20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola

20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola

20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola

No es fácil hablar de las infancias trans. Y más aún en este momento, a la sombra de los debates surgidos en torno a la nueva Ley Trans y el derecho a la autodeterminación. Se corre el riesgo cuando se construye una narrativa en torno a la realidad de la infancia trans de convertirlo todo en un ejercicio violento de fetichización y deshumanización, o en una palmadita en la propia espalda, una afirmación de lo consciente y moderna que es una. Saber contar con delicadeza, sin caer en la afectación, una historia sobre el despertar infantil de la identidad de género y la consciencia de que somos percibidos por aquellos que nos rodean es una labor de artesanía. Aventurarse en esto como primer largometraje, competir por el Oso de Oro en la Berlinale, y volver a casa con una actriz premiada es una hazaña.

20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola, habla de Lucía (Sofía Otero), y de cómo el mundo que la rodea ha de cambiar para adaptar sus mecánicas al hecho innegable de que no solo es una niña, sino que además ha encontrado por fin las palabras para manifestarlo. Lo que la convierte en una película brillante es la capacidad de la directora para recordarnos que la experiencia de Lucía no es un caso extraordinario, sino que se desarrolla de forma paralela a todos los pequeños procesos personales de las mujeres de su familia.

Esa es la clave de 20.000 especies de abejas: el recordatorio de que aquellas vivencias que creemos tan lejanas a las nuestras solo son pequeñas variaciones de lo que conocemos. Las neurosis cotidianas (la familia, el cuerpo, las expectativas, la autopercepción, el afecto, el cansancio, el miedo al futuro) nos conectan. Todos estamos viviendo lo mismo. Y lo más importante es que este recordatorio sabe ahorrarse el tono acusatorio, y lanzar su mensaje desde la ternura. Todo el mundo está construyendo un cuerpo en el pequeño pueblo que sirve como telón de fondo para el desarrollo de la trama, desde Ane, personaje brillantemente interpretado por Patricia López Arnaiz, cortando las esculturas de cera con una hoja al rojo vivo, hasta Elena, que se enfrenta por primera vez a la experiencia (siempre extraña, casi traumática) de escuchar que se le ha puesto cuerpo de mujer. Claro que Lucía se construye un cuerpo que le resulte cómodo habitar, pero este proceso no la señala como un ente extraño dentro de la colmena que es su familia, sino todo lo contrario. La incluye dentro de las dinámicas familiares, sutiles y complejas, que nos van definiendo a través del amor y la incomprensión que recibimos a la vez de nuestros seres más cercanos. 

Todo este análisis, que bien podría hacerse pesado, resulta agradable y ligero por su honestidad y su sencillez. Hasta los conceptos más duros se perfilan con la facilidad con la que hablan los niños. Es una película que solo te pide que escuches, y que te dejes impresionar por la complejidad de las relaciones humanas, lo sutiles que son los gestos, la cantidad de información que hay escondida en los juegos y las conversaciones casuales. La rutina del verano en la película, con sus hogueras y sus baños y sus santos desaparecidos, va destapando poco a poco verdades incómodas sobre la forma en la que nos relacionamos, como nuestra incapacidad para perdonar viejos rencores o el control obsesivo que ejercemos sobre el cuerpo de los demás, pidiéndoles que su presencia en la esfera pública adquiera la forma que nosotros esperamos.

20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola

20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola

La imagen sabe acompasarse a la perfección al discurso. El trabajo de Estíbaliz Urresola y Gina Ferrer, encargada de la fotografía, transmite un sabor a verano conocido. La luz blanca del sol, la piscina pública, las redes metálicas que delimitan el espacio rural, la ropa de los niños, una piscina llena de espuma, las camas compartidas, bañarse en el río, hacerse una foto de familia. Como espectadores, conocemos estas escenas. La cámara en mano, fluida en sus movimientos y temblorosa en ocasiones, reviste todas las escenas de un sabor a documental o vídeo doméstico que nos hacen pensar que esto sucede de verdad, aquí y en todas las casas del mundo. Así es la imagen del verano en la memoria. Es quizás esta forma casi infantil, en el mejor sentido posible de la palabra, que adquiere la narración, lo que hace que se le perdonen a la película sus escasos puntos flojos: cierta tendencia a los arquetipos, la representación de los miembros de la familia como caricaturas hechas desde el afecto (la abuela que no lo entiende porque ha aprendido a regirse en códigos de respeto por esa idea tan rígida del “saber estar”, la madre artista que solo tiene que aprender a luchar por sus sueños, el hermano que solo quiere la atención de su padre, la otra abuela que todo lo comprende y vive en un mundo entre lo espiritual y lo rural, rodeada de abejas), porque es cierto que vemos el mundo así cuando somos niños. Las ideas han de simplificarse sin que esto signifique que su significado se diluya. Tal vez al contrario, despojándolas de las insinuaciones y los dobles entendidos que caracterizan el mundo adulto, podemos verlas tal y como son. 

Este verano sin forma, con un tiempo que discurre de forma homogénea, como si todos los días fuesen el mismo, recuerda a La ciénaga, de Lucrecia Martel, a ese cine aplastado por el calor y la humedad. Hay algo que conecta a las familias compartiendo el espacio doméstico, comiendo y durmiendo, entrando y saliendo de la casa. Es en estos procesos donde nos vamos encontrando a nosotros mismos y aprendemos, poco a poco, a afianzar nuestro lugar frente al resto, ignorando un comentario sobre las canas o diciéndoles a los adultos que no nos toquen, que no nos besen, que no nos llamen así. Y, por mucho que parezca que esta búsqueda de quiénes somos está definida por el conflicto, hay tanto amor como enfrentamiento. O incluso más. Al fin y al cabo, Urresola nos propone que tal vez la transición no es tanto algo que esté pasando dentro de Lucía como a su alrededor, y el deseo de cambiar nuestra forma de percibir el mundo para que encaje en ella alguien a quien amamos es algo que solo puede nacer de la paciencia y del cariño. Del deseo incontenible de seguir estando juntos, en la misma colmena.

20.000 especies de abejas, de Estíbaliz Urresola

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