郊遊 (STRAY DOGS), de Tsai Ming-liang

¿Sueñan los humanos con paisajes pintados?

-¿Qué clase de cuadros?

– Paisajes.

– Lo siento, no tengo paisajes.

Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966)

———————————————————

I’m not in love with the modern world,

I’m not in love with the modern world,

It was a torch driving the savages back to the trees

Wolf Parede, Modern Times

——————————————

La culpa de todo en el cine de Tsai Ming-liang la tiene el espacio y al mismo tiempo el espacio parece ser la solución de todo. El espacio es la barrera contra la que chocan los deseos de relación de los personajes, es la estructura que los aísla del contacto humano. El desarraigo espacial que provoca la ciudad en sus personajes es la causa de que estos no encuentren el amor. Personajes mudos y solitarios que vagabundean tratando de buscar algún tipo de contacto con otra de las múltiples soledades que se cruzan en su camino (不散, Goodbye Dragon Inn, 2003). Los espectadores deseamos que esa unión sea posible, pero sin embargo rara vez sucede, y si ocurre no colma el vacío que sienten. Pensemos en los personajes de Hsiao Khang y Shian-chyin en el tríptico formado por What Time Is There? (你那边几点, 2001), The Skywalk is Gone (天橋不見了, 2002) y El sabor de la sandía (天邊一朵雲, 2004). En la primera, su relación no era posible porque no compartían el mismo espacio, ella en París y él en Taipei. En la segunda, no pueden reencontrarse en la pasarela en donde se conocieron porque ésta ha desaparecido por culpa de las remodelaciones urbanas; y cuando finalmente se encuentran en El sabor de la sandía, el espacio de sus apartamentos los tienen tan prisioneros y confinados que su capacidad de amar ha desaparecido. Tsai Ming-liang siempre ha mostrado la ciudad moderna como un espacio carente de cualquier rasgo de sociabilidad y sentimiento. Podemos decir ―parafraseando a Houellebecq― que para Tsai Ming-liang el amor y los sentimientos sólo pueden nacer en condiciones espaciales que son opuestas a las de la urbe moderna.

El drama de Stray Dogs también está relacionado con el espacio o con la ausencia de él. Esos dos hermanos, que vagabundean por el supermercado intentado comer algo, y ese padre que, casi como una broma cruel del sistema, se ve obligado a sostener un cartel publicitario en medio del tráfico durante un día de perros, anunciando alquileres de pisos de lujo, seguramente han sido desahuciados de su antigua casa ante la imposibilidad de pagar la hipoteca. Nunca sabremos las causas reales por las que esta antigua familia acomodada se ha visto obligada a tener que lavarse los dientes en los servicios públicos, comer en la calle y dormir en un miserable refugio improvisado y oculto en medio de la ciudad. En las películas de Tsai Ming-liang siempre hay algún incidente catastrófico de fondo que no hace más que incidir en su visión urbana distópica. En I Don’t Want to Sleep Alone (黑眼圈, 2006), la ciudad de Kuala Lumpur estaba cubierta por una espesa capa de humo que obligaba a sus ciudadanos a usar mascarillas; en El sabor de la sandía, Taipei sufría una terrible sequía que forzaba a sus habitantes a consumir sandías como alternativa al agua; en The Hole (, 1998), la ciudad estaba afectada por una extraña epidemia kafkiana que provocaba que sus habitantes se comportasen como cucarachas. En Stray Dogs, el incidente de fondo es tan real como apocalíptico: un despiadado sistema neoliberalista e hipotecarío que trata a las personas peor que a perros callejeros.

A Tsai las explicaciones y los motivos nunca le han interesado. En su cine no narrativo, confeccionado a base de estáticos, rigurosos y pictóricos largos planos secuencia, los que hablan y comunican no son sus personajes, prácticamente mudos e inexpresivos, sino los espacios y los cuerpos. El cineasta siempre ha alegorizado los sentimientos y los deseos de sus personajes a través de las arquitecturas. Los espacios son una exteriorización del interior y los cuerpos funcionan como una manifestación física de las consecuencias del exterior. La anomia, el autismo, la soledad siempre han sido la manifestación psicológica de la influencia del espacio en sus personajes. Como sabremos por el flashback, la antigua casa en la que vivían estaba enferma. La madre le explica a su hija que: “La casa es como una persona, crece, envejece. Las grietas son como las arrugas. Cada casa tiene una historia”. Pero la niña quiere saber por qué su casa se encuentra en ese estado: “Un día empezó a llover, mucho y la casa empezó a llorar y a llorar, puedes ver las lágrimas”, le dice. Momentos antes, una cámara háptica palpaba las paredes negras, húmedas y accidentadas de la habitación como si fuese una exteriorización o una manifestación visual del drama y del dolor de esta familia a punto de romperse. Ese padre, que apenas habla ya con su familia y que bebe a escondidas, y esa madre, que ayuda a sus hijos con los deberes y limpia el baño de manera obsesiva después de que su marido se pegue una ducha, se separarán. No sabemos qué ha ocurrido con ella y por qué motivo no está con ellos viviendo en la calle. Pero cuando ambos vuelvan a reencontrase, no serán más que dos cuerpos fantasmales que recorren un viejo solar abandonado y derruido lleno de perros hambrientos. Dos víctimas a manos del sistema que cuando busquen algún tipo de contacto o consolación entre ellos, quizás sea demasiado tarde.

El paso del analógico al digital y el cambio de las sandías por coles han vuelto a Tsai todavía más pesimista, melancólico y nihilista. En sus anteriores obras, sus personajes deambulaban y caminaban intentando transformar los espacios en un nuevo entorno que contrastase con los desamparados y sombríos espacios cotidianos en los que vivían. Los inesperados momentos musicales de estética camp en The Hole o El sabor de la sandía rompían el realismo frío y distanciado con el que Tsai observaba a sus personajes. El musical funcionaba como una yuxtaposición irónica entre la oscura realidad que vivían sus protagonistas y sus (utópicas) aspiraciones y deseos. Frente al monótono, tedioso, triste y gris mundo que habitaban, el espacio del musical era alegre, colorido y humorístico. Los actos de altruismo y hospitalidad de I Don’t Want to Sleep Alone permitían que al final sus protagonistas construyesen una especie de heteropía naïf en un solar abandonado; un espacio donde llevar acabo sus aspiraciones amorosas. En Stray Dogs la única canción que hay es un desesperado himno entonado por el rostro impasible de Kang-sheng Lee durante 10 minutos; y la única posibilidad de salvación para aquellos que han sido marginalizados injustamente por el sistema, está en la altruista humanidad de una solitaria empleada de supermercado que se dedica a alimentar a los perros callejeros.

La visión distópica y pesimista del espacio urbano contemporáneo y de la modernidad que Tsai muestra en sus películas, lo ha acabado llevando hacia una melancolía retrograda que se empezó a manifestar de manera evidente en su corto Walker (2012), aunque este ramalazo viene de lejos. En esa película, Tsai nos mostraba a un monje budista que caminaba por la ciudad a un paso extremadamente lento con un sándwich y una bolsa en cada mano. El mensaje que quería transmitir era tan evidente como tópico: la lentitud nos da acceso a la verdadera experiencia temporal, alejada de los despiadados imperativos de la instantaneidad y la rapidez que rigen la inhumana vida moderna. Esta melancolía temporal reaparece en Stray Dogs como melancolía natural. Ese penúltimo y larguísimo (catorce minutos) plano medio de los rostros, casi fantasmales, de Chen Shiang-chyi y Lee Kang-sheng contemplando, en silencio y profundamente afectados, ese mural de un paisaje montañoso, dentro de una habitación abandonada en un solar vacío y medio derruido, quiere evocar una emoción por contraste: frente a la inhumanidad de la urbe contemporánea y el capitalismo salvaje, la pureza idílica de un paisaje pastoril. Aquellas imágenes – inusuales en la obra de Tsai – de los niños rodeando un árbol enorme o los paseos por la playa vistos desde la distancia, y que habían quedado descontextualizadas por su estilo elíptico, adquieren todo su significado después de este plano que pone la paciencia del espectador al límite: el amor y la felicidad familiar sólo son posibles en un entorno natural.

La forma de expresarlo, radical o vanguardista, el sentimiento que trasmite, romántico, y el contenido, retrogrado. La salvación del alma moderna, del amor y de la familia se encuentra lejos de las inhumanas y alienantes ciudades. Tsai siempre ha sido un maestro encuadrando, pero su visión apocalíptica de la vida moderna en las ciudades es una exageración maniquea de todos los viejos clichés de la crítica humanista del siglo XX a la vida en la urbe: soledad, alienación, ausencia de sentimientos…. Sin duda, el liberalismo económico y la ciudad capitalista son injustos y crueles en muchas ocasiones y con demasiadas personas, pero el diagnóstico catastrofista y melancólico de Tsai sólo lo aplaudirá el cinéfilo festivalero, que habitualmente confunde o asocia la longitud del plano, el ascetismo formal y el minimalismo narrativo con profunda y sublime experiencia estética y gran responsabilidad moral y compromiso social del cineasta. Bye bye, Tsai Ming-liang.

Comments are closed.