CUERPOS EN DESINTEGRACIÓN

Es curioso que la 45ª edición del festival de Sitges haya estado dedicada al fin del mundo, gran tema del año pasado, con filmes como 4:44 Last Day on Earth (Abel Ferrara, 2011) o Melancholia (Lars von Trier, 2011); cuando en realidad esta vez los temas que se advierten son otros y muy variados. El central (que ocupará esta primera crónica de una serie) es una vuelta a la fisicidad, entendida como herramienta para hablar de la podredumbre que, como a los cuerpos de los protagonistas de Cronenberg o Ratanaruang, está descomponiendo un sistema en crisis.

El filme más preciso de la selección al tratar este dilema, por su medida puesta en escena, la profundidad de sus diálogos y la física interpretación de un Robert Pattinson en paulatino cansancio hasta su anulación, es Cosmopolis (David Cronenberg, 2012); de la que Iván Villarmea ya dio buena cuenta de sus virtudes en esta revista. En esencia, el realizador canadiense está hablando de la descomposición del sistema capitalista a través del cuerpo y alma del protagonista, que ejerce su poder de control de modos muy diversos con los distintos personajes que circulan por su limusina. La grandeza de la sutil puesta en escena radica en saber variar el plano-contraplano en un espacio tan cerrado como un automóvil para transmitirnos estas distintas formas de relación entre amo y subyugado. Cobra especial relevancia la mirada claramente (y conscientemente) falocéntrica y posesiva que el autor de Crash (1996) imprime en el personaje de Pattinson hacia los roles femeninos.

Esta mirada, crítica en el caso de David Cronenberg, está presente de una manera más o menos inconsciente en un gran número de cintas de la selección, a veces de manera preocupante. Parte del placer que este cronista experimentó con The Lords of Salem (Rob Zombie, 2012), el filme de terror más acertado del festival: gótico, excéntrico, demencial, desatado, recargadísimo y muy personal, se puede decir que fue un placer culpable. El éxtasis estético provocado por la película parte de una explotación muy singular (bendita música del propio Rob Zombie) de la imaginería de la brujería u el satanismo, apropiada por el director para crear un conjunto de secuencias de creciente tensión, con una historia mínima que podría contarse en una página. La mirada del realizador hacia el cuerpo progresivamente poseído de la impresionante actriz Sheri Moon Zombie (su pareja en la vida real), es la de la lascivia, la del demonio violador del filme; que en una de las escenas más demenciales y poderosas de este portento visual, lanza a la intérprete dos tentáculos de clara naturaleza fálica, que ella recibe con convulsiones en un estado de trance. La protagonista Heidi Hawthorne se dirige también a su autodestrucción involuntaria debido a una maldición, lanzada a sus antecesores por sus abusos en el ejercicio del poder.

Cando no hay justicia, hay que inventarla. El policial de Sitges 2012 ha parecido entenderlo bien. Headshot (Pen-ek Ratanaruang, 2011) y Seven Psychopaths (Martin McDonagh, 2012) son buenos ejemplos de cómo llevarse a unos cuantos malos por delante en el camino a la automutilación. En el filme tailandés, Nopporn Chaiyanam recibe un tiro en la cabeza siendo policía que le hace ver el mundo al revés. Desencantado con el cuerpo e incapaz de llevar a la cárcel a los criminales por un sistema judicial empodrecido, decide unirse a una banda de asesinos a sueldo de corruptos. Con el motivo visual de la imagen invertida y una narración intricada a base de analepsis e prolepsis, Pen-ek Ratanaruang realiza un noir profundamente político, que reflexiona sobre los límites de la superioridad moral.

Entre sus recursos narrativos, las preciosas curvas de Chanokporn Sayoungkul, promiscuo y sumiso objeto de deseo que, como dice Colin Farrell en Seven Psychopaths analizando el género, “está ahí para morir”; lo que marca un nudo de trama más que previsible. Ahí está el error que no redondea el filme de Ratanaruang: la necesidad de encajar todas las piezas de la trama como si el guión fuese un mecanismo de relojería, sin dejar que la realidad entre en el último tramo del filme; la autoimposición de ceñirse a unas pautas de la tradición del policial ya conocidas.

Entre estas pautas, como nos recuerda la película de Martin McDonagh, está el uso de la mujer como mera herramienta narrativa y del placer estético para el hombre. El tercer largo del autor de In Bruges (2008) es una divertida y descabellada comedia sobre un grupo de asesinos atontados de mafiosos, que recuerda mucho a Snatch (Guy Ritchie, 2000). También es un buen ejercicio metanarrativo -otra constante del festival- que funciona como lectura crítica del género.

Pero los mafiosos más políticos del certamen -fuera de esta categoría de la destrucción corporal- son los de Takeshi Kitano en Outrage Beyond (2012). Con un estilo muy seco y violentísima, recordando mucho narrativamente a la estructura de informe de la referencial saga The Yakuza Papers, de Kinji Fukasako; el principal acierto de Kitano está en equiparar los mecanismos de la yakuza con los de una gran corporación capitalista. En reuniones en los que los jefes se refieren a sí mismos como ejecutivos, los más viejos se quejan de que para sus nuevos líderes “solo cuenta hacer dinero” fronte a los “juramentos hechos con sake”. Las relaciones de confraternidad con la policía y los políticos, sustentadas solo para sacar beneficios comunes de las actividades delictivas, no parecen encajar en la mente de Otomo, yakuza de los de antaño, que va a irrumpir en la festa para aplastar con furia la tarta que se está repartiendo. Al fin y al cabo, Outrage Beyond habla de la carencia de integridad de las instituciones contemporáneas.

Spring break foreeever… El ocio como meta

Aunque poca también es la integridad de James Franco y sus adolescentes gamberras en Spring Breakers (Harmony Korine, 2012); o la de los campistas reconvertidos en una suerte de Bonnie y Clyde de Sightseers (Ben Wheatley, 2012). Harmony Korine no solo habla de la caída a los infiernos de un criminal de poca monta que encandila a unas chiquillas en su universo de ostentación hortera y ocio desenfrenado a toda costa; tambén está haciendo un retrato muy contemporáneo de una cultura del ocio de cierta generación de norteamericanos. Las protagonistas conocen al personaje de Franco en unas vacaciones en la universidad -la “spring break” del título, práctica habitual en California, que consiste básicamente en varios días de fiesta ininterrumpida-. Sus prácticas habituales, sus sueños y expectativas para ese retiro de la rutina, consisten en desfasar continuamente. No hay otros horizontes, en un filme que no tiene reparo en usar texturas de móvil y cámaras compactas digitales, aplicarles morphing cuando las protagonistas están drogadas, jugar con la música pop de Britney Spears y las Spice Girls en escenas de extrema violencia, copiando la estética y el montaje de un videoclip… En definitiva, resulta incluso aburrida por lo realista que es. Las actrices protagonistas parecen un grupo de amigas snobs insoportables y descerebradas, con el mismo lenguaje y maneras de actuar que uno puede encontrar en las calles de cualquier ciudad occidental. Y, sin duda, con todos los recursos citados que despliega, está más que pegada a la generación y cultura que retrata. La estructura narrativa del filme es cíclica y repetitiva, en bucle. Es como un filme que dura cinco veces veinte minutos, con James Franco coma el poeta de unas imágenes de la descomposición corporal y neuronal que su personaje experimenta. Es el filme del hastío, lo que provoca esta actitud vital en este cronista, que bostezó en buena parte del metraje, pero salió de la sala pensando que se encontraba ante una de las películas más necesarias de la selección, pues es la que retrata de un modo más rompedor y preciso la cultura del placer de fin de semana para la que muchos adolescentes occidentales parecen dedicar todos sus esfuerzos.

Sightseers es más negra que el carbón, muy british, es infinitamente más disfrutable. Filme libre y desenfadado, que casi pareciera no tener un guión sólido de lo sutil que es, narra los asesinatos de una pareja que recorre la campiña británica en su caravana. Estos dos son los despojos de una sociedad a la que detestan, y sus víctimas simbolizan el éxito que no han podido alcanzar. Actúan por la adrenalina y la liberación que les supone destruir lo que les resulta inalcanzable, y lo que se les recuerda cada día que nunca alcanzarán. Además de tener unas imágenes cautivadoras del campo inglés, el principal valor de la cinta radica en sus dos espléndidos protagonistas, que escriben sus propios diálogos. Ben Wheatley se confirma, tras Down Terrace (2009), que también se pudo ver en el festival, como uno de los directores con más sorna e inteligentes del Reino Unido, a la hora de aplicar el género y la comedia para realizar comentarios sociales de un pecado tan inglés y malsano como la envidia.

Pero si tenemos que hablar de la destrucción corporal, quedan aún otros filmes que tratan el tema de un modo frontal. Tal es el caso, por citar solo los más destacables, de Motorway (Pou-Soi Cheang, 2012), Excision (Richard Bates Jr., 2012), Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012) o Dreams From a Petrified Head (Daniel Ouellette, 2012). El primero es un hipnótico filme hongkonés de persecuciones en coches entre policías y criminales; físico, poético y violento (aquí los choques duelen en la propia carne). El protagonista sabe que acabará estampado contra un muro, pero no puede evitar la excitación de conducir, única actividad que lo completa, en una vida anodina, en un contexto en el que parece no encajar.

Camino parecido es el que recorre Pauline con sus mutilaciones -en su propio cuerpo y en los de otros- en Excision, filme que comparte cierta visión del erotismo femenino adolescente con Jack and Diane (Bradley Rust Gray, 2012). Su protagonista, obsesionada y trastornada por la exclusión social, parece encontrar en el dolor físico autoinfligido la única vía para sentirse viva, una suerte de masturbación masoca que se apodera de ella de manera insidiosa.

Igual de desesperados por ser alguien están los clientes de Syd (impresionante Caleb Landry Jones) en Antiviral (Brandon Cronenberg, 2012), futuro próximo en el que te puedes infectar voluntariamente con las enfermedades y deformaciones de gente famosa, que tienen sus marcas, como si de una colonia se tratase. En una trama llevada hacia el noir, al traficar el protagonista con estas sustancias al margen de la empresa para la que trabaja, lo más interesante del filme de Brandon Cronenberg es, curiosamente, la exposición de una “nueva carne” que tan famosa ya hizo al padre. Las comparaciones son inevitables, en un filme que no obstante muestra una personalidad propia, de un cineasta que seguramente tendrá mucho que decir en el futuro.

Más inadvertida pasó Dreams From a Petrified Head (Daniel Ouellette, 2012), cuando en realidad contiene una frase que podría resumir el contenido de toda esta crónica: “El ser físico existe para nosotros. No debería ser visto como una carga, sino como una bendición”. Centrada en la resurrección de conciencias dentro de cuerpos sintéticos para que realicen tareas de todo tipo para los pocos seres humanos que quedan en el planeta, la película propone la interpretación más radical de todas en cuanto a la relación con lo físico se refiere. La separación filosófica clásica de cuerpo y alma se utiliza aquí como metáfora de una contemporaneidad que está perdiendo la experiencia de tocar, en la que las relaciones virtuales cuentan tanto ya como las corporales; un mundo en el que un tuit puede ser el nacimiento de una revolución, en el que las ideas están almacenadas en una nube de datos, no en la superficie táctil del papel.

Esto ha parecido comunicar, entre otras líneas, una edición de Sitges en la que el cuerpo muta y desaparece, obteniendo una naturaleza casi metafísica y violentamente poética.

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