QUIÉN LO IMPIDE, de Jonás Trueba

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Desde el comienzo de su carrera como director y guionista, Jonás Trueba ha dialogado de forma decidida con el universo adolescente. Del texto de la iniciática Más pena que Gloria (Víctor García León, 2001), centrada en la primera decepción amorosa de un joven de 16 años; a la reciente La reconquista (2016), su película más notable hasta la fecha, que volcaba la historia de amor treintañero de su primera mitad hacia un significativo origen de instituto, el director madrileño ha mostrado en muy diversas formas su inquietud por relatar el tránsito de la niñez a la edad adulta –y, de forma incluso más señera, las implicaciones del primer estado de la vida en esta última– como el periodo escarpado y melancólico, pero también esencialmente luminoso, que es.

Conociendo tales antecedentes, si se podía esperar de alguien el salto desde una carrera incipiente en el cine de autor a un proyecto tan peculiar como Quién lo impide era de él. A través precisamente del estrecho contacto con Candela Recio y Pablo Hoyos, protagonistas de su anterior largometraje, Trueba se sumergió durante varios meses en una serie de institutos madrileños, observando su realidad diaria y las dinámicas inherentes a la edad, pero sobre todo con el afán de otorgarles la voz propia que no pocas veces se silencia. El resultado tangible, a día de hoy, está formado por cuatro piezas complementarias, estrenadas por primera vez en la Cineteca de Madrid y de las que en el reciente Festival Punto de Vista se pudieron ver tres (Sólo somos, Si vamos 28, volvemos 28 y Tú también lo has vivido; la cuarta sería Principiantes), más a modo de material educativo en construcción que de películas con un acabado sólido, como reflejo de una etapa vital movediza.

Así, el cineasta no duda en incluirse en el cuadro, no solamente mediante su voz o breve presencia, sino también calibrando el impacto del medio fílmico en los jóvenes, al modo de construcción cooperativa abanderado por Jean Rouch en La pirámide humana (1959), línea con frutos muy dispares en el cine pedagógico hasta Xiana do Teixeiro con Tódalas mulleres que coñezo (2018). Cuando Trueba tantea el posible impacto de la obra en marcha en sus vidas, apunta también a un adolescente interior, circunstancia que engloba a sus personajes de ficción, pero también a todos los que contemplamos este trabajo sin que hayan mediado muchos años desde aquella etapa. Para nosotros supone una ocasión para contemplar qué cosas han cambiado en la forma de encarar el mundo de los adolescentes: de modo esperanzador, como es propósito del cineasta, abordan con descarada madurez conceptos tales como el feminismo o el sistema capitalista. Pero para él parece además la vía de complementar, escuchando con serenidad a las personas reales, parte de su cine previo en el que la cualidad juvenil es romantizada hasta dotarse de cierta pompa, crítica con la que ha tenido que lidiar en más de una ocasión.

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En este sentido, la pieza que destaca con fuerza dentro del proyecto es Si vamos 28, volvemos 28. A la arrebatadora observación de la excursión grupal a Andalucía de un instituto madrileño, en cuyas fases, de la euforia a la decepción, es difícil no identificarse –con momentos, como el fugaz encuentro romántico en el autobús, indudablemente ligados al tacto de Trueba para retratar estas situaciones–, le sigue el debate sobre la propia forma en la que los sujetos se ven reflejados dentro del cine. Por otro lado, Sólo somos da vueltas sobre la función del proyecto: en un momento, el cineasta aclara a uno de los entrevistados que duda sobre si otorgar un peso específico a asuntos tan relevantes en sus vidas como el bullying, porque su deseo es hacer énfasis en lo positivo como contrapunto del oscuro retrato usual. Tal misión no es otra que escuchar las inquietudes y peticiones de estos adolescentes, abordando desde la concepción de la identidad nacional hasta la crítica al sistema educativo. Para terminar, Tú también lo has vivido es el necesario relato, a modo de confesión dialogada ante el cineasta, de la situación vital de cada uno de los adolescentes en el momento del rodaje colectivo.

La combinación de estas piezas, obviando la sólo a veces molesta tosquedad formal de un material imperfecto –aunque se agradece, por ejemplo, la ausencia de aditivos como la música extradiegética, asociados a la serialidad televisiva, en beneficio del limpio montaje de la habitual Marta Velasco–, posee la virtud de otorgar entidad y voz a cada uno de los protagonistas de un grupo muy numeroso y coral. Así, Quién lo impide logra transitar de un extremo a otro del cuadro humano sin resentirse, y reivindica con ello un modo de ser en construcción, pero también maduro y firme, que podría tener su equivalente en otras adolescentes fílmicas como las de Céline Sciamma o, más cercanas, las de <3 (María Antón Cabot, 2018). Sin duda, dar un espacio vivo a las preocupaciones de estos muchachos, cuyas ideas a menudo oscilan entre el idealismo casi ingenuo y la dubitativa resignación frente al estado de las cosas, citando con descaro desde la evidente Fight Club (David Fincher, 1999) a las Tesis de abril de Lenin, es un punto de partida más que fructífero para reubicar nuestra mirada y posición hacia ellos.

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