BERLINALE (1/2): COMUNIDAD Y RESISTENCIA

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A lo largo de dos crónicas, daremos cuenta de algunas de las líneas advertidas en esta Berlinale 2017. Nuestra visita de apenas cinco días no nos ha permitido acceder a muchas películas que nos habría gustado ver, pero sí hemos identificado en nuestra breve estancia una clara coherencia temática y de estilo en el festival, más allá de la calidad de las cintas. Es además el certamen de la capital alemana uno que puede presumir de ser democrático. Olas de profesionales de todo el mundo y público local por igual pueblan las salas distribuidas por toda la ciudad, saliendo del centro y acercándose a los barrios con diversos pases de cada proyección.

Sin duda, esta idea de comunidad cinéfila está en el ADN de un evento de grandes dimensiones, pero próximo al espectador. Quizás por ello la joya de la corona de la sección oficial fuese esta edición – con el permiso de Hong Sang-soo – el último trabajo de Aki Kaurismäki, Toivon tuolla puollen (The Other Side of Hope, 2017). El finlandés vuelve a ambientes y temáticas conocidas, como la puesta en marcha de un negocio aparentemente ruinoso – central en Kauas pilvet karkaavat (Nubes pasajeras, 1996) – o la acogida de refugiados ya apuntada en Le Havre (2011), para abordarlos desde nuevas perspectivas. Khaled es un chico sirio que llega a Helsinki huyendo de la guerra en Alepo, de polizón en un barco. Tras serle denegado el asilo, decide huir para no ser deportado, y acaba trabajando en el bar recién abierto de Wikström, personaje kaurismakiano donde los haya, un tipo enorme de cara triste, con un punto de resistente resignación, mucho humor negro, y aun mayor corazón.

Vuelven con Kaurismäki algunos de sus actores fetiche, como Sakari Kuosmanen o Kati Outinen, e importantes miembros del equipo técnico como Timo Salminen en la fotografía. No hay mucho nuevo que decir sobre The Other Side of Hope con respecto a las obras previas del cineasta. Siguiendo los preceptos claros del cine de autor, este genio es capaz de imponer su universo a cualquier temática sin que nada parezca impostado. Sorprende cómo el cineasta logra inscribir un tema tan urgente y relevante como el de los refugiados sirios en una de sus habituales historias de perdedores underground. Kaurismäki es siempre muy local, y al mismo tiempo universal, de ahí uno de los puntos que explica la grandeza de su cine. Casi la totalidad de su obra no puede entenderse sin Helsinki, ciudad que no representa, sino que recrea según sus gustos estéticos para hablar del carácter finlandés tal como él lo entiende, a la hora de enfrentarse a los problemas de la vida. En esta visita por la ciudad, no puede faltar la música de cantautores callejeros, que es diegética y fundamental en muchas escenas transitorias – el propio Sherwan Haji, actor de Khaled, ofrece una interpretación en una especie de sitar en una secuencia – o el recurso a la bebida como refugio de las atormentadas almas de los protagonistas. No por casualidad, en su breve intervención, el personaje de Outinen le dice al de Kuosmanen que abrir un bar es una buena idea, pues «la gente bebe cuando las cosas van mal, y aun más cuando van bien».

El mirar hacia otro lado ante la injusticia, buscando no meterse en problemas, es una característica innata al ser humano y aplicable a cualquier europeo ante el drama citado. Con su actitud de acoger a Khaled, los pobres desgraciados que gestionan ese bar – ellos, también, dejados de lado por la sociedad en menor grado – están llevando a cabo un importante acto de resistencia contra el sistema. Si éste se ha envilecido, son los ciudadanos los que tienen que dar una solución a la barbarie; parece ser el mensaje de un Kaurismäki, como de costumbre, furioso, pero con una actitud vitalista. Con punzante dolor y humor desternillante a partes iguales, el finlandés realiza un retrato para el recuerdo de este nuestra Europa cautiva del miedo y el egoísmo, donde viejos fantasmas parecen emerger ante el desafío de la acogida.

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El protagonismo del Sensory Ethnography Lab

Las corrientes migratorias recientes parecieron marcar la agenda política de la Berlinale, donde también se presentó El mar la mar (Joshua Bonetta, J.P. Sniadecki, 2017), sobre el paso de migrantes mexicanos a Estados Unidos por el desierto de Sonora. Fue esta una de las dos obras del prestigioso Sensory Ethnography Lab, escorado cada vez más hacia lo abstracto, presentadas en la sección Forum. La segunda fue Somniloquies (Verena Paravel, Lucien Castaing-Taylor, 2017), un ejercicio de galería que podría funcionar como instalación a varias pantallas, y que como película se vuelve repetitivo e inane. La potente idea de partida fue tomar las grabaciones del músico Dion McGregor, célebre somnílocuo (persona que habla en sueños), y evocar estas historias, registradas durante años por su compañero de piso en los sesenta, a través de la grabación de cuerpos desenfocados mientras sueñan. Quien esté pensando en el Sleep (1964) de Andy Warhol, que se olvide. Somniloquies es una colección de filmaciones improvisadas de amigos famosos desnudos con los ojos cerrados – un ejemplo de modelo es Jean-Michel Frodon, antiguo director de Cahiers du Cinéma – y fragmentos de las grabaciones de McGregor escogidos de forma azarosa y sin reflexión alguna, como los autores reconocieron en el debate posterior a la proyección.

Bastante más interesante resultó el otro trabajo a competición del colectivo. A la habitual querencia del grupo por el formato de 16mm, se añade en el caso de El mar la mar (Joshua Bonetta, J.P. Sniadecki, 2017) la fusión con el cine digital. J.P. Sniadecki ya había jugado a romper la textura que ofrece el código binario en trabajos como Yumen (Xian Huang, J.P. Sniadecki, 2013). Si bien en ésta la exploración del grano digital y las reverberaciones de la imagen se encaraban desde una concepción a lo Wang Bing de extrema austeridad, El mar la mar resulta revolucionaria justo por lo contrario. Rodada en 16mm, se hinchó después a 5K en la postproducción para conseguir una textura única, que atrapa al espectador con su espectacular captación del desierto de Sonora.

Situado en la frontera con México y los estados de California y Arizona, es una de las rutas de muchos migrantes latinos en busca del sueño americano. Aquí no existe el muro de Donald Trump, la naturaleza ya se encargó de matar solo el pasado año a 1.200 mexicanos según los últimos datos de informes recogidos recientemente por The Guardian. Estas personas ven sus esperanzas frustradas ante la dificultad de cruzar un desierto que no concede tregua. Los directores de El mar la mar deciden contar la historia de estas personas recogiendo el testimonio de algunos de ellos, pero también de los norteamericanos que viven en la zona y han sido testigos de este duro éxodo. Partiendo de esta tesis, donde quizás la película se muestre más endeble es precisamente en su estructura y en ciertas decisiones de representación. Si bien los realizadores deciden no hacer entrevistas en cámara y guardar solo los audios de estos relatos, combinándolos con una percepción mítica y aterradora de la naturaleza y sus depredadores (animales y humanos); por alguna razón los cuerpos de esas voces acaban siendo representados en el último tercio del filme, sin ninguna razón aparente para hacerlo de repente.

Un poema de Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz cerrando la película puede apuntarnos en la dirección correcta. La cinta es claramente un poema, no es narrativa. Esta obra de la religiosa se inicia con el anochecer del ser humano y el sueño de la naturaleza y el hombre. Tras fracasar el alma y el cuerpo en sus intenciones universales, el método deductivo (esto es, el conocimiento) es el que salva a la humanidad, con el triunfo del Día sobre la Noche. Algunos fragmentos de El mar la mar contienen una fuerte carga religiosa. Hay mucha fe en la cinta, respeto por una naturaleza inquietante y mítica, pero también una búsqueda del conocimiento, un estudio científico desde la etnografía del paisaje y sus gentes. Quizás por eso el poema de Sor Juana sea clave para darle sentido a la película en conjunto. En todo caso, parece un anclaje endeble y poco claro.

Eso, junto a reiteraciones que alargan el metraje en exceso, lastra un poco la experiencia de una cinta que cuenta con secuencias impresionantes, de grandísima belleza plástica, y con un diseño de sonido audaz, que ayuda mucho a introducirse en la propuesta. De marcado carácter lírico, tan libre como poco estructurado, El mar la mar es uno de los documentales más sorprendentes y rupturistas como experiencia sensorial de los últimos años. También es un alegato poético contra las políticas migratorias del nuevo presidente de los Estados Unidos.

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Los últimos de Cuba

El cine español también dejó su relato de comunidad resistente. El mar nos mira de lejos (Manuel Muñoz Rivas, 2017), con una suntuosa fotografía de Mauro Herce, responsable de este departamento en títulos como Arraianos (Eloy Enciso, 2012), Dead Slow Ahead (Mauro Herce, 2015) o Mimosas (Oliver Laxe, 2016), podría casi enmarcarse en el grupo del Sensory Ethnography Lab por estilo. De hecho, el trabajo de Muñoz como montador en otras películas como las propias de Mauro Herce o José Alayón, que aquí figura en la producción, pueden llevarnos a asegurar que en verdad este grupo de cineastas trabaja muy a menudo en comunidad, y con películas similares como resultado. Quizás les convendría crear un nombre comercial para venderse, visto el resultado que les da a otros. Yo propongo los últimos de Cuba, o algo así, por eso de que todos se conocieron y salieron de la escuela de San Antonio de los Baños.

El mar nos mira de lejos nos lleva a una playa en pleno parque de Doñana. La geografía no se especifica nunca en el filme, aunque se sitúa con cierta facilidad si uno está atento por los letreros de los buses turísticos y las evocaciones del enclave de la antigua ciudad perdida de Tartessos, que un arqueólogo alemán aficionado fue allí a buscar, con sed de aventura, a inicios del siglo XX. La película parte de aquí y tiene también algo de arqueológico. Es una cinta de huellas, por momentos de forma explícita – hay muchos planos de estas – que son cubiertas por la arena y reconstituidas en nuevas formas, ocultas bajo la superficie cambiante del desierto. Los vestigios de las cabañas abandonadas apuntan el paso de viejos pobladores y, entre estos, surge un grupo de viejecitos resistentes que se niega a marchar del lugar donde siempre han vivido. El gobierno español quiere que se vayan, para no molestar la vista de los turistas que van a la reserva natural, pero les deja estar allí con la condición de no construir más de lo que ya tienen, ni dejar en herencia esas cabañas. Cuando ese puñado de ancianos se muera, ya no quedará nadie en esa playa.

La película navega entre el registro casi mítico de un paisaje por el que claramente Muñoz y Herce se sienten epatados, y la captación de esta forma de vida de los pobladores de las cabañas, con un interés etnográfico indudable, pues seguramente nunca nadie más volverá a fotografiarlos antes de su desaparición. El resultado se siente un poco inconexo, con un problema general de unidad narrativa, como le ocurre a El mar la mar, común en este tipo de propuestas no guionizadas, que tienen que encontrar una aproximación lírica en el montaje, no siempre fácil de abordar. A pesar de su irregularidad, puede decirse a su favor que cuenta con algunas secuencias de las arenas moviéndose, de la particular luz de los atardeceres en la zona, de registros con detalles muy bellos de los oficios o la fauna y la flora, que llevan al éxtasis estético. Cuenta además con algún momento de verdadero cine en las secuencias más preparadas con estos pobladores, en las que logra privilegiarse la frescura y espontaneidad de estas personas, siempre fotografiadas con cariño. El mar nos mira de lejos parte de un deseo genuino por observar con mirada curiosa una vida que desaparece, y un paisaje imponente y eterno. Ahí, consigue lo que busca, y ya solo por eso merece la atención de cualquier cinéfilo.

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Elige la vida, ahora en tu iPhone

Otro de los platos fuertes de esta Berlinale fue el preestreno europeo de T2 Trainspotting (Danny Boyle, 2017) fuera de competición. Todo lo que se ha dicho de ella sobre que es un ejercicio de pura nostalgia, edulcorado y hortera, es cierto. Algunos – solo unos pocos, parece – querríamos puntualizar que eso no es necesariamente malo. Simplemente, Boyle ha elegido para su película el único camino que le era posible, en el contexto que ahora les acompaña a él y Ewan McGregor, verdaderas almas del proyecto, sin los que no habría sido posible esta secuela. La original era fresca y sucia, muy underground; cierto. Esta se siente copia, muy planificada y con un exceso de tics kitsch aun mas fuertes que en la primera parte; verdad. Pero conviene recordar algunas cosas. Primero, Boyle y McGregor estuvieron enfadados y sin hablarse durante años cuando el primero no le incluyó en el reparto de The Beach (La playa, 2000) después de haberse constituido en sus primeras cintas en Reino Unido como pareja artística. No hace mucho que volvieron a amigarse, y solo esto ha permitido la existencia de T2, unos 15 años después de que se publicara la novela de Irvin Welsh que volvía a los personajes de Trainspotting, Porno. Los actores están mucho más viejos que en su vertiente literaria y, donde Porno era una huida hacia adelante, T2 se convierte para ellos en una cárcel de la que nunca podrán salir.

El filme equipara la nostalgia a la adicción a la heroína. Como le explica Renton a Spud, él logró dejar la droga atrás, solo tuvo que sustituirla por otra adicción. El célebre monólogo de «Choose life» (elige la vida) de la primera película ya apuntaba en esa dirección. Somos adictos a la sociedad de consumo, es nuestra droga, y nos sentimos felices de deglutirla. En el nuevo rap de Renton, entran las redes sociales y el consumo de series donde antes ya se encontraban la comida rápida y el televisor, pero en esencia se trata de productos que logran lo mismo que la heroína: abstraernos de una realidad jodida. Volver a los buenos tiempos de la juventud, cuando todo era más sencillo y se reía con los colegas, aun con agujas de por medio, supone para los personajes de T2 una liberación y, al mismo tiempo, su cárcel. Con distancia crítica, el filme se autoparodia en sus excesos kitsch y referencias continuas a su predecesora, en una era en la que el remake está a la orden del día, en un mundo en el que han hecho falta millones de libras para traer de nuevo a la vida a los personajes de Trainspotting, con el evidente décalage cronológico por no haberla hecho a tiempo. T2 puede ser un robo, pero es un hurto coherente y consentido, muy lógico en el Hollywood del reciclaje.

Sin embargo, las virtudes de la película no se acaban ahí. Como en la primera, sigue respetándose el acento y la jerga callejera de Escocia, añadiendo autenticidad a la obra. Pero además, T2 toma prestado de su referente literario un recurso desaprovechado en la pieza de culto de los noventa. La novela está contada por diversos narradores, cuando en Trainspotting solo había un punto de vista, el de Renton. Aquí Spud escribe las experiencias de sus compañeros tal como las siente, con un estilo muy directo y verbal. En los momentos en los que su manuscrito se usa como off, esto aporta a la película un montaje ágil que nos lleva a revisitar escenas de la primera parte, pero también a rellenar huecos de la historia antes no contados. Viendo las dos películas como una unidad, se podría creer que es en realidad Spud quien cuenta la historia de Renton en la primera película, pues es el único aliado en la traición a sus compañeros y testigo de la huida.

En su último acto, T2 alcanza una especie de narración circular que conecta las dos cintas en su cronología y que hace replantearse el punto de vista del relato. Las secuencias, que comienzan filmadas por la claridad y nitidez puritana de la alta resolución, van ganando en colorido, se ensucian y se vuelven cada vez más expresionistas, hasta terminar en la explosión estética y emocional del desenlace. Renton ha pasado de la vida arreglada que en principio llevaba, pero que en el fondo no le hacía feliz, a caer en las garras de la nostalgia, de la que seguramente ya nunca saldrá. Además, este desenlace junta a todos los miembros de la banda original en un antiguo pub, símbolo del carácter británico por excelencia, solo en medio de ruinas, en un barrio en proceso de gentrificación y lavado de cara. Lo feo y desagradable, estos tipos que se pinchan, se resiste a desaparecer, en un momento en el que la estandarización reina por todas partes. Los personajes de T2 son los votantes del Brexit porque, como dice en un momento Simon, la clase política se ha olvidado de ellos y parece abocarlos a no existir. Sin embargo, están muy vivos y dan la guerra.

T2 es, con diferencia y a pesar de lo que se diga, la película más pertinente, coherente y excitante de su autor en años. Realmente Boyle logra actualizarse y ser contemporáneo en su aparente pátina de copia. Junto con la primera parte, se coloca en lo más alto del podio de su cine, uno que durante años parecía simplemente hortera e irrelevante. Quizás debiera volver a su tierra para contar algo significativo. Elige Hollywood, elige la vida.

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