POST MORTEM, de Pablo Larraín

Uno de mis poemas favoritos de Ángel González, titulado Muerte en el olvido, comienza con una afectuosa y humilde confesión: “yo sé que existo / porque tú me imaginas”. El poeta ovetense, tal vez poco preocupado en su enamoramiento por la “subjetividad individual autoconsciente” del cogito ergo sum cartesiano, admite lo estéril de sabernos vivos si no existimos también en la conciencia del prójimo. Así, concluye su poema reconociendo: “pero si tú me olvidas / quedaré muerto sin que nadie / lo sepa. Verán viva / mi carne, pero será otro hombre / -oscuro, torpe, malo- el que la habita…”

Parece casi una aciaga ironía comenzar con poesía la crítica de una obra tan gélida, impasible, adusta como Post Mortem, tercer trabajo del chileno Pablo Larraín tras Fuga (2006) y Tony Manero (2008). La contundente obertura de este film, presentada en la sección oficial de la última edición de La Biennale di Venezia, nos emplaza en un escenario de devastación física y emocional. La cámara nos ubica en la parte inferior de un carro armado que recorre una calle desierta, aplastando los escombros de lo que parece haber sido una gran manifestación sucedida de una batalla campal. Independientemente de lo que haya sucedido, sabemos que la fuerza militar ha impuesto su dominio.

Inmediatamente después se deja ver la primera presencia humana en el film. En la esquina de una ventana, parcialmente escondido tras una cortina, vemos la figura de un hombre que no tardamos en descubrir tan carente de vida como la asolada calle de la secuencia anterior. Un personaje, como decía González, muerto en el olvido. Un hombre mediocre, un cordero estepario, un cadáver en vida, un fantasma. Un fantasma, como tal, invisible, intangible, inerte. Un ser gris: subsistencia gris encapotada, rostro gris ceniza, cabello gris neblina, mirada gris cemento. Un espectro lánguido, vacío. El oficio de Mario, nuestro fantasma, consiste en transcribir a máquina las autopsias que recita un médico forense. Así, la muerte no es para este vivo muriente más que una descripción metodológica, detallada y rutinaria sobre un folio en blanco.

Un fantasma sólo puede existir cuando alguien advierte su presencia. Hasta entonces, impera la eterna soledad. En otro sensacional poema, Ángel González hablaba de la “soledad sonando”. Una soledad que, en el caso de Mario (admirablemente encarnado por Alfredo Castro, protagonista también de Tony Manero), suena a un coche que aparca en la acera de enfrente, un huevo frito que se enfría en una cocina vacía, una puerta que se abre sin que nadie invite a cruzarla, una masturbación en silencio al borde de la cama. Su invisibilidad se manifiesta casi humillante cuando se aproxima por vez primera a la única cosa que vislumbra un atisbo de ánimo en su inmutable mirada: su vecina de enfrente, Nancy Puelma (Antonia Zegers), una cabaretera alcohólica y escuálida, demacrada y derrotada.

Tras espiarla desde la ventana de su casa, decide visitarla en el teatro de mala muerte en el que trabaja la misma noche en que la despiden por su lastimoso aspecto. En un largo e inquietante plano secuencia Mario se adentra entre bastidores, recorre escaleras y pasillos y llega hasta el camerino de Nancy sin que ninguna de las personas con las que se cruza parezca percatarse de su presencia. Tampoco su vecina nota su presencia mientras discute con su jefe, a quien espeta: “yo soy lo más elegante que has visto en tu vida. Mi casa está llena de libros, no seas grosero. Yo soy la Nancy Puelma”. Mario entra en el camerino, pero ambos continúan la disputa sin advertir su aparición. Sólo cuando el jefe despide y abandona a la mujer ésta ve al fin a Mario. Este primer encuentro, en el que apenas se intercambian un par de frases, resulta tan desconcertante como esperpéntico.

Mario no experimenta ningún tipo de sentimiento por la mujer, tan sólo una obsesión enfermiza. Así, cuando ella rompe a llorar durante una cena en su casa, él comienza a llorar junto a ella, de un modo escandaloso, en lo que parece una especie de perverso intento de empatía hacia su objeto de deseo. A continuación, sexo gélido y feroz, carente de cualquier indicio de pasión o emoción.

El film se desenvuelve hasta aquí como una crónica de la apatía, el hastío, el aislamiento, el patetismo. El retrato de un personaje patético y emocionalmente vacuo alrededor del que se entrevé un entorno de agitación social y política que, sin embargo, permanece siempre en el fuera de campo. Ese contexto es el de los días que precedieron y sucedieron al golpe de estado en Chile comandado por Augusto Pinochet el 11 de septiembre de 1973.

Mario Cornejo (Alfonso Castro) es un fantasma invisible, intangible e inerte que sólo muestra indios de ánimo en su obsesión por su escuálida y alcohólica vecina (Antonia Zegers)

En el ecuador de la película la trama experimenta un viraje contundente, violento e irreversible. Tras la victoria de Pinochet, que no es expuesta o especificada en ningún momento del film, la casa del padre de Nancy (punto de encuentro de sindicalistas) es asaltada y desmantelada, mientras que sus inquilinos desaparecen para siempre. Pero este acontecimiento, una vez más, ocurre en el fuera de campo, de modo que (en una brillante decisión de puesta en escena) sólo podemos escuchar el brutal saqueo mientras vemos en pantalla a Mario dándose una ducha, ajeno a lo que ocurre al otro lado de la calle. Nancy, que no se encontraba en el domicilio durante el asalto, huye a esconderse en la buhardilla de Mario, pero no como consecuencia de la confianza, seguridad o sensación de protección que siente por el protagonista, sino, como un animal herido, por puro instinto de supervivencia.

Al mismo tiempo, el ejército toma el control del hospital en el que trabaja él, a quien ordenan, junto al Dr. Castillo (Jaime Vadell) y a su ayudante Sandra participar en una intervención confidencial: realizar la autopsia de Salvador Allende ante un nutrido, impasible y amenazante grupo de militares. Esta delicadísima secuencia, de explosivo contenido emocional e inevitable controversia, es resuelta con contención, pulso y solvencia por Larraín, alejándola de cualquier tipo de morbo o efectismo falaz. Después de que Sandra (Amparo Noguera) se niegue a diseccionar el cadáver del que hasta pocas horas antes había sido su presidente y el forense se muestre también incapaz de realizar el “examen interno” al cadáver, el propio doctor determina que Allende pudo haberse quitado la vida a si mismo. Mientras escucha estas palabras, tal vez por primera y única vez en toda la película, Mario esboza una enigmática y casi imperceptible sonrisa.

La mesura que Larraín demuestra en la autopsia de Allende se transforma en tajante crudeza en el último tercio de la película, en el que un creciente número de cuerpos acribillados a balazos son apilados en la morgue en la que trabaja el protagonista. El depósito de cadáveres se convierte así en una espeluznante fosa común en la que los cadáveres son amontonados, numerados y etiquetados en el más ignominioso de los anonimatos. Mario vacía camiones repletos de cadáveres y los transporta en carretilla a lo largo de angostos y lúgubres pasillos. Cuando uno de ellos cae al suelo, él mismo debe levantarlos y volver a colocarlos en la carreta. En una secuencia tan desgarradora como desquiciada, con un hospital abarrotado de cuerpos sin vida, una Sandra enloquecida se rebela contra la matanza al identificar entre los cadáveres a un hombre al que Mario y ella habían salvado la vida pocas horas antes.

En este nuevo contexto político el protagonista cree haber adquirido un nuevo rol, una posición que lo aleja de la mediocridad en la que había vivido hasta entonces. “Tengo un cargo ahora”, asegura a Nancy ante el temor de ella de ser capturada. Es en esta parte de la película en la que la confusa ambigüedad de Mario acaba por desenmascararlo como un personaje absolutamente amoral. Si por una parte intenta salvar la vida a un represaliado moribundo y protege tanto a Nancy como incluso al perro de esta, al mismo tiempo muestra una dudosa actitud ante la masacre que se está perpetrando contra sus compatriotas. A pesar del temor inicial, el hombre se sabe seguro e incluso intocable ahora que “sirve al ejército de Chile”, tal y como le asegura el Capitán Montes (Marcial Tagle).

Sin embargo, la última secuencia del film se pone de nuevo de evidencia que, en realidad, Mario nunca ha dejado de ser un insignificante fantasma y que, como tal, sólo puede contemplar la vida de los mortales, sin tener ningún tipo de influencia en ella. Así, en un escalofriante plano fijo de casi siete minutos de duración, el protagonista manifiesta el extremo de su deshumanización, en una represalia que expresa, visceral y brutalmente, su asfixiante impotencia reprimida. Mario pretende así demostrar su existencia, su capacidad para decidir y actuar, para alterar las cosas, aunque sea de un modo atroz. Esta secuencia simboliza el comienzo de un régimen erigido sobre cadáveres sepultados bajo el más inadmisible de los silencios, donde cualquiera podía ser enemigo o cómplice de la barbarie, víctima o verdugo. ¿Seguimos hablando de Chile?

Al igual que había hecho en Tony Manero, el joven Pablo Larráin (34 años) vuelve a diseccionar el horror chileno de los años setenta desde un punto de vista psicológico, mediante un austero y crudo retrato de la crueldad, el sometimiento y la deshumanización en el que vuelven a ser fundamentales la magistral parquedad interpretativa de Alfredo Castro y la magnífica fotografía en 16 mm de Sergio Armstrong, cuya textura imprime un turbador aspecto glacial a esta sobrecogedora historia de infamia.

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