Play-Doc 2022: Cine gallego

Tatuado nos ollos levamos o pouso (Diana Toucedo, 2022)

Un año más, Play-Doc dio cuenta de la diversidad del cine gallego de no ficción con propuestas que iban de los retratos canónicos con entrevistas al cine observacional, de la contemplación pictórica al uso de actores en contextos reales, o que llegaban incluso a la utilización de drones con objetivos narrativos y de documentación de la realidad muy específicos, lejos de la dinámica de gadget que habitualmente se aplica a este dispositivo. En definitiva, el festival ofreció una visión panóptica de lo que se hace en Galicia, que es mucho y con voces muy dispares.

La ganadora de la competición fue Carla Andrade con Ningún río me protexe de min (2021), de cuya sesión podemos sacar que la programación teje claros discursos entre las obras, más que proponer una selección con el simple criterio del gusto o la excelencia artística. Esa proyección se abría con Tatuado nos ollos levamos o pouso (2022), pieza de proximidad para Diana Toucedo, natural de Redondela, quien se acerca aquí a las mariscadoras de esa ría con el cariño propio de la sororidad que las une. Esto queda bien explicitado en los textos de diversas escritoras que la cineasta imprime en la pantalla, imitando un estilo de escritura manual en el que también se dibujan motivos marinos. Es como si un ensayo sobre el mundo del trabajo femenino se estuviese plasmando sobre los cuerpos de esas mujeres, que son representadas al mismo tiempo que descontextualizadas, con detalles filmados de sus cuerpos sin posibilidad de conexión entre las partes, montadas al mismo nivel con registros abstractos del mar, en una aproximación estética que remite al cubismo.

Esta apuesta de ir de lo representacional a lo abstracto alcanzaba un mayor nivel de radicalidad en Ningún río me protexe de min. Andrade parte del robo de un material filmado en la selva del Congo para construir desde ese punto de partida una cinta esquiva que habla de la imposibilidad de representar. Su madre le envía mensajes de voz que ella reproduce, de un marcado carácter autobiográfico, a lo que ella parece responder con imágenes. Pero no existe conexión entre ambas cosas, lo que se produce es una absoluta falta de diálogo, en la que Andrade intenta encontrar un resquicio de identidad a través del acto cinematográfico, pero acaba por perderse en una aventura que la lleva de lo concreto (esa selva del Congo) a la total descomposición de lo matérico (una imagen rota que solo puede acabar en la nada). Es una película más o menos desesperanzada y quizás con un punto nihilista.

En lo estético y en lo espiritual puede guardar cierta relación con El sembrador de estrellas (2022), verdadero paso adelante en la obra de Lois Patiño, aunque detrás de la superficie las diferencias son palpables. Patiño se rinde a la filosofía budista, en la que el concepto de vacuidad se identifica con una compresión ontológica de la realidad que puede alcanzar un estado meditativo. En esta postura parece querer introducirnos Patiño con sus registros del Tokio nocturno. Es cierto que en piezas como Montaña en sombra (2012) o Costa da morte (2013) ya jugaba con la idea de la figura humana en la inmensidad del paisaje y con la abstracción del mismo. Sin embargo, la referencia más directa en estas sería la del romanticismo. El sembrador de estrellas bebe más bien de la pintura de paisaje zen, en la que ya se exploraba esta idea de la vacuidad de modo pictórico. El lienzo en estas era blanco, aquí Patiño lo cambia por el fondo negro propio del cine. Tokio por las noches es una ciudad de neones y carteles luminosos que penetran en las pupilas con un intenso brillo. El vigués filma estos elementos y juega con el contraste para que queden solo visibles las luces que le interesan y lo demás quede en negro. Conforme avanza la narración, varias capas se van superponiendo, creando un paisaje de corte fantasmagórico en el que las figuras humanas son representadas como otro elemento pictórico más. Se funden con los edificios y los neones. Una secuencia que ejemplifica bien el tema de la narración oral que escuchamos es la de unas escaleras en las que los humanos descienden verticalmente de la parte superior del cuadro al inferior, mientras a su alrededor se van destacando otros elementos sobre el negro. Podemos jugar a vincular la tradición occidental del rito de la muerte, con la bajada al Averno, con esa convicción budista de que la impermanencia rodea todas las cosas del mundo. Dos voces suenan sobre las imágenes, como estableciendo un diálogo. Son las de Yumiko Teramoto y Tetsuro Mareda, que hablan en su idioma natal. Patiño elige una cosmogonía de citas en torno a este tema, en la que entra un escritor occidental como Antonio Machado (traducido al japonés), pero cuya argamasa parecen ser los koan nipones – las enseñanzas místicas del budismo zen –, disciplina de la que imita su cripticismo poético. Más que un guion con una historia concreta, Patiño muestra aquí un poemario/ensayo que se construye por la vía de la edición. No obstante, sí podemos afirmar que la idea de la impermanencia se va haciendo más acusada y concreta hacia el final, cuando abundan los extractos de Haikus en el corredor de la muerte (Elena Gallego y Seito Oka eds., Hiperión, 2014). También vamos paulatinamente hacia una mayor abstracción visual, quedándonos en la vacuidad más absoluta.

Con esta operación en tres tiempos, de lo representacional a lo abstracto, con tres piezas bien diferentes, pero que guardan relaciones formales, el Play-Doc (particularmente la programadora de la sección Beli Martínez) hacía una cuadratura del círculo en el que seguramente fue el punto álgido de la selección gallega.

El sembrador de estrellas (Lois Patiño, 2022)

Cine de fantasmas

Lois Patiño también presentó fuera de competición Sycorax (2021), filmada a cuatro manos con su colega argentino (de ascendencia gallega) Matías Piñeiro. El cine del bonaerense está muy ligado a la prosa de Shakespeare y es un cine de la palabra. El de Patiño es un cine de contemplación y muy pictórico. La alquimia de estos elementos da por resultado una adaptación del personaje de Sycorax, el primero que aparece en La tempestad (William Shakespeare, Austral, 2010), con una puesta en escena en la que Patiño ha sido claramente el que ha mandado. El filme es una variación formal de Lúa vermella (2020), en el sentido en que la relación de las protagonistas con el entorno paisajístico de la isla (las Azores) remite a esas referencias románticas antes citadas y con la variación fantasmagórica y fantástica que el gallego ejecutaba en su último largo. La excelencia fotográfica está garantizada con Mauro Herce detrás de la cámara. Piñeiro aporta más en la parte del libreto y las actrices, encabezadas por Agustina Muñoz, la que claramente es una de sus musas. La dificultad de la adaptación radicaba en poner voz a Sycorax, personaje negado responsable de encerrar a Ariel, espíritu del aire. Hay una lógica de empoderamiento femenino y de reinterpretación actual de la obra en el ejercicio que ejecuta Piñeiro. En este tema, pero también en el casting de varias actrices para interpretar a Sycorax, o en los vínculos entre teatro y cine, esta pieza remite mucho a otras del argentino como la reciente Isabella (2020) o Viola (2012). En fin, Sycorax es una alquimia desigual (como mezclar agua con aceite) que no siempre funciona, pero que presenta puntos de encuentro lo suficientemente estimulantes como para esperar con esperanza el largometraje que Patiño y Piñeiro preparan juntos, Ariel.

Sycorax es en cierta manera un filme de espíritus, pero no el único. En O niño dos paxaros (2021) Lucía Estévez retrata el taller mecánico en el que su padre trabajó desde los años ochenta. Partiendo de fotografías y de documentos laborales, pronto nos traslada a una ficción en la que Diego Anido y María Tasende interpretan a un operario y a una empleada de la limpieza respectivamente, mientras que el joven Manu Estévez hace de alter ego del padre, obrero en formación. Esta puesta en escena de la juventud del padre está puntuada por momentos por su voz, que explica lo que para él significaron esos primeros años de incorporación al mundo del trabajo y recuerda el ambiente de la movida viguesa. El filme se cierra precisamente con un tema de Golpes Bajos bailado por los actores de forma muy enérgica. El protagonista desaparece. Sus ropas, suspendidas en el aire, caen al suelo y nos quedamos en soledad con el espacio. Actores que interpretan a fantasmas del pasado en un espacio real que guarda una historia. Estévez evoca el pasado y documenta las huellas de este en el tiempo presente mediante esta hibridación.

Igualmente, la actriz ganadora del Goya Nerea Barros combina en Memoria (2021) actores no profesionales con un paisaje y situación muy real. Nos encontramos en el mar de Aral, que en su momento fue un enorme lago salado en Asia Central y ahora está ya prácticamente desierto en su totalidad. Los viejos del lugar, hoy en día casi inhabitable, se resisten a dejarlo y todavía recuerdan los tiempos en los que navegaban en él. La historia se centra en un abuelo que cuenta a su nieta cómo era vivir con agua a su alrededor. Combina registros de la familia con escenas oníricas en las que se convoca este mar tirando de memoria oral y mediante el diseño sonoro. Las primeras secuencias están filmadas voluntariamente en formato cuadrado para centrarse en los rostros y en ellas reina la simplicidad. Al contrario, los sueños se presentan en panorámico y están muy estetizados. Uno de los planos finales, en el que el abuelo y la nieta, tumbados, se funden con la tierra y desaparecen, dialoga bien con el de Estévez e indica que nos encontramos ante ejercicios similares.

Sin embargo, hubo un filme que destacaba por encima de los demás en esto del cine de fantasmas. Un cielo impasible (2021), merecida mención especial para David Varela, vuelve a la batalla de Brunete (Madrid) trabajando con un grupo de estudiantes de secundaria alrededor del conflicto. Estos llevan a cabo una investigación que la cinta registra. En ella visitan museos o buscan datos de la Guerra Civil Española entre documentos, o recuperan testimonios grabados en cintas que se reproducen en off. Eso se combina con la teatralización de estos eventos en las localizaciones donde tuvieron lugar. La principal contribución de Varela a este tipo de cine, abundante en cineastas como Avi Mograbi o Jean-Gabriel Périot, es el uso que hace del dron. Al subir a los cielos de Madrid, logra desde el aire cartografiar los escenarios de la batalla mientras introduce estos elementos de ficción o recupera los documentos citados. Todavía quedan muchos vestigios de la batalla, que conviven con nuevas realidades como urbanizaciones anodinas. El realizador está hablándonos de la desmemoria existente en España, tema que los alumnos discuten ante filmaciones que ellos mismos grabaron, algo que ya ocurría en otro filme gallego demasiado poco reivindicado como Tódalas mulleres que coñezo (Xiana do Teixeiro, 2018).

Un cielo impasible (David Varela, 2021)

Retratos canónicos

Óliver Laxe hace un uso del dron similar, si bien más humilde y de menor alcance, en O futuro é das cabras (2021). La intencionalidad está clara, documentar el proceso de recuperación que está desarrollando en Vilela, la aldea donde vive, captando dos procesos que ocurren en paralelo. Por un lado, la demarcación de un monte que más tarde unas cabras se encargarán de limpiar comiendo la maleza; por otro, el trabajo de un arqueólogo que desentierra y cataloga unas casas centenarias. Aquí también hay algo de teatro. Recuperando la figura de pequeño demiúrgo dictador que ya le había servido en Todos vós sodes capitáns (2009), Laxe dirige la función presentándose como un tipo que mezcla ternura y estallidos de ira según le convenga. Es esta una figura de autoficción que le permite incluir un conflicto en la trama, diría que por el simple hecho de divertirse en este caso, y no tanto por ofrecer una reflexión sobre las relaciones de poder que se ejercen entre el cineasta y los retratados, como sí había en su ópera prima. La cámara, registrando a lo Wiseman, filma bastante despreocupada, es el propio tema y la personalidad desbordante de Laxe, que aporta un toque de humor, lo que mantiene unido todo. Cuando por fin desentierran el castro, deciden hacer una toma con dron en la que queda bien captado desde arriba y se aprecia el conjunto arquitectónico. Al superar la colina sobre la que se yergue y acercarse también al monte que habían estado trabajando y a la actual aldea de Vilela, uno se da cuenta de cómo en el pasado esa aldea debió resultar esplendorosa, y de lo bien que estaba integrada en el paisaje. Laxe nos recuerda con estos actos suyos que quizás debamos volver a caminar por esa senda. No es su mejor filme, pero cumple con candidez, cariño y sin ínfulas su militante objetivo.

La pobreza discursiva que exhibe El último de Arganeo (David Vázquez, 2022) se compensa también con la atractiva personalidad de su protagonista, un pastor cabreirés muy joven que expone en diversas entrevistas por qué apostó por cuidar de sus cabras en un terreno deshabitado en el que solo está él en kilómetros a la redonda. Su naturalidad y la honestidad de sus argumentos, su sencillo estilo de vida, con creencias que por momentos parecen sacadas de otros tiempos, pero que él defiende con serenidad y respeto, hacen que nos enamoremos del chico. Su rutina queda bien registrada y en este sentido, a pesar de sus conservadoras y no muy elegantes formas, podemos conceder al filme un importante valor patrimonial.

El italiano afincado en Ourense Simone G. Saibene ofrece otro retrato canónico como este en Escribir o imposible (2021), sobre el escritor Juan Tallón. Hay que decir que aquí la filmación sí resulta muy correcta, el ritmo es ágil y el filme entretenido. A pesar de un exceso de anecdotario, las entrevistas con Tallón dan cuenta de su visión de la vida y de cuál es el proceso creativo que sigue, especialmente de sus dos últimas y más destacadas novelas, publicadas en Anagrama, Rewind (2020) y Obra maestra (2022). Con la pandemia de por medio, Saibene sabe integrar estos hechos en la narración y permite que la realidad permeabilice su discurso.

En algunos de estos filmes se usa material de archivo, pero los hay que centran su discurso en el mismo. En O ceo é azul cunha soa nube (2021) Fernando Areal toma las filmaciones de la boda de sus padres para explorar la memoria ajena en un ejercicio que busca la abstracción mediante un etalonaje digital que vuelve todo azul y un montaje rápido que dificulta la comprensión de lo que vemos. Así, el joven realizador se queda en la naturaleza matérica del cine para extraer toda posibilidad de significado en las imágenes. Una reflexión sobre cómo lo documental no es nada sin contexto. Parece ser la tesis también de O que queda (2022), un corto salido de la ECAM en el que el también jovencísimo Alejandro Rodríguez usa imágenes de su móvil para reflexionar en este caso sobre otro archivo, el personal. El “cine de móvil” parece estar en boga entre las nuevas generaciones, algo que resulta natural si pensamos que es un dispositivo con el que nos relacionamos a diario. El sueño de Dziga Vertov, una cámara en cada bolsillo. Rodríguez destaca en este subgénero con este corto en el que se dicen cosas como “mi archivo solo tiene valor a través de mí”. Así que toma lo que tiene en la memoria de su teléfono y, haciendo el scroll preciso en la aplicación de la cámara, va mostrando filmaciones de su día a día que contextualiza con la voz en off. La tesis principal es que a veces debe borrar vídeos para liberar memoria y que, al hacerlo, parte de su vida pasada se queda en el olvido. De este modo, liga la memoria personal con la histórica, concediéndole importancia al buen cuidado de los archivos, de todo tipo, para poder contar la historia de la humanidad, para no vivir desmemoriados.

Liquid Ground (Enar de Dios, 2021)

En esa misma sesión, la erudición de Liquid Ground (2021), última pieza de Enar de Dios, atosigaba a estos imberbes con su despliegue ensayístico. Por suerte estaba puesta de primera, porque es una obra que requiere de concentración. Su estructura es complejísima y alucinante. Dividida en tres actos, cada uno de ellos cuenta con una serie de movimientos y conceptos diferentes, todos en torno a la exploración del fondo marino. Contada a dos voces, la principal parece estar adoctrinando a la segunda. Esto queda remarcado en los títulos de cada una de las partes, tituladas Knock Knock (quién es), I Spy With My Little Eye (veo, veo) y Where Am I? (dónde estoy). Como se aprecia, son todos juegos de niños. En la imagen, contamos con una serie de materiales de archivo y, cuando digo materiales, me refiero a materiales específicamente, no imágenes. En la primera parte, por ejemplo, de Dios escanea páginas de varios libros sobre las primeras expediciones a los fondos de los océanos. Luego, simplemente a través del montaje, se sumerge en ellos estableciendo un movimiento vertical hacia abajo, que después vuelve a subir en dirección contraria. De la superficie al fondo, y después de vuelta, del pasado al presente. Los diferentes loops que usa, con repeticiones precisas, convierten a esta primera parte en un filme estructuralista. Es un documental de lo matérico.

En el segundo tramo filma grandes acuarios encontrando patrones en ellos y ofreciendo composiciones simétricas que remarcan el texto sobre el control de estas especies y recursos que impone la voz en off. Ya en la última parte, diversos sistemas de renderizado de imágenes digitales, capturados en la pantalla de su ordenador, junto a otro tipo de vídeos, sonidos y materiales de toda índole de carácter informático, son utilizados para cerrar la pieza. Como en la primera parte, no filma un solo plano, muestra todo capturado en su monitor, haciendo gala de una clarividencia expositiva poco común, al mover ventanas, cerrarlas y abrirlas para desplazar los materiales a su antojo, como en una suerte de conferencia en vídeo experimental. Pero si en Knock Knock traslada a la pantalla del cine materiales sólidos, aquí es la realidad líquida la que se impone. En definitiva, de eso trata el filme, de cómo la tierra, que ocupa solo el 30% de nuestro planeta, esta también sujeta a la modernidad líquida que definiera el filósofo Zygmunt Bauman. Trabajando conceptos como la deriva colonial de Occidente, la construcción identitaria o la necesidad apremiante de que triunfe el ecologismo, de Dios teje un ensayo complejo con fuentes muy diversas que asombra tanto por lo expositivo como por la belleza plástica de su propuesta.

La selección la completaba Welcome to ma maison (2021), la última rareza de Andrés Goteira, que en nada se parecía al resto. En ella indaga en las fronteras entre la ficción y el documental a través de la figura de Igor, aspirante a actor en Lugo que está obsesionado con el cine de Nicolas Winding Refn, en particular por el reiterado fetichismo que el danés deposita en las manos a lo largo de su filmografía. La cinta sigue al chico en su intento de establecer contacto con el realizador mientras lleva a cabo una investigación – que nunca se revela – sobre este gesto en la obra del autor de Drive (2011). El hecho de que esta búsqueda nunca se muestre hace intuir que en realidad no existe y que todo esto no es más que una puesta en escena para indagar en torno a las inseguridades del actor y la idolatría a los iconos – por otra parte, tótem de la obra de Refn, lo que no parece casual –. Igor Fernández bordea una fina línea entre la persona y el personaje – parece que hay algo de ambos – con pasión y ambigüedad a partes iguales. Está entregado.

Paralelamente a esto, hay momentos en los que se nos muestra la filmación de una ficción que nunca llegamos a ver completada – de un filme que parece que no va a existir –. La historia es marcadamente tópica, con escenas como la del atraco a una joyería o el asesinato de una mujer en su piso – ¡mientras Igor le lleva una pizza a domicilio! – que solo pueden leerse en clave de parodia de todos esos montones de chicos en todo el mundo que quieren hacer Only God Forgives (2013) o Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) – las referencias tampoco faltan – con cuatro duros y que acaban aportando a la cinefagia churros del nivel de Tommy Wiseau. Posiblemente, Goteira se vea identificado irónicamente en uno de estos chicos, porque seguramente de adolescente soñó – como muchos de nosotros – con ser un Tarantino de la vida. Welcome to ma maison retrata ese fracaso con una hermética propuesta que, como Dhogs (2017), tiene entre sus temas la construcción de identidades a través de la sociedad del espectáculo. Si ya en aquella había elementos que nos remitían al Mulholland Drive (2001) de David Lynch, aquí directamente se nos muestra un cartel de este filme en el fondo de la habitación de Igor mientras él explica, con la inconexión propia de una ebriedad tabernaria, sus teorías sobre el cine y la vida. Welcome to ma maison parece estar tan perdida como su protagonista en muchos momentos de su metraje, pero tiene un gesto arriesgado y personal. Nunca sabremos si estas irregularidades son obra de un genio del despiste o de las incapacidades de un director aún en formación. Porque de esto va la cosa, de fracasar, estrepitosamente.

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