AD ASTRA, de James Gray

El futuro cercano.

Un tiempo de esperanza y de conflicto.

La humanidad mira a las estrellas en busca de vida inteligente y la promesa de progreso.


A las estrellas.

Ad Astra.

1. El regreso del hijo pródigo

Todo comienza para James Gray con el regreso del hijo pródigo. Un asesino profesional vuelve al barrio en que creció (Little Odessa), un expresidiario vuelve a casa decidido recuperar su vida (La otra cara del crimen), la oveja descarriada de una familia de policías regresa de la noche de Brooklyn (La noche es nuestra)… Esta vez, sobre el fondo trascendente de unos graves sintetizados por Max Richter en un lento crescendo de esperanza, un epígrafe precede al título de su última película: “Ad Astra” (A las estrellas). La cámara se desplaza lateralmente desde allí por el Espacio y recoge los destellos circulares de la luz del Sol sobre la lente, hasta que se alinean como planetas y vuelven a disgregarse en manchas de color. Una de ellas, se funde brevemente en la forma circular del casco de un astronauta, Brad Pitt; sin detenerse, el movimiento continúa hasta que el universo vacío se llena con la imagen de la gran canica azul. Corte. Y un primer plano del protagonista cayendo hacia la Tierra. La forma en que tiene lugar es más espectacular y abstracta y más elegiaca que nunca, pero este movimiento de cámara por el espacio desde “a las estrellas” hacia la Tierra y esa caída certifican que Ad Astra vuelve tratar de un regreso a casa.

Las primeras películas de James Gray estaban desgarradas en dos por una decisión del protagonista. En La otra cara del crimen, el expresidiario renunciaba a matar a un testigo; en La noche es nuestra el hijo pródigo delataba a su antiguo entorno nocturno. No es una elección fácil para estos personajes atrapados entre sus lealtades familiares y sus amistades por un destino cabrón. Como tampoco lo es la elección sobre la que gira Two Lovers desde el título. Lo fatal es que una vez tomada la elección no hay marcha atrás.

Hasta Two Lovers las películas de James Gray trataron de esta fatalidad de la elección, pues se escoja lo que se escoja consistirá siempre en una castración, en el sacrificio de una parte de uno mismo; el modo más trágico de resolver una identidad mestiza. (Los Gray proceden de una familia de emigrantes rusos de segunda generación.) Con ritmo elegiaco sus películas estaban suspendidas en los dos tiempos que preceden y suceden a esa elección, pero a partir de La isla de Ellis Gray parece haberse desprendido de la primera parte para explorar qué sucede después, cuando la elección se convierte en una herida y una pérdida imposible de suturar, en un duelo y una soledad irreparables. Bobby Green, el protagonista interpretado por Joaquin Phoenix en La noche es nuestra, resolvió los problemas de su familia y de la policía de Nueva York pero quedó completamente desangelado. Da igual cuál sea la elección, luego no se puede volver al hogar. Por eso las tres últimas películas de Gray tratan sobre extranjeros en tierra extraña, seres desarraigados que han renunciado o perdido lo que les anclaba en el mundo.

En este punto comienzan Z. La ciudad perdida y Ad Astra, cuando los protagonistas ya están heridos. Son también repeticiones del destino de un padre que decidió abandonar a su familia, como si el destino y los pecados de las elecciones del padre fuesen heredados por el hijo. Son dos historias sobre hombres obsesionados con una misión ─ encontrar el Dorado o contactar con el padre al que se daba por muerto en Júpiter. En ambos casos el viaje es simultáneamente repetición, redención y huida. Si el modelo de las películas anteriores de Gray era la transformación, a su pesar, de Michael Corleone en El padrino, ahora lo es el viaje al corazón de las tinieblas de Apocalypse Now. Como el explorador Percy Fawcett, el astronauta Roy McBride está aferrado a aquella herida que le impide vivir su vida: la ausencia del padre. Roy viaja a las estrellas como una huida de su entorno, repitiendo el destino del padre pero también en un intento de redimirlo. Tal vez, si pudiera llegar a Júpiter y traer de vuelta a su padre todo se arreglaría. McBride sénior pudo pensar algo parecido: tal vez si pudiera llegar a Júpiter y encontrar vida inteligente… Son unas ansias de transcendencia dementes, intentos desesperados de redención, huidas hacia el absoluto donde el paraíso perdido pudiera ser restaurado. Percy Fawcett solo suturará sus heridas al desaparecer en una fantasía mortal dentro de aquella ensoñada ciudad perdida. En Ad Astra, sin embargo, Gray encuentra milagrosamente la manera de volver a casa tras renunciar a toda trascendencia.

2. Un tiempo de esperanza y de conflicto

En el futuro cercano en que los viajes interplanetarios son posibles, Roy McBride (Brad Pitt) es reclutado para contactar con su padre. Hasta el momento en que un pulso electromagnético llegado del Espacio exterior ─y que resulta haber sido producido por el padre de Roy─ causa estragos en la Tierra, él le daba por muerto. Clifford McBride (Tommy Lee Jones) abandonó a su familia cuando Roy era niño para embarcarse en una expedición a las estrellas en busca de vida inteligente. Mientras que para el resto del mundo McBride Sr. es un héroe, Roy aun siente la rabia que le llevó a marcharse pues es la misma que desde entonces reconoce en sí mismo. “Pero cuando observo esa rabia y la aparto y la alejo, todo lo que veo es dolor. Sufrimiento. Creo que me mantiene aislado”, admitirá en una evaluación psicológica de las muchas a que están sometidos los astronautas de SPACECOM. La verdad, que ha ocultado la corporación, es que McBride Sr. prácticamente enloqueció según se alejaba de la Tierra sin encontrar signos de vida inteligente. Hasta el punto de matar a su tripulación cuando quiso regresar a casa.

Roy McBride podría presumir de que su corazón nunca sobrepasa las 80 pulsaciones por minuto ─ni si quiera en caída libre desde la estratosfera─, pero es la clase de persona que nunca lo haría. Actúa con entereza bajo cualquier circunstancia. El futuro cercano es un tiempo de conflicto donde los viajes a la Luna se han convertido en una vulgar atracción turística, los piratas espaciales acechan en su cara oculta y abundan la violencia y la rabia sin sentido. Aunque no le tiemble el pulso Roy es consciente de ello y de que es algo que le sobrepasa. Esta violencia es mostrada en Ad Astra desde su punto de vista. Al mismo tiempo brutal y distante, como si la violencia flotara irreal en el metrónomo de su pulso imperturbable. Más parecida a un duelo o una pena ingrávida que lo impregna todo que al suspense del thriller o la adrenalina del film de acción. La puesta en escena de Ad Astra es más abstracta e intimista que cualquiera de estos géneros.

James Gray transfigura la odisea de Roy por el Espacio en un viaje anímico e interior desde la rabia reprimida y la soledad a la esperanza. Emplea un cuidadoso dispositivo que desarticula la lógica dramática de las escenas para rehacerlas en función de las transformaciones interiores de Roy. Con la densa música atmosférica de Max Richter (Vals con Bashir, The Leftovers) marcando el tono anímico, Gray configura imágenes progresivamente más abstractas y atmosféricas donde los reflejos y la iluminación, en una rica gama de tonos de neón, son más expresivos que los habituales recursos dramáticos, imágenes que esculpe en el tiempo y en la fotografía en 35mm de Hoyte van Hoytema (Dunkerque, Interstellar, Her). También descompone el montaje para incluir insertos del pasado que asaltan a Roy o para mostrar cómo su percepción del tiempo y del espacio se disloca a medida que queda solo y se aproxima al corazón de las tinieblas. O suma a la imagen la voz sobrepuesta del protagonista reflexionando sobre lo que le sucede. A medio camino entre 2001: Una odisea en el espacio cuando filma el cosmos, El árbol de la vida cuando indaga en el interior de Roy y First Man en lo que tiene de retrato conductista y bajo evaluación de un carácter, Gray ha encontrado su propio modo de apropiarse del género. En el Cosmos de James Gray conviven la fría paz y belleza del universo con la rabia animal de la vida, extremos entre los que tendrá que lidiar Roy. Junto a la violencia y el sinsentido se encuentran momentos de belleza milagrosos y contingentes como la vista de la gran canica azul o el rastro ingrávido de polvo que deja un jeep en la luna al pasar. El peso de todo este dispositivo cae sobre Brad Pitt, que con sus movimientos firmes y decididos en la acción reproduce la entereza de un carácter sometido a la represión y monitorización constante de sus estados mentales y emocionales, al mismo tiempo que hace del parpadeo, los movimientos de sus ojos azules y la orientación de la mirada un arte con que marcar las inflexiones anímicas.

3. A las estrellas

Igual que cuando el joven Capitán Willard se adentraba en busca de Kurtz hasta el corazón de las tinieblas, según Roy se aproxima a su destino uno llega a comprender con él qué fue lo que llevó a su padre a la locura. “¡El horror! ¡El horror!”. Son las últimas palabras de Kurtz en El corazón de las tinieblas. El horror para Joseph Conrad era una verdad monstruosa, primitiva y fundacional, inasimilable como “la cosa en sí”. De manera parecida lo trataba Francis Ford Coppola en su película actualizando el horror en un rostro cercano a los años 70, con rasgos de Vietnam y de la contracultura. En la elegiaca Ad Astra, sin embargo, el horror más que una cosa trascendente refiere a una ausencia, una soledad, una falta de sentido, una nada. Parece la causa de ese anhelo por el que “la humanidad mira a las estrellas en busca de vida inteligente y la promesa de progreso” y es lo que ha llevado al padre de Roy a la obsesión y a la locura, como si la única manera de resolver aquella ausencia o suturar aquella herida que parece inherente al hombre fuera transgrediendo los límites de la naturaleza, viajando a los límites del Espacio explorado y encontrando un ser radicalmente otro con que contactar. Es pura hýbris, un acto desmesurado de orgullo, un ansia loca de trascender los límites de lo humano.

A medida que Roy sigue los pasos de su padre como una flecha hacia su destino hay una progresiva identificación entre ambos, pero, aunque a traviesen incidentes, Roy los rumia de manera distinta. “No quiero ser mi padre”, dirá Roy en el Espacio tras un encuentro con una rabia y violencia animal en la que se reconoce. Cuando más tarde, en Marte, se entere de la verdad acerca de Clifford McBride, lo reconocerá como una carga de la que ha de ocuparse. Finalmente, camino a Júpiter, en los límites de lo conocido, enfrentado a la soledad durante días, con su mente divagando como un monólogo de Terrence Malick entre su padre y un antiguo amor fallido que lo acompaña como un ángel guardián, reconocerá al fin: “Estoy solo. Algo que siempre pensé que prefería. Estoy solo. Pero confieso que me está pesando. Estoy solo. Estoy solo.”

Cuando Roy se encuentre al fin con su padre el clímax de la película será todo lo contrario a una catarsis violenta o sentimental. No hay ningún enfrentamiento, ninguna reconciliación dramática. Sin ira y sin frialdad Roy responderá con un sencillo y tranquilo “Lo sé” a las palabras hirientes de su padre, y ofrecerá su mano. En una interpretación soberbia y vulnerable de la soledad y la lúcida enajenación de Clifford McBride, Tommy Lee Jones muestra el modo en que esta reacción desarticula repentinamente todo en lo que creía. A su obsesión por encontrar vida extraterrestre Roy responde que el trabajo no ha sido en balde, que ahora sabemos que solo nos tenemos los unos a los otros; donde el padre solo ve la ausencia de vida, el hijo reconoce una belleza del universo nunca vista. Finalmente, en el momento en que parece que Roy logrará regresar de las estrellas con el padre que siempre quiso tendrá que renunciar a ello. Es un desenlace hermosísimo construido en torno a un perdón en dos actos, primero aquél “Lo sé” (pero vente conmigo); después, el reconocimiento de que su padre no desea volver y de que nunca reparará aquella pérdida que le acompaña desde niño.

El final de Ad Astra es épico, pero mientras que la épica suele alimentarse de la fantasía de transcender lo límites de lo humano a través del esfuerzo y del sacrificio para alcanzar lo imposible ─recientemente hemos visto esta manida idea de épica en 1917─, en Ad Astra el esfuerzo épico consiste en renunciar a cualquier trascendencia y aceptar la finitud. La épica es tan sencilla como decidir volver a casa.  El viaje mítico de la película hacia la abstracción la asemeja a 2001. Una odisea en el espacio pero rompe radicalmente con ella al no entregarse a delirios trascendentales. La única Revelación de Ad Astra es que no hay Revelación. James Gray nos lleva al corazón de las tinieblas para decirnos que estamos solos, y que no pasa nada. Nos tenemos a nosotros. Esta vez no cede a la tentación de perderse en la jungla, como si aceptara que la condición de herida es consustancial al hombre. No hace falta más, solo enfrentar esta verdad sin huidas a lo absoluto. Mientras en el futuro cercano “la humanidad mira a las estrellas” James Gray nos anima a mirarnos los unos a los otros. Por eso es tan épico y hermoso el regreso de Roy McBride anunciado desde los títulos de crédito. Frente a la reacción de su padre al descubrir que no hay vida inteligente (“Somos una raza en extinción, Roy. Ansío que llegue el día en que acabe mi soledad”), de vuelta a casa Roy pronuncia su nuevo credo en una evaluación que suena casi como una oración:

No sé cómo será el futuro, pero no me preocupa. Confiaré en aquellos cercanos a mí. Y compartiré sus cargas. Y ellos las mías.

Viviré y amaré.

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