EL TERROR BUSCA PSICOANALISTA

Animada por el fetichismo de la fecha (2012) y una proliferación cuantiosa de películas con motivos apocalípticos en la producción cinematográfica mundial del último lustro (con igual recurrencia en el cine de género y en el de autor), el Festival Internacional de Cine Fantástico de Catalunya que se celebra en Sitges decidió consagrar su 45ª edición al fin de los tiempos. Sin embargo, parece que este año la cuantiosísima cosecha de cine de terror, fantástico y aledaños del certamen ha estado menos centrada en los temores del final absoluto y más en otras cuestiones. Entre ellas, el metalenguaje ha atravesado con su fuerza cuestionadora todas las secciones y, a veces de una manera más explícita que otras, ha reflejado así la necesidad que tiene hoy en día el cine de género de volver sobre sí mismo para buscarse, cuestionarse y reconocerse. Una necesidad de terapia psicoanalítica que el terror ha asumido como estrategia de supervivencia.

TEMAS

¿Qué otra cosa sino una preocupación de cara al futuro/presente ejerce de motor, propiciando movimiento desde el interior, en The Cabin in the Woods (Drew Goddard, 2011)? A la vez homenaje, divertimento y llamada de atención sobre el devenir del género, la película de Goddard con Joss Whedon como co-guionista y productor no es solo el jugoso y dulcísimo caramelo para fans que anuncia su envoltorio, sino que también va cargado de gesto amargo. Como suele ocurrir en los guiones de Whedon, el campo está minado con metáforas y subtexto que, sin ningún disimulo, se ponen en primer plano a través de los diálogos entre Sitterson y Hadley (los personajes interpretados por Richard Jenkins y Bradley Whitford). Estos dos operarios trabajan en una gran institución dedicada a la creación de situaciones formulaicas de relatos de terror, entendiéndolas como rituales para el apaciguamiento de dioses primigenios; no es difícil ver a los propios Whedon y Goddard bregando con Hollywood para alimentar a un público sediento y hostil, que protesta y patalea si el rito no se lleva a cabo como él desea. Ambos trabajadores se lamentan por la escasa variedad de estímulos que les ofrece su trabajo diario. Pese a disponer de un kilométrico catálogo de monstruos y posibilidades temáticas, los resortes que deben activar son repetitivos y casi siempre los mismos. Lo cual nos lleva a una primera constatación: pese a que el cine de terror ha sido uno de los espacios tradicionalmente abiertos a la experimentación sin miedo a la sanción económica, cuando el género accede a un estatus mainstream queda devaluado, exento de eficacia y reducido a mera repetición de unos esquemas con la misma rigidez silábica de un sortilegio, que no se puede alterar o perdería su efecto.

Es precisamente esa alta densidad de arquetipos, códigos normativos y elementos consabidos que el género terrorífico carga sobre sus espaldas la que ha permitido el surgimiento de directores tan interesantes como Ti West, Hélène Cattet, Bruno Forzani, Paul China o Rodrigo Gudiño, que han hecho de los lugares comunes (más a nivel plástico y visual que argumental) la privilegiada materia prima de su cine. Creadores cuyas películas están más cerca del ensayo analítico del género que de una aportación heterodoxa pero reconocible. Los tres primeros solo estuvieron representados en Sitges 2012 por sus respectivas participaciones en las cintas colectivas V/H/S (VV.AA., 2012) y The ABCs of Death (VV.AA., 2012), dos ejemplos de lo importante que parece haberse vuelto la necesidad catalogadora para no perder la pista a los nuevos talentos que, desde todas las esquinas del mundo, han surgido en el terror durante los últimos años. Como dichos trabajos de West (por partida doble: participa en los dos ómnibus) y el duplo Cattet & Forzani no pueden ser considerados dentro de lo mejor de su obra, nos centraremos en los largometrajes de China y Gudiño como posibles prolongaciones de la exploración plástica y lingüística que realizaron aquellos autores en películas magníficas como The House of the Devil (Ti West, 2009) y Amer (Hélène Cattet & Bruno Forzani, 2009).

CÓDIGOS

En Crawl (2011) el británico Paul China lleva hasta Australia los códigos del slasher para someterlos a una deconstrucción despiadada. El infinito paisaje australiano ya acogió hace unos años la convicción de Greg McLean en Wolf Creek (2005), una actualización bruta y atmosférica del llamado American Gothic, pero la formulación de China es mucho más conceptual. Mientras que Wolf Creek no tendría ningún problema para ser considerada como una de las mejores películas de terror de 2005, el énfasis cerebral y abstracto de Crawl la convierten en un objeto mucho más problemático. No por su complicación argumental, ya que, fiel a la esencia más básica del género, su historia se resume en el acecho que un magníficamente caracterizado vaquero croata ejerce sobre una camarera encerrada en su casa. Esquema tan básico como reconocible. Lo interesantes es cómo el director traza las líneas maestras de la situación y después se dedica de forma obsesiva a experimentar con el ritmo narrativo y los límites de dilatación de la tensión; a jugar con la percepción de una amenaza evidente y cómo la anticipación de su llegada es mucho más escalofriante que la consumación del acto en sí. Una propuesta que, por ejemplo, enervó a gran parte de los espectadores que asistieron al único (¿por qué?) pase de la película en el festival, necesitados de la catarsis del derramamiento de sangre para obtener satisfacción de la experiencia. Como les ocurría a Sitterson y Hadley en The Cabin in the Woods, los caminos mayoritarios del terror actual, donde la pornografía de la crueldad refinada es la última tendencia hegemónica, tapan el recuerdo y el mero planteamiento de otras posibilidades. Y es que el asesino croata de Crawl y sus movimientos, parsimoniosos hasta lo exasperante (se trata de pasar un mal rato, ¿no?), tienen antecesores directos tan distinguidos y popularmente alabados como el Michael Myers de John Carpenter, pero hoy en día su réplica ha quedado limitada al estudio analítico.

Si Crawl explora los márgenes de la tensión y la dilatación temporal, el interés de Rodrigo Gudiño está en el diseño artístico y la captación de ambientes, como ha demostrado primero en su reconocida carrera de cortometrajista, con obras como The Eyes of Edward James (2006), The Demonology of Desire (2007) o The Facts in the Case of Mister Hollow (2008), y ahora ha trasladado a su debut en el largo: The Last Will and Testament of Rosalind Leigh (2012). La longitud descriptiva de los títulos que Gudiño suele poner a sus trabajos ya da una primera pista sobre lo mucho que disfruta el realizador simplemente moviéndose a lo largo de espacios, como si hiciera registros documentales de escenarios con una especial inclinación hacia el terror gótico y el reposo de estatuas inquietantes. De los 82 minutos que dura su primer largometraje, es probable que más de 60 estén dedicados de forma exclusiva a encuadrar desde distintos ángulos el desquiciante número de esculturas de angelotes que acumulaba en casa la fallecida Rosalind Leigh, cuya memoria y último deseo resuenan mientras su hijo Leon acude a la mansión para prepararla de cara a la venta. El director maneja la atmósfera y los elementos de desasosiego sobrenatural (aderezados con una importante carga religiosa) con técnicas de obseso materialista, descendiendo hasta un elemento estructural del género de terror tan básico como el diseño artístico, la disposición de decorados y localizaciones. Ha reducido el cine terrorífico a la filmación de una forma determinada de objetos inanimados que, por su simple presencia y la carga cultural que acarrean tras años y años de otras historias, ya resultan aterradores. Naturalezas muertas del horror.

Siguiendo una lógica de mutilación anatómica (y nada parece más adecuado para un festival como Sitges, paraíso de la casquería), en la Sección Oficial también pudimos ver otra película que ejerce el despiece de los elementos lingüísticos para quedarse, en esta ocasión, con los efectos de sonido. Berberian Sound Studio (Peter Strickland, 2012) es un homenaje con todas las de la ley al cine giallo italiano donde, curiosamente, el objeto homenajeado permanece la mayor parte del tiempo fuera de campo… visual. Toby Jones interpreta a un ingeniero de sonido británico con experiencia en los documentales campestres que, en pleno apogeo del giallo durante los años 70, viaja hasta Italia para trabajar en una película de terror. Mediante la dimensión descriptiva del film de Strickland conocemos algunas curiosidades acerca del trabajo con los efectos de sonido en aquellas películas, pero lo más interesante llega en el momento en que la diégesis se rompe, los fotogramas se desgarran como el cuerpo de una víctima más y la pantalla queda a merced de una plétora de formas fílmicas que devoran la narración en un momento de frenesí vampírico. Inmediatamente llegan a la mente recuerdos del materialismo fílmico entendido como fuente de horror absoluto en Arrebato (Iván Zulueta, 1980) o Inland Empire (David Lynch, 2006). Aunque Berberian Sound Studio no alcanza a medirse con tan inagotables referentes, parece que sea más bien por un problema de concreción que de falta de capacidad en su autor. Para el tema que nos ocupa, la búsqueda de autoafirmación del género mediante la exploración analítica y la puesta en duda de sus distintas dimensiones artísticas, resulta un ejemplo perfecto.

ACTUACIONES

Haciendo repaso, podemos ver que hemos hablado de películas que cuestionan las inercias argumentales del género, su peculiar uso del tempo narrativo, la importancia de los elementos ambientales y la trastienda de los efectos de sonido. ¿Qué ocurre con los actores? El arte de la actuación también tuvo un protagonismo sobresaliente en dos películas que actuaban como el sentido homenaje de sus directores hacia los actores y actrices que han ayudado a hacer realidad sus filmografías. Porque, entre otras muchas cosas, Holy Motors (2012) es un lienzo casi en blanco que Leos Carax entrega a Denis Lavant envuelto en papel de regalo para que dé rienda suelta a toda la expresividad de su cuerpo y sus gestos. En Vous n’avez encore rien vu (2012), Alain Resnais hace algo parecido con la troupe que congrega, compuesta por sus fieles Sabine Azéma, Pierre Arditi y Anne Consigny, y amigos más recientes o antiguos como Mathieu Amalric, Hippolyte Girardot o Michel Piccoli. En una extraordinaria superposición de capas narrativas, los actores y actrices se interpretan a sí mismos mientras asisten a la proyección en vídeo de una representación moderna de la obra de teatro Eurydice, de Jean Anouilh, que ellos mismos han interpretado en el pasado. Asaltados por un ímpetu fantasmático, empiezan a declamar los papeles de sus personajes al mismo tiempo que la grabación, alternándose y aportando matices personales, intransferibles, a cada palabra. La magia de la interpretación queda así solidificada entre los pliegues de un montaje juguetón e imaginativo (Resnais no para quieto y añade nuevas ideas visuales con cada escena) que, en bella correlación con la obra representada, contiene una historia de amor fantasmal más allá del tiempo.

Por último, hacemos una obligada mención a Seven Psychopaths (Martin McDonagh, 2012), dado que la nueva película del director de In Bruges (2008) está consagrada, precisamente, a una intensiva sesión psicoanalítica sobre el propio cine, que en su caso es el thriller de acción de Hollywood, en vez del terror. No obstante, ya en las películas de Carax y Resnais la coartada fantástica para su inclusión en la programación de Sitges resulta un tanto, por decirlo de una manera suave, quebradiza. Lo cual nos lleva a nuevas dudas: ¿qué señas de identidad son las mínimas para encuadrar a una película dentro del cine de terror o fantástico en plena era de la hibridación de géneros? ¿Será esa una de las causas fundamentales de la crisis de identidad que ha llevado al terror a buscar terapia?

Comments are closed.