SITGES 2013 (1/4): WE ALL DIE IN THE END

Se supone que la función de un programador es la de juntar títulos para producir un discurso. Atendiendo a este principio básico, se puede afirmar que el equipo de Sitges ha tenido las cosas muy claras para trazar las líneas definitorias de este 2013. Hemos advertido al menos dos muy claras e interlazadas, y otros tantos apuntes que dialogan con temas de pasadas ediciones. Por lo rico de la propuesta, dividiremos nuestra cobertura de este año en cuatro partes, publicadas a lo largo de dos semanas, para abarcar buena parte de las películas que pudimos ver allí.

__________

El primer gran tema de Sitges 2013 lo intuimos con Monsoon Shootout (Amit Kumar, 2013), se asentó con The World’s End (Edgar Wright, 2013) y lo confirmamos definitivamente con Only Lovers Left Alive (Jim Jarmusch, 2013). Este filme de vampiros – el más poético, realista y contemporáneo que haya dado el cine reciente – puso de acuerdo a toda la crítica. Junto con The Congress (Ari Folman, 2013), las dos películas fueron las que más gustaron en el festival y, curiosamente, son también las más representativas de esta primera línea programática. Nos referimos a una suerte e determinismo fatal, que conduce a la destrucción inevitable de alguna, o todas, las partes involucradas en las historias. Hay en estos filmes una sensación, flotando en el aire, de fin de la civilización; de encontrarnos ante un callejón sin salida o, por lo menos, de futuro incierto. Llámenlo crisis o como gusten. Opino que sería demasiado sencillo resumirlo así. Hay algo más detrás.

Por ejemplo, las criaturas de Jarmusch tienen un gran problema de acceso a la sangre, por la contaminación que existe en esta. Una ingesta de hemoglobina defectuosa podría causarles la enfermedad o incluso la muerte. El personaje de Tom Hiddleston, Adán, vive recluido en un edificio abandonado de Detroit. Cuando la ciudad duerme – y ya hace tiempo que sufre un acusado letargo – sale con su coche a pasear por los edificios en ruinas, que antaño albergaran las fábricas de las grandes marcas de vehículos utilitarios. De cuna y centro de la industria automovilística, a cementerio de elefantes, ideal como escondite de un vampiro. Como es habitual en su filmografía, Jarmusch brilla en estas secuencias en las que aparentemente no pasa nada. Sus hipnóticas imágenes podrían dejarnos atondados durante horas, mirando como Adán y su compañera Eva pasean por paisajes desolados, observándolos en su rutina diaria en la casa. Es en los fabulosos diálogos, apoyados por un plantel de actores espectacular (acompañan a Hiddleston Tilda Swinton, John Hurt y Mia Wasikowska) donde Only Lovers Left Alive adquiere además otra dimensión, la más poética y romántica, la más vampírica. Varias pistas apuntan a que estos dos personajes han sido los grandes transmisores de la cultura a lo largo de los siglos, erigiéndose en maestros en la sombra de grandes literatos, músicos, pintores o científicos. Los nombres bíblicos no dan lugar a duda. Adán y Eva son dos figuras míticas que siempre han estado ahí, dando forma a nuestro mundo. Y quien controla las historias, modula el pensamiento. Este otro elemento (que analizaremos en la segunda crónica como es debido) completa las múltiples lecturas de un filme complejo y profundo.

Lo mismo le ocurre a The Congress. Folman adapta la novela de Stanislaw Lem Congreso de futurología (1971) y la lleva al terreno de la industria cinematográfica. En un futuro próximo donde ya no habrá actores, sino versiones digitalizadas de estos, la actriz Robin Wright, encarnándose a sí misma, vende su imagen a la gran corporación Miramont. Como le dice el directivo que le vende la idea: “Queremos poseer esa cosa llamada Robin Wright”. El intérprete como marca, que se puede vender como cualquier producto. Más allá de la crítica a la maquinaria productiva de Hollywood, el filme indaga en el vacío de personalidad que puede sufrir un actor, al encarnar a muchos, pero no encontrar su yo propio. Todos compartimos, de un modo u otro, esa búsqueda identitaria. La frustración de no alcanzar ese yo ideal se ve sustituida por una versión idealizada de nosotros mismos, para soportar día a día nuestra realidad. A veces nos completamos a través de las historias de otros. El cine, como arte narrativo, llena ese vacío. Por eso, quien controla las historias, controla nuestras voluntades. Como dirá otro personaje más tarde, refiriéndose a las ampollas alucinógenas que te transportan a otra realidad paralela: “Consumes lo que quieres ser (…) Todo se trata del sentimiento”.

El filme se estructura en dos partes de casi idéntica duración, una de imagen real y otra de animación, que funcionan como espejo la una de la otra. El proceso de anulación de la voluntad de Wright se produce de forma paulatina y casi análoga en las dos situaciones, y alcanza en su epílogo un determinismo radical. Una bala en la cabeza, o autoengañarse. El final es bello, sin duda, pero es el placebo y consuelo de una sociedad dormida, que no sabe cómo despertar. Como en la trilogía de Matrix (Andy y Lana Wachowski, 1999-2003), la mayoría de los que habitan en el mundo de la fórmula química de la libertad, preferirían quedarse ahí atrapados que enfrentarse a la cruda realidad.

Algo parecido pasa en la pequeña localidad de The World’s End, New Haven. Metáfora de Inglaterra como pueblo, esta comedia – tibia según muchos por su ligereza – es, en mi opinión, uno de los mejores retratos que ha dado el cine sobre el carácter inglés. Un grupo de amigos rondando los 40 se reúnen en el pueblo de su adolescencia para completar una tarea épica irresoluta: hacer la ruta de los 12 pubs de la localidad, tomándose una pinta en cada uno. Seis litros de cerveza, en un día largo, no serían demasiado para muchos colegas ingleses que conozco. El síndrome de Peter Pan, esa reivindicación del etilismo constante, es lo que molesta a muchos, que no ven nada más allá del chiste. No es que esto sea nuevo en el trío Wright-Pegg-Frost. Tampoco es que el elemento fantástico se invente en esta entrega de la saga – en este caso autómatas llegados del espacio exterior, que convierten la propuesta en un cruce entre los Monty Phyton y La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956). La contribución de Pegg (guionista) no es cinematográfica, es más bien la de haber construido una pertinente metáfora de la starbuckización (término usado en el filme) de las culturas locales de Occidente. Algo que, como esos autómatas, hemos aceptado con gusto en pos del avance tecnológico, la comodidad y la eficiencia. El protagonista looser que nunca ha usado un smartphone, que conduce el mismo coche que a inicios de los 90 – la fecha no está escogida al azar, recordemos que el tatcherismo produce cambios radicales en la estructura económica del Reino Unido – al final resulta que va a ser el más listo de la clase. Quizás ser un hedonista que vive para la fiesta no sea lo más sano e inteligente del mundo, pero por lo menos siempre tendrás esa identidad. De nuevo, determinismo a tope. Una vez nos has descubierto, humano, conviértete o muere. Pero nada se interpone en el camino a una buena pinta.

To shoot or not to shoot

Esa dicotomía de la elección imposible es la que rige las estructuras narrativas de Monsoon Shootout (Amit Kumar, 2013) y Only God Forgives (Nicolas Winding Refn, 2013). Dos policiales con estilo propio, que colocan también a sus protagonistas en un callejón sin salida. En el primero, un agente de la ley recién incorporado al cuerpo, debe decidir si disparar o no a un sospechoso al que persigue. Kumar parece querer decirnos que no importa lo que haga. La película muestra tres posibles desarrollos dependiendo de si el policía dispara al aire, abate al delincuente o le deja escapar. En todas, alguien acaba herido o muerto. Las relaciones entre los personajes provocan precisamente este estallido de violencia por alguna de las partes. Los mafiosos, la policía, los políticos, los trabajadores del barrio, los constructores, las familias… Cualquier combinación de tipos y lugares conduce a la destrucción. Verdaderamente, el panorama que pinta Kumar de los suburbios de la India contemporánea es desolador. La película tiene un estilo visual ciertamente efectista, aunque muy contenido y elegante para tratarse del New Bollywood. Su gracia está en esa estructura narrativa a lo Rashomon (Akira Kurosawa, 1950) o, mejor dicho, a lo Hong Sang-soo – que también llevó película a Sitges, Nodoby’s Daughter Haewon (2013). Los tres relatos funcionan como sus famosas variaciones, ofreciendo los mismos lugares y personajes, pero con desarrollos distintos, y ordenados de manera diversa según corresponda. Un poco como un puzzle, que cada uno puede empezar a construir por donde le apetezca.

Contrariamente, la lineal Only God Forgives apuesta por impacto visual. Winding Refn es conocido por la deconstrucción de géneros. Aquí juega a diseccionar a golpe de katana los géneros negro y de artes marciales de Tailandia, pasando todo por el filtro metafísico de Andrei Tarkovsky, un poco como ya hacía el Valhalla Rising (2009). Cada vez tengo más la sensación de que lo que a este director le interesa es la experimentación formal, en una suerte de cruzada fetichista por imágenes cargadas de simbolismo, casi como si cada plano tuviese que ser una alegoría de algo. Lo que viene al caso en la crónica es el personaje de Vithaya Pansringarm, policía vengativo y metódico que desata la destrucción, uno a uno, de la organización mafiosa que encabeza Kristin Scott Thomas. Da igual lo incisiva que se ponga con su hijito. Les va a caer una buena. El espectador lo anticipa, y supongo que esa es una de las bases del gozo, para quienes han disfrutado con esta película.

Esa determinación cruel y metódica es la que les impone a sus hijas el padre caníbal de We Are What We Are (Jim Mickle, 2013). Hasta que la verdad no sale a la luz, el status quo se mantiene. Cuando una tormenta provoca un desplazamiento de restos de huesos humanos por el río, desde la casa de la familia al pueblo más cercano, el conflicto estalla. Acorraladas, las hijas tendrán que decidir si seguir al padre en su locura o aprovechar la oportunidad para escapar de su control – si es que quieren, o pueden, hacerlo. La cinta cocina la tensión hacia este final inevitable a fuego lento, de manera que cuando llega es más efectivo. Se toma un tiempo precioso y preciso en definir bien el contexto y la psicología de los personajes con espíritu de Southern Gothic y, una vez ahí, estalla.

Muy parecido a lo que hace Takashi Miike en Lesson of the Evil (2012). Director cada vez más apaciguado con sus últimas películas de samuráis, el clasicismo le está sentando realmente bien. El género aquí es otro, el del psycho killer. Un asesino, profesor teóricamente modelo, está a punto de ser desenmascarado por un colega. Para que no cante, decide deshacerse de él, pero un cabo suelto lleva al otro, y de ahí a una matanza en masa en el instituto. Como en We Are What We Are, todo arranca de forma pausada y rutinaria y, poco a poco, la narración va arrinconando a los personajes contra una escopeta y la pared. Las dos son películas de corte clásico, contenidas y ejecutadas con contundencia.

Y podemos seguir un buen rato con más callejones sin salida. El internado militar de Coldwater (Vincent Grashaw, 2013) es tan moralmente insoportable que el desenlace solo puede acabar con la matanza de los tutores o la de los internos; la impotencia que experimentan los personajes de Upstream Color (Shane Carruth, 2013) de no poder escapar a una vida programada, solo puede acabar con su anulación o el inicio de un nuevo futuro bajo los principios de la desobediencia civil de Walden; la pareja de colegas de Prince Avalanche (David Gordon Green, 2013) se dedica a un trabajo mecánico para olvidarse de sus penas sentimentales, y no pueden sino seguir conduciendo por esa carretera que nunca acaba, intuyendo que algún día tomarán el desvío adecuado; los campesinos de A Field in England (Ben Wheatley, 2013) no pueden sino caminar por esa campiña inglesa eterna y alegórica, en la busca del fin de la guerra; como tampoco podrán salir del bosque mágico – un claro purgatorio – los protagonistas de The Taking (Cezil Reed, Lydelle Jackson, 2013) si no abandonan sus instintos de venganza; como no pueden escapar de la voluntad suicida de su amo los miembros de la secta de The Sacrament (Ti West, 2013) – rodada, por cierto, como un reportaje televisivo sin respetar el formato, lo que la hace incongruente desde un punto de vista estético1.

Todas estas propuestas están marcadas por un determinismo muy negativo de cara o cruz, que nos deja sin defensa ante la barbarie y la incertidumbre que suelen aparecer al final de cada era – y claramente vivimos uno, en eso estas películas no se equivocan. Por eso es más necesaria si cabe, en este contexto, una película como La danza de la realidad (Alejandro Jorodowsky, 2013). El estilo onírico y cruel de su director se ve aquí lavado por la pátina purificadora de la infancia. El relato lo cuenta un Jorodowsky niño, y en su espíritu se parece más a un Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) que al del autor de El topo (1970) o La montaña sagrada (1973). Lo más interesante es el desarrollo del padre. Comienza como una figura autoritaria, de influencia stalinista, que poco a poco se obsesiona con la tarea de asesinar al dictador Ibáñez. Incapaz cuando por fin tiene la oportunidad, vuelve traumatizado a su pueblo tiempo después. Como es habitual en la imaginería de Jorodowsky (también el de los cómics) el objeto le sirve como metáfora. El personaje quema los retratos tanto de Stalin como de Ibáñez, en los que se ve vergonzosamente representado, y el suyo propio. El padre de la siguiente escena es otro. Pendiente de una identidad, quizás, pero renovado. Lo que intenta posiblemente decirnos Jorodowsky es que, en tiempos de crisis, no vale elegir A o B, la cara o la cruz de una misma moneda. Lo más inteligente – también lo más difícil – es preguntarse cuáles son nuestras bases, para poder redefinirlas. Así llega el verdadero cambio. Pero claro, cuando uno está entre la espada y la pared, no hay mucho tiempo para pensar, solo queda contraatacar o correr. Y alguien se va a hacer daño fijo. Parafraseando una línea muy cinematográfica que viene al caso: “We all die in the end”.

__________

1 Me gustaría llamar la atención sobre esta moda del found footage en las películas de terror. Primero, no creo que se pueda considerar metraje encontrado a ningún reportaje o diario en vídeo, como el que muestran muchos de estos títulos. Y, segundo, esa terminología es más propia del cine experimental o de vanguardia, no narrativo, que rescata imágenes reales, no representadas para tales efectos. Por tanto, no estoy tanto en contra del modelo – que también, pues salvo la saga REC y El proyecto de la bruja de Blair, no conozco otros ejemplos que se mantengan fieles al formato – sino del uso de una terminología robada a otro tipo de cine, que puede crear una verdadera confusión.

Comments are closed.