버닝 (BURNING), de Lee Chang-dong

Burning 2

Hay misterio, hay sospecha y, sobre todo, hay metáforas: de la epifanía del sol reflejado en una pared (el antiguo deseo de Edward Hopper) a la pesadilla de los invernaderos en llamas (la maniobra de distracción ideada por Haruki Murakami en el relato que da pie a esta película, ‘Quemar Graneros’ en su traducción al castellano). 버닝 (Burning, Lee Chang-dong, 2018) es un trabajo lleno de pistas para el público, a quien corresponde dar continuidad a la historia en su cabeza. ¿Qué son entonces esos invernaderos? Son la respuesta a la pregunta retórica que se lanza en la mitad del metraje: “¿Qué es una metáfora?

Jong-su, el protagonista, tendría que saber lo que son, porque alimenta unos deseos de grandeza (ser escritor, en la línea de William Faulkner) que no encajan con sus circunstancias: sus días se van en trabajos precarios, su padre está a punto de ir a la cárcel por agredir a un funcionario y su madre lleva años desaparecida después de abandonar a su familia en una huida hacia delante (y aún reaparecerá, hacia el final del metraje, para pedir dinero). Su hogar, además, está en una aldea que se despierta cada mañana con los mensajes propagandísticos emitidos desde la frontera de Corea del Norte, un lugar alejado de todo y de todos en el que resulta complicado perseguir cualquier sueño. Jong-su vive así anclado en una triple periferia laboral, social y geográfica, un limbo en el que su educación universitaria apenas le sirve para tomar consciencia de su condición subalterna.

Esta situación cambiará con la aparición de Hae-mi, una antigua vecina, convertida en amante, de la que Jong-su se va a ir enamorando poco a poco. Cualquiera merece un rayo de sol en su vida, ¿no? Jong-su lo va a encontrar al fondo del armario de Hae-mi, a pocos días de que esta se vaya a África a contemplar atardeceres en el desierto y alimentar un hambre insaciable por una vida mejor. Su reencuentro, a su regreso, se verá truncado por la aparición de un tercer personaje, Ben, un joven de su misma edad que, a diferencia de Jong-su y Hae-mi, es insoportable e injustificadamente… rico. La película adopta entonces la forma de un triángulo amoroso contemplado desde el vértice de Jong-su, una posición ingrata en la que el personaje observa, con impotencia y un creciente rencor de clase, la inmensa capacidad de seducción que tiene el dinero. Los tres personajes se encontrarán en repetidas ocasiones, cada una más tensa que la anterior, hasta llegar a la secuencia de la visita de Ben y Hae-mi a la casa de Jong-su, que culmina con el baile de Hae-mi frente al atardecer y el intercambio de confidencias entre Ben y Jong-su. Todas las pistas –las metáforas– están ya servidas, preparadas para el golpe de efecto que va escindir la película en dos: la inesperada desaparición de Hae-mi, a la que sólo Jong-su parece echar de menos.

Burning 3

Donde estará Hae-mi? Está en las metáforas, en el cajón de joyas que Ben guarda en su cuarto de baño o en el gato que primero no se deja ver y después, fugado en el garaje, responde por el nombre que le dio Hae-mi: Caldera. A esas alturas, con el misterio cocinado a fuego lento, la sospecha se convierte en amenaza: la puesta en escena destaca entonces la hostilidad que crece entre los personajes masculinos, presente en unos gestos que sugieren todo lo que no se mostrará hasta la secuencia final. Pero… ¿será que todo esto, todo que Jong-su, y con él los espectadores, creemos que ocurre… realmente ocurrió, incluso lo que se ve en las imágenes del encuentro invernal al lado de la carretera?

Lee Chang-dong construye la narrativa de Burning a través de la ausencia, llevando más lejos los recursos, ideados por Michelangelo Antonioni en L’avventura (1960) y L’eclisse (1962), que el cineasta coreano ya había empleado en su anterior trabajo, (Poetry, Lee Chang-dong, 2010). La desaparición de Hae-mi deja una creciente opacidad en el metraje: las cosas que no se pueden ver deben ser entonces deducidas o imaginadas, como la propia existencia del gato. La sutileza con la que Lee teje esta telaraña, con ese plano situado estratégicamente antes del final, que muestra a Jong-su escribiendo en el antiguo apartamento de Hae-mi tras su desaparición, deja la interpretación de la película, incluso su clausura, abierta a voluntad del espectador. Las dudas sustituyen aquí a las certezas, en una apuesta por la fascinación que despiertan los mecanismos abiertos frente a las restricciones que imponen los significados cerrados. A fin de cuentas, ¿quién ha visto arder esos invernaderos?

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