SEMPRE XONXA, de Chano Piñeiro

El nacimiento de una nación

Escribo esto porque un día por gmail llegó el encargo de hacer “una crítica de Sempre Xonxa”, pero es difícil sacar adelante una crítica de Sempre Xonxa, treinta años después, sin sentir que en los dedos late un pulso de impertinencia; una cierta gravedad. Pero en eso estamos. Lo que viene ahora no es tanto una crítica como una sucesión charlatana de reflexiones breves y nebulosas que dan vueltas enfurecidamente alrededor de una rotonda –siendo esa rotonda la película– mientras se pitan e insultan las unas a las otras y no dan llegado a ningún tipo de entendimiento.

1.

Sempre Xonxa. Hm. Reacomodar meditativamente el culo en el asiento cuando se escucha la banda sonora primitiva de su prólogo, ese chan-chan de juegos infantiles, es como medir el frame que inmortalizó una fábrica en Lyon. A lo mejor porque Sempre Xonxa no es tanto una película como eso que entre suspiros podríamos llamar un trozo de historia. Un hito que, antes que artístico, es hito por sí mismo; materia de relato. No estamos hablando de Sempre Xonxa por Xonxa ni por Birutas o por Pancho, como no hablamos tampoco de ella por la fotografía de Miguel Ángel Trujillo ni el montaje de Cristina Otero. Hablamos de ella –escribiendo esto, por ejemplo– por el hecho nada simple de haber sucedido; por su existencia.

2.

La existencia es una manía muy gallega, desde aquel que, por encima de tópicos historicistas, prefería acogerse a la “energía étnica que vive en los limos de la conciencia nacional de Galicia”, a aquel otro que se preguntaba: “¿Es fiable el carbono 14? ¿Es nuestro antepasado el hombre de Orce?”. Golpeando en el tema, Chano Piñeiro quiso poner su particular piedra contra la extinción y por eso Sempre Xonxa fue un largometraje rodado en gallego cuando no existían largometrajes rodados en gallego. Verla hoy es ver un nacimiento; uno menos traumático que lo de la Domus pero igual de vertebrador en la memoria colectiva. Esta facultad seminal le regala un aura; justo lo que mejor le cuadra a una película para convertirse en intocable, como una pieza de museo; algo sobre lo que la construcción “escribir una crítica” deja de tener sentido porque solo cabe reconocer su existencia como hecho antes que cosa, y discutir la densidad de su huella en la lama generacional que nos tocó a los demás en legado.

3.

En términos estéticos, desconozco cual puede ser la vigencia de esta película en el sentir millennial. Sí sé, en cambio, de su éxito intelectual. El 11 de octubre de 2019, la periodista María Yáñez publicaba un artículo en medio digital Vinte sobre el último estreno de Óliver Laxe. Se titulaba así: “O que arde. La película acontecimiento que nuestra generación necesitaba”. Si la condición primitiva de Sempre Xonxa le confería un aire ritual a su proyección en Cinegalicia, y un fondo mismo esotérico su manía de existir, el primer párrafo del artículo de Yáñez sobre el filme de Laxe –de pronto, una secuela espiritual– no deja lugar la dudas sobre la continuidad umbilical del fenómeno: “Este fin de semana todos tenemos una cita histórica con el filme de Óliver Laxe en las salas de cine. No le fallemos al hype y acudamos en masa, como hicieron nuestros padres hace ahora 30 años con Sempre Xonxa.” Todo folclore está en el deber de dialogar con su propia importancia; he ahí que este irónico llamamiento a ir a misa certifique la supervivencia intelectual de Cinegalicia.

4.

Vista hoy, Sempre Xonxa es un apreciable western pailán con cierto talento para el erotismo fructívoro y una insistencia algo chapucera en samplear motivos de la literatura mágica en medio de su trama de Bettys y Verónicas masculinos. Desde luego, nada que vaya a impresionar a ningún francés, pero cualquier comparación con la imaginación evidentemente superior de Laxe es improcedente en claves estéticas. Lo que Yáñez señalaba, con razón, es un relieve sociológico movido por el hambre que las naciones tienen por registrar mitos. Laxe abre su última película con unas imágenes tremebundas de aplastamiento forestal, exhibiendo un músculo formal que lo ponen a la altura de los grandes creadores de imágenes de terror, mientras que Piñeiro cerraba la suya opera prima con una secuencia aérea espantosa por motivos involuntarios. Tanto da; al final, su valor está fuera de la diégesis y dentro solo del campo intelectual que estudia la cultura como un gimnasio para la autoestima de los grupos. Eso que Daniel Bell llamó «el proceso continuo de sustentación de una identidad mediante la coherencia lograda por un consistente punto de vista estético, una concepción moral del yo y un estilo de vida que exhibe esas concepciones en los objetos que adornan nuestro hogar y a nosotros mismos, y en el gusto que expresa esos puntos de vista».



5.

(Daniel Bell me parece soporífero y es uno de los autores a los que solo leí por deber en la universidad; pero, si lo pienso, la primera vez que vi Sempre Xonxa fue incitado –también– por profesores de la facultad a los que se les deshacían los ojos hablando de la película y que en lugar de Chano Piñeiro decían Chano a secas, dejando claro que lo habían conocido en vida sin que viniera mucho al cuento. Hay cosas que marcan.)

6.

Si hay alguien leyendo este texto no es porque Sempre Xonxa sea una película floja o brillante, sino porque fue uno de esos clásicos instantáneos propulsados por una energía endémica: la alegría de autocelebrarse. Del mismo modo, si hay alguien leyendo este texto –una supuesta crítica de Sempre Xonxa, treinta años después–, no es porque esté interesado en saber si es una película que patatín o que patatán –quien leía esto ya asumió hace tiempo si patatín o si patatán–, sino porque la razón de ser del texto está vinculada a esa misma autocelebración en forma de efeméride.

7.

Todo se contagia. En lo tocante la continuidad, las nuevas generaciones encontraron en el DIY y en el asociacionismo dominios útiles para sobrevivir. El legado de Cinegalicia está en esa tensión ya comentada entre la actividad artística y el propio concepto de importancia. La fuerza de seguir reafirmando su existencia, los grupos musicales que participaron en las tres ediciones del Galician Bizarre –por poner un ejemplo que me es próximo hasta a mí– pueden crear y resistir gracias a la cultura del acontecimiento, que no viene siendo más que una reafirmación del yo a través de golpes de efecto mediáticos o comerciales.

8.

La escritura visual de Piñeiro es irrelevante a los ojos de quien mira la película como preludio inevitable de una siesta –espectadores seniles de la TVG o estudiantes de la USC tutorizados por profesores que dicen Chano muchas veces–, pero también a los ojos de sus fans. Para el tejido intelectual gallego, la importancia de  Sempre Xonxa, como la de O que arde, es técnica, no plástica. Las crónicas de Cinegalicia subrayaban por encima de todo el carácter histórico de la cita, y los premios en Cannes de Laxe son aplaudidos porque 1) van para casa y 2) hacen bonito. Es lo que tiene sistematizar una cultura, que crea gana de prestigio. Muchas de las palabras fetiche del pensamiento sistémico gallego –la primera de ellas, ‘normalización’– procuran llevar la singularidad del nicho al mainstream. Es el último giro semántico del tan discutido concepto del autoodio: una contracultura que rabia por dejar de ser contra y solo quiere ser cultura, a poder ser dominante. Tirando de este hilo, para luchar contra la irrelevancia desde el sistema solo cabe ser más sistema que el propio sistema. Tanto el Cinegalicia de 1989 como los festivales de música que se hacen hoy en el país desde ambitos autogestionados –No tengo mamá, Saumede, ¡Pelea!, etc.– juegan con un reclamo que, mal que les pese, es puro capitalismo: la ansiedad de estar ahí, ese gusto narcótico que da saberse parte de algo, y más en concreto de algo que mola. Así se va sembrando una nación, también; pues una cultura no deja de ser el fruto de una buena colección de ansiedades históricas bien nutridas.

9.

La ansiedad por estar ahí afecta también a este texto. Como ya se apuntó, no estamos hablando de Sempre Xonxa por triangular una historia de amor emigrante o hacerle coquetear con el realismo mágico, como tampoco hablamos de ella por la inventiva piñeirense para suavizar la falta de recursos con una puesta en escena limpia o la incuestionable simpatía de filmar un parto casi-casi como un alivio fecal. Hablamos de ella –escribiendo esto, precisamente– porque algún organismo público accedió a financiar una efeméride; y en esa (auto)celebración estamos unos cuantos; todos juntos, y profesionales, facturándole dos cifras a la diputación y haciendo lo que hay que hacer por siempre jamás, por Xonxa, por Piñeiro, por la Cultura y por Galicia: estar ahí –o sea, aquí– y figurar.

10.

Tal vez sea ese el sentido último de una película cantera, que abrió paso entre las penas de la Transición; inolvidable por su condición natalicia y condenada, justamente por eso, a ser anécdota infinita –el sintagma funciona también como definición alternativa de efeméride. Sempre Xonxa creó un espacio para que, treinta años después, sigamos hablando de lo que representa. Y merece la pena tener esa conversación por más que sea inevitable caer en precipicios meta. Si el western fue la forma que los EEUU eligieron para contarse a sí mismos la Historia, tiene sentido que Sempre Xonxa, uno digno western de ‘palleiro’ con alguna que otra explosión de azúcar, fijara un consenso estético de Origen. Como en todas las buenas películas del Oeste, lo importante está en el horizonte. Ese encuadre –que está fuera de la película, fuera de las imágenes– supo hacerlo bien Piñeiro, y prueba de ello es que estamos hoy aquí, repartiéndonos la tarta de su aniversario.

Diseño de Montse Piñeiro

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