear el blanco y negro de la película.

Tendrán que quemar todas las ruedas del mundo para que los gitanos dejemos de viajar”, exclama el marido de Papuzsa, Dionizy Wajs, al conocer los planes del gobierno para prohibir su modo de vida nómada. En una película en la que los personajes viven en movimiento, en la que las casas son sobre ruedas y en la que los bosques son el único hogar, la cámara permanece impasible. El modo de vida gitano dota de ritmo a los largos planos fijos en los que la acción se mueve entrando y saliendo del plano como si fuese imposible de filmar en su totalidad. Un pueblo sin patria no puede ser filmado dentro de un encuadre absolutamente cerrado, pero la naturaleza, el mundo real, sí puede encuadrarlo. Por eso, los cineastas emplean los recursos naturales para crear diferentes planos dentro de una misma imagen. Árboles, carreteras o pequeñas ventanas en las puertas sirven para crear dos espacios dentro del mismo encuadre. Pequeñas diferencias espaciales que permiten señalar distintos niveles emocionales o culturales. Papusza y Ficowski discuten sobre Schopenhauer sentados en una carreta, y ella sentencia: “Tú tienes los ojos verdes y yo negros, pero vemos el mundo igual”. Como una reflexión metalingüística, Papusza se refiere también a estos encuadres naturales, encuadres que tan sólo aparecen en los ojos de aquel que los ve, que realmente no están ahí hasta que alguien decide crearlos en su cabeza partiendo de la realidad: “Lo vemos todo igual pero lo vivimos de forma distinta”.

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La película se desarrolla de forma brillante durante sus 130 minutos de duración como un carro tirado por caballos. Su ritmo es firme y constante, aunque de vez en cuando alguna piedra del camino haga temblar su estabilidad. Una de ellas podría ser el extraño uso que se hace de los fundidos en negro: empleados habitualmente en los biopics para dar saltos de tiempo, aquí parecen estar desparramados por todo el metraje de forma un tanto incoherente. Si bien en muchas ocasiones sí que marcan lapsos temporales, otras veces tan sólo se limitan a volver a mostrarnos el mismo encuadre y escena minutos después, para luego, a través de otro fundido, saltar hacia delante o hacia atrás en el tiempo. Un recurso que sirve para orientar, despista en una línea temporal particular y arriesgada.

También se podría acusar a la película de olvidar a la protagonista que le da nombre. A veces, Papusza es más un pretexto que el personaje central de su propia historia: su presencia se diluye ante otras tramas, como la del éxodo del pueblo gitano hacia ciudad; o directamente se desdibuja tras un régimen patriarcal y dominador. Pocas veces podemos ver sus sentimientos ante la cámara. En este sentido, Papusza se convierte en el que significa su nombre: muñeca. Una muñeca inmutable y movida por otros agentes: Jerzy Ficowski con su manía de que escriba, Dionizy Wajs acusándola de no darle hijos… Nunca es Papusza la que se mueve por su propia intención, ni tampoco la película nos da a entender con claridad el sometimiento masculino, tanto cultural como emocional, que sufre el personaje.

Con todo, Papusza camina con paso firme y decisivo a través de episodios poco conocidos u olvidados por el cine, como sería el caso de la experiencia gitana del holocausto y del nazismo: a pesar de estar acostumbrados a escuchar hablar del exterminio judío, aquí la película recoge las matanzas sufridas por el pueblo gitano bajo las órdenes de Hitler. Los cineastas recrean esos momentos sin caer en la lágrima fácil, filmando a los gitanos escondidos detrás de los árboles mientras fusilan a escasos metros a sus hermanos, amigos y familiares; o bien presos en un calabozo por tocar sin los debidos permisos, bailando y llenando la celda con su música. De nuevo, la música, la música popular. La misma que en The Guns of Navarone (J. Lee Thompsom, 1961) oculta a los infiltrados de los nazis, la misma que silencia el himno nazi en el bar de Rick en Casablanca (Michael Curtiz, 1942). La música, ese instrumento imposible de aniquilar, que se rebela contra una maquinaria bélica que busca la desaparición de las singularidades, de los pueblos, de las diferencias.

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