120 BATTEMENTS PAR MINUTE, de Robin Campillo

París, principios de los noventa. Un grupo de activistas de Act-Up, asociación internacional que lucha por la visibilización del VIH y su erradicación, se reúne en las aulas de una facultad y, entre acalorados debates y salidas nocturnas, se suceden las acciones reivindicativas, radicales y transgresoras, poniendo contra las cuerdas a las autoridades y a las grandes farmacéuticas para empujarlas a encontrar una solución asequible y universal a su enfermedad. Francia llevaba ya una década siendo el segundo país del mundo con más afectados y fallecidos por SIDA. En agosto de 1983, el periódico EL PAÍS titulaba así: “32 muertos durante un año en Francia, a causa del “cáncer gay”, que se extiende en Estados Unidos y en Europa”. Casi nada se sabía, los prejuicios y la ignorancia rodeaban al síndrome y en diez años los avances médicos fueron mínimos. Incluso hablar de ello era tabú. La Act Up fue la asociación más entregada en aquellos años de dejación y desprecio en los que se abandonó a su suerte a miles de enfermos.

120 battements par minute cautivó al público compostelano de Cineuropa, y empezó teniendo en su estreno la mejor nota del público de entre los filmes de la Sección Oficial, para quedar finalmente entre las primerísimas. Ganó el Gran Premio del Jurado del festival de Cannes entre otros premios de otros certámenes, y es la seleccionada para representar a Francia en los Oscar este año. Es la tercera película como realizador de Robin Campillo, excelente guionista y montador de películas como la laureada Entre les murs (2008), de Laurent Cantet, y en esta se nota también su mano en el guion, los diálogos frescos y realistas, los debates asamblearios acalorados y frenéticos y la caracterización de sus personajes a través del habla. Pero también en el estilo documental, en la cámara ágil y trepidante, y la hábil combinación de lo personal y lo político. Campillo nos surmerge de lleno en ese mundo, su mundo, el de los primeros activistas y luchadores contra una enfermedad que ya llevaba una década cobrándose miles de vidas ante la indiferencia de la sociedad. Él mismo perteneció durante años a la sección francesa de la organización, y que sabe de lo que habla se nota en la frescura, la viveza y la intensidad de algo vivido, no contado; físico, que toca la fibra del espectador durante toda la historia.

Aléjense del melodrama compasivo de Philadelphia (1993) o del optimismo algo ingenuo y el humor blanco de Pride (2014) –todas grandes obras, que abordan desde distintas ópticas las temáticas LGTB-; 120 battements par minute une orgullosamente la denuncia política, la épica de la lucha contra el SIDA, el romance, el erotismo y el drama realistas, carnales, salpicados de sexo y enfermedad, como en la vida real. No se puede reducir a una etiqueta, como la del cine político, social o militante, aunque sin duda lo es: su enfoque, su punto de vista y el compromiso total con la causa y sus protagonistas, desde el propio director que fue uno de los integrantes de Act Up, y que sin duda se inspira en su propia autobiografía para muchas de las vivencias que relata. Pero huyendo del panfleto, del dogma y la pesadez, precisamente porque se detiene a su vez en la dimensión personal de los activistas, en sus sentimientos, en las relaciones de camaradería, solidaridad, amor y desamor, y en el drama íntimo de la enfermedad, que se desata en la segunda parte del metraje, cuando Sean (un tremendo Nahuel Pérez Biscayart), cae postrado en una cama y desde ese momento no se vuelve a levantar, ni siquiera cuando su novio Nathan (Arnaud Valois) lo visita en el hospital. Tampoco le va bien la coletilla de “cine gay» o “LGTB”, ya que lo que cuenta tiene la capacidad de interesar y emocionar a una audiencia mucho más amplia, que se identifica con la lucha, la rabia y las demás emociones de de sus personajes.

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La película no sólo retrata de forma realista y certera los debates asamblearios de la organización, las acciones que siempre impactaban, así como las reacciones y la compleja relación con el Estado y las multinacionales farmacéuticas, sino también la relación amorosa entre Sean y Nathan, atravesada por la certeza de la enfermedad y su avance imparable, pero también por unas mucho más contagiosas ganas de vivir, apurar cada segundo, aferrarse a la vida como a un clavo ardiendo. 120 battements par minute es vitalista, nada lacrimógena, pero sí intensa, pasional. Los 140 minutos se pasan volando porque la acción nunca se detiene, y la tensión y emoción se sostienen en los momentos más delicados. Al ritmo de Jimmy Sommerville –los 80 estaban recientes- y el “house” imperante en las discotecas por esos días, y con banda sonora hipnótica del DJ Arnaud Rebotini, asistimos a las inquietudes, miedos, amores y desamores de un grupo de chicos y chicas heterogéneo pero unido por su actitud vital de plantar cara al virus y sobre todo a una sociedad, la de aquel tiempo, que los margina y los relega a la posición de pasivos pacientes, dependientes de las estrategias comerciales de la industria farmacéutica, que los ignora y estigmatiza a partes iguales, por su orientación sexual, y por formar parte de un grupo de parias junto a los toxicómanos y las prostitutas.

Nahuel Pérez brilla con luz propia encarnando la pluma rabiosa y airada de uno de los dos protagonistas principales; el actor argentino fue el primer seleccionado por Campillo después de quedar deslumbrado por su primera película en Francia, Au fond des bois (Benoît Jacquot, 2010), su facilidad para los idiomas, y por encarnar a otro personaje LGTBI, un “escort” en Je suis à toi (David Lambert, 2014); ambos conectaron y Nahuel quedó a su vez deslumbrado por la lectura del guion, que le enganchó y le hizo reír y llorar alternativamente. Después de él, el resto del reparto, en una película coral, fue elegido tras un arduo casting de nueve meses en el que se testó la química entre ellos, por grupos, como si el director quisiera emular la electricidad de aquel grupo de Act Up en el que él participó activamente. Para su interpretación de un seropositivo que afronta la fase terminal de la enfermedad, Nahuel tuvo que poner todo el cuerpo: “Es una peli difícil de actuar sin el cuerpo: hablamos de enfermedad, de juventud, de baile, de sexo… los cuerpos estaban muy presentes”. En efecto, tuvo que perder 7 kilos en 15 días y la hipoglucemia, la estricta dieta y la irascibilidad lo terminaron aislando del equipo y ayudaron a crear esa debilidad y esa “vulnerabilidad” que marca al Sean de la segunda parte de la historia, empezando por “el vacío en la mirada”, que anticipa el desenlace fatal. Hasta la muerte trágica de Sean se convierte en un acto político.

Película vital, apasionada, imprescindible en tiempos de medias tintas, olvidadizos con quienes lucharon y murieron para conquistar los derechos de que gozan las generaciones actuales. Una película que multiplica las ganas de vivir, amar y luchar.

 

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