SHOPLIFTERS, de Hirokazu Koreeda

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LA TRANSMISIÓN FRENTE A LOS LAZOS DE SANGRE

Lo último de Koreeda, 万引き家族 (Un asunto de familia, 2018), nos sitúa muy rápidamente en un núcleo familiar algo distinto al de las acomodadas películas recientes del nipón. Lo fácil sería decir que bebe del neorrealismo italiano, pues estamos hablando de un grupo que vive de pequeños hurtos para sobrevivir y de trabajos esporádicos, pero creo que estaríamos equivocados, pues la historia del japonés tiene un tono que se hermana más con cierta tradición literaria de su país, por la que han transitado grandes autores como Natsume Soseki y Yukio Mishima y que encontraría ahora a sus representantes más populares en Haruki Murakami o Jiro Taniguchi en la novela gráfica. Comparte Hirokazu Koreeda con todos ellos la voluntad de ser cronista de su tiempo, pero sin los alardes de la gran historia o de la crítica social, nunca desde lo macro, sino desde lo micro, y ahí es donde Un asunto de familia nada tiene que ver con el neorrealismo. Su voluntad es costumbrista e intimista, como viene siendo habitual en la fórmula ensayada en las cintas del realizador, pero en este caso toca en la fibra como no lo hacía desde hace años. Habrá que ver por qué.

En primer lugar, Koreeda perfecciona un tema en el que viene insistiendo como mínimo desde 誰も知らない (Nadie sabe, 2004), que es el de la infancia desprotegida, y que dio un giro muy preciso en そして父になる (De tal padre, tal hijo, 2013), germen de esta que nos ocupa. El acto que inicia la trama es la adopción de una niña que la familia encuentra abandonada. La acogen con alegría y pronto comienzan a hacerla partícipe de sus prácticas delictivas y de otras costumbres de espaldas a la sociedad. Koreeda recalca la pregunta de qué es más importante, si la transmisión paternofilial y la camaradería de un grupo cohesionado con valores compartidos, o los lazos sanguíneos, que parecen marcar tanto en su sociedad. El tercer acto del filme ofrece un giro que ahonda en esta cuestión y aporta al cineasta la posibilidad de flirtear con otros géneros, un poco en la línea de 三度目の殺人 (El tercer asesinato, 2017), sin tener que plegarse por completo al thriller. Éste es el triunfo de la cinta y la razón principal por la que Un asunto de familia resulta superior a sus predecesoras: el guion depurado en una fórmula ya ensayada. Koreeda parece quitar todo el melo en este caso y quedarse solo con lo profundamente dramático sin estridencias. No hay el casual aleccionamiento de De tal padre, tal hijo, aunque pueda existir la misma reflexión temática; ni rastro de ñoñería, incluso si la ternura que desprende es incluso superior que en 海街 (Nuestra hermana pequeña, 2015). Simplemente, estos son los frutos recogidos de una trayectoria insistente en la que parece hacer siempre la misma película con variaciones, pues Koreeda es uno de esos autores que, como Woody Allen o Éric Rohmer, juegan en esa liga. Y pongo a estos dos de ejemplo porque solemos también alabar de ellos sus libretos, olvidando muchas veces que también dan instrucciones a sus directores de fotografía. Es el caso muy claro de Koreeda.

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El cineasta del rostro

Cuando comenzamos a conocerle en Occidente, una de las primeras comparaciones, de nuevo por fácil, fue con Yasujiro Ozu. Mucho se insistía con esto en las críticas –o al menos así lo recuerdo– de la también destacable 歩いても 歩いても (Caminando, 2008), para mí su otra obra maestra, una película que podemos considerar de hipercostumbrista –quizás de ahí las comparaciones– y que tocaba de nuevo el tema estrella: el estudio del núcleo familiar. Con los años, podría parecer que esas formas incipientes de cineasta ordenado acabaron en descuido o que la forma en Koreeda fue perdiendo importancia. Quizás porque no luzca de buenas a primeras. Siendo cineastas muy separados en sus maneras, lo cierto es que Ozu y Koreeda creo que comparten algunas filosofías, por lo que conviene aquí citar las siempre sabias palabras del maestro. Al hablar de su “heterodoxo” método, como él mismo lo definía, describe así la primera situación en la que lo ideó:

En una habitación de estilo japonés las personas se sientan en una determinada posición, casi fija. E incluso si se trata de una habitación más espaciosa, por ejemplo de unos diez tatamis, el área de maniobra de la cámara es muy limitada. Aparte de esto, si queremos ceñirnos a la regla, el fondo que tiene detrás un personaje siempre será un fusuma o el pasillo que va hacia el jardín. Yo no era capaz de expresar con eso la atmósfera que quería transmitir. Me encontraba tan limitado por las reglas que, cuando me atreví a saltármelas, entendí que non eran reglas absolutas. (…) Muchas veces ignoro la gramática del cine. No me gusta darle demasiada importancia a la teoría, pero tampoco me gusta descuidarla. Será capricho mío, pero yo valoro las cosas en función del simple hecho de que me gusten o no”1.

Y más adelante añade que “existe la sensibilidad, no la gramática”. No teniendo Koreeda estos gestos tan reconocibles como Ozu, lo cierto es que que cuando se pone ante la cámara creo que piensa exactamente lo mismo: “qué ángulo me permite expresar lo que requiere la escena”. Y la respuesta que busca siempre es escarbar en la intimidad de sus personajes. Siendo este último un trabajo especialmente coral, brilla sobre todo el primer plano, en el que, contrariamente a la fórmula frontal de Ozu, Koreeda encuentra angulaciones muy próximas a las caras, en escorzo, con ligeros picados que no reclaman protagonismo pero permiten captar de reojo alguna expresión de los actores, muy bien dirigidos en su conjunto.

Es otro tópico destacar la delicadeza de los japoneses para estas cuestiones, así como su marcada vertiente espiritual, pero no podemos obviarlo. Está ahí en muchos cineastas, pero si en otra tan popular como Naomi Kawase decide ejecutarse en relación al mundo sintiente que la rodea –el sintoísmo en ella es muy marcado– esta espiritualidad en Koreeda es de naturaleza más budista y calma, interior y queda. Donde en Kawase hay misterio y fantasía, en Koreeda se produce un vínculo emocional entre las personas que huye de misticismos. El tiempo de Kawase es eterno, Koreeda es un cineasta del aquí y ahora, un hombre que capta el siglo XXI. Y, de nuevo, en este vínculo la cámara tiene mucho que decir. Hay algo inmanente que logra capturar muy bien y que mantiene unida a esta familia. Y esto no puede expresarse con palabras, solo lo opera la sensibilidad, que no gramática, del cine filmado por los más grandes.

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1Ozu, Yasujiro, en La poética de lo cotidiano. Escritos sobre cine, Gallo Nero, 2017, pp. 67-70.

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