PHANTOM THREAD, de Paul Thomas Anderson

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La octava obra de PTA, Phantom Thread (2018), es una película extraña y espléndida. Magníficamente confusa, su título lo dice todo. Esta es una historia tanto de hilos como de fantasmas. A lo largo de kilómetros de seda y tafetán, se revela la relación neurótica con la creación de un prestigioso diseñador de moda en el Londres de la posguerra, Reynolds Woodcock (Daniel Day-Lewis), y su amor obsesivo con las mujeres importantes de su vida: su difunta madre, su hermana, Cyril (Lesley Manville), y su musa, Alma (Vicky Krieps). La moda supone más una historia de artesanía que del espíritu de una época, una labor paciente que consiste en tallar con alfileres y tijeras directamente sobre el cuerpo de la mujer, quien ha de mantener la elegancia con horror.

Los fantasmas

Phantom Thread se trata de una película obsesionada con las películas que pudo ser y no es. Por todos es reconocida la huella de un filme como Rebecca (1) (1940), de Alfred Hitchcock, pero también puede leerse como una comedia romántica a la manera de las del maestro inglés: un perturbador y perverso juego de relaciones de poder y de dominación. Por supuesto, la pregunta pertinente que podemos hacernos es si el aluvión de referencias a otras películas aumenta la eficacia de este melodrama o se acaba por convertirlo en un pastiche posmoderno con más forma que fondo. Sin embargo, se echamos un vistazo a los trabajos anteriores de PTA, Phantom Thread solo puede ser leída como una continuación de los intereses ya (de)mostrados en torno a las dinámicas de poder interpersonales (2) y, por tanto, parece erróneo considerar que su endeudamiento con ciertos ilustres maestros cinematográficos sea parasitario.

PTA_1El tejido de alusiones, vagas o explícitas, es, de todas las maneras, impresionante. Por ejemplo, la prominencia de la escalera en la casa Woodcock recuerda el uso de las escaleras en los melodramas de Hollywood de Nicholas Ray y Max Ophüls después de la Segunda Guerra Mundial. La obsesiva visión de Woodcock de propiedad de sus musas-amantes invoca ciertamente al Vertigo (1958) de, de nuevo, Hitchcock y las partituras de Jonny Greenwood conectan con los leitmotivs cargados de cuerdas de Bernard Herrmann.

Por momentos, PTA parece estar desencadenando un facsímil de una película perdida de Powell y Pressburger, ejemplificado en las afinidades entre Alma y un personaje como la de Jennifer Jones en Gone to Earth (1950). Con todo, cualquier residuo del exuberante romanticismo de Powell y Pressburger se ve atenuado por el énfasis en las oscilaciones de la pareja Reynolds/Alma. El flagrante desequilibrio de poder de su relación, que Alma posteriormente intenta interrumpir, recuerda a escenarios análogos en las películas en las que colaboraron Joseph Losey y Harold Pinter durante los años sesenta, particularmente a un film como The Servant (1963).

Sin embargo, los fantasmas no solo vienen de fuera, de otros films, sino también de dentro, de la propia película. En la casa de la familia Woodcock, tan embrujada como la casa de los siete tejados de Hawthorne, los frágiles lazos familiares se deshilachan con la obsesión del neurótico Reynolds por el espectro de su difunta madre. Bajo el fantasmagórico yugo, ninguna mujer consigue ocupar la grande huella maternal antes de la llegada de Alma; el propio Reynolds parece ser y que parece decidido a seguir siendo un soltero consolidado (“a confirmed bachelor”). Como David Ehrenstein observa, sus dulces maneras recuerdan a personajes codificadamente homosexuales como el de Waldo Lydecker interpretado por Clifton Webb en Laura (1944) de Otto Preminger.

El hilo

Vamos con una verdad a medias. Phantom Thread no es realmente una película sobre la moda, apenas una película sobre costura. Siendo esta en última instancia un accesorio en manos de PTA, no significa que se pase por arriba de ella. Con solo dos o tres secuencias, el cineasta es capaz de mostrar tanto el arte como las relaciones inducidas por esta forma de creación de una manera más genuino que cualquier antología del género. Esto se aprecia en la relación casi erótica entre Woodcock y sus clientas, en los fuegos artificiales narcisistas de sus creaciones, en los juegos de miradas entre maestro y clientas ante el espejo. PTA ejemplificado en un juego de plano(invisible)-contraplano tras la llegada de la condesa Henrietta Harding para la prueba de su flamante vestido: la cámara la sigue en un vertiginoso ascenso en contrapicado por la escalera de la casa Woodcock hasta el alto, donde cae en los brazos del sastre. Donde otros aman a las mujeres desnudas, Woodcock las prefiere vestidas, encarnaciones vivas de una voluntad dictatorial que las embellece tanto como las encarcela.

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Phantom Thread parece deleitarse de su propio clasicismo. En uno de esos momentos cómicos que salpican el film, Reynolds despotrica sobre el uso del término “chic”. Casi escupiéndola, la trata de “filthy little word«. Elegante y espectral a la vez, en la película se exalta una moda muy concreta; una muy lejos de una de las propuestas que pudimos disfrutar en otro film desde mismo año como McQueen (2018, Ian Bonhôte, Peter Ettedgui). Más que vestidos, los ricos y aristocráticas clientas salen de la casa Woodcock envueltos, casi tapizados en capas y corsés.

En una secuencia de montaje de su Chelovek s kino-apparatom (1929), Dziga Vertov intercala una mujer cosiendo un trozo de tela y acarrees de fábrica tejiendo con su esposa, Elizaveta Svilova, trabajando en la mesa de corte (fue ella quien editó la película). En ese sentido, ya no se trata tanto del hilo como de la manera que tiene PTA de coserla película con un estilo visual envolvente basado en composición sutilmente torcidas, primeros planos y unos movimientos de cámara más solemnes del habitual.

El maníaco playboy comienza el día con su propio ritual, una secuencia que encontramos al principio de la película. Así como viste sus clientas, también cuida al detalle su comienzo del día. Un afeitado minucioso, lustrado de los zapatos, recortes de los pelos de la nariz y de las orejas, cepillado de las cañas, calcetines morados y traje impoluto para descender luego a un comedor donde le espera su hermana Cyril y su última conquista.

A partir de esta opereta matutina, todas las mujeres que trabajan para la casa Woodcock, que el propio modisto conoce y saluda en su camino al trabajo, forman un silencioso e indispensable coro. Una breve perturbación surge del hecho de que todo esto tiene lugar en el mismo lugar. PTA trabaja sobre lo que significa esa casa y parece divertirse jugando indefinidamente con la polisemia de la propia palabra: la heráldica, la economía, la doméstica, el problema que aflora del hecho de que es precisamente una y muchas cosas. Los planos se delimitan por los propios muros de la vivienda. Los encuadres, por los marcos de las puertas y las ventanas. La casa parece encerrarse sobre sí misma, lo que acaba por afectar a los individuos que se ven encerrados en ella. La naturaleza de las relaciones que unen a los ser se desplaza constantemente: la musa es una amante que normalmente acaba por ser rechazada como tejido roto que ya no sirve para crear; la madre, desaparecida, retumba en cada habitación, en cada creación, en cada relación; la hermana es la única y verdadera pareja.

Será Alma, figura extraña y foránea (de la casa, del país, casi de la época), quien hará implosionar este pequeño teatro de muñecas un tanto claustrofóbico, convirtiendo lo que podía apuntar a una comedia burguesa de costumbres en una historia casi de cine negro con el estudio de la esquizofrénica vida de una pareja que hace de la adicción el cemento que mantiene unido el amor. Esto es precisamente lo que permite a Phantom Thread conquistar un nuevo territorio, una libertad bienvenida cuando estábamos al bordo de la asfixia. Su primer encuentro en una posada campestre, donde ella es camarera y donde él encarga, con una gula enfermiza, un desayuno pantagruélico, es una de esas secuencias que guardan mucho más del que aparentemente quieren mostrar. PTA coloca al espectador en el torbellino de una relación de ida y vuelta marcada por la dominación. Alma cae en los brazos y vestidos del rígido Woodcock, inmediatamente seducida, para luego consumirse, pero acabará por hacerse fuerte e invertir los roles.

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Ante lo hipnótico (pero temeroso) prestigio de Reynolds Woodcock, Alma destaca como un sorprendente contrapeso. En las imágenes que abren y, prácticamente, cierran el film, su rostro alumbrado por las lapas de una chimenea hace que el hermetismo y la expresividad se mezclen. La medida que Alma se empodera con el paso del metraje, la inmensa figura de Woodcock deja de parecer tan inmensa, convirtiéndose gradualmente en una simple huella. En ese particular duelo, en esa oscilación de una banda a la otra, cuando la relación no tiene ya cuerdas visibles, está el verdadero hilo fantasma de la historia.

(1) Lesley Manville hace de Cyril Woodcock, hermana de Reynolds, un avatar de la Sra Danvers, la institutriz de Rebecca. No parece casualidad que ambas compartan un nombre de pila habitualmente masculino.

(2) Como señalaron Jason Sperb y George Toles, en sus obras monográficas sobre el director Paul Thomas Anderson (de la serie Contemporary Film Directors, University of Illinois Press; 2018) y Blossoms and Blood: Postmodern Media Culture and the Films of Paul Thomas Anderson (University of Texas Press; 2016), una de las constantes de la filmografía de PTA es la búsqueda de familias sustitutas, así como las tensas relaciones paterno-filiales. Algo que ejemplificaron muy bien Daniel Plainview y Lancaster Dodd, las problemáticas y tóxicas figuras paternais de There Will Be Blood (2007) o The Master (2012)

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