EL CANON DE CANNES

Cada año, la temporada cinéfila comienza con el festival de Cannes y acaba con los premios Oscar: los filmes que se presentan en la sección oficial del primero protagonizan, para bien o para mal, muchos de los debates de la temporada hasta que algunos de ellos, por pura decantación, vuelven a ser protagonistas también en la entrega de los Oscar. La temporada pasada respondió exactamente a ese mecanismo, con la Palma de Oro nominada a mejor film en los Oscar (The Tree of Life, de Terrence Malick), mientras que el ganador final de ese premio también había competido unos meses antes por esa misma Palma (The Artist, de Michel Hazanavicius). Echando la vista atrás, este diálogo entre el supuesto ‘cine de autor’ que representa Cannes y el ‘cine industrial’ que premian los Oscar se lleva repitiendo desde hace décadas, de modo que los filmes que canoniza el certamen francés no son tanto una alternativa a Hollywood como su complemento: por ejemplo, desde 1980, hubo ya tres títulos presentes en la competición oficial que luego ganaron el Oscar al mejor filme (Chariots of Fire de Hugh Hudson en 1981, No Country for Old Men de los hermanos Coen en 2007 y The Artist), y luego hubo ocho Palmas de Oro que estuvieron nominadas a mejor filme en los Oscar (All That Jazz de Bob Fosse en 1980, Missing de Costa-Gavras en 1982, The Mission de Roland Joffé en 1986, The Piano de Jane Campion en 1993, Pulp Fiction de Quentin Tarantino en 1994, Secrets & Lies de Mike Leigh en 1996, The Pianist de Roman Polanski en 2002 y por último The Tree of Life).

Estas buenas relaciones entre grandes festivales e industria se repiten en este mismo período de tiempo también en el festival de Venecia, donde un par de Leones de Oro fueron nominados a mejor filme (Atlantic City de Louis Malle en 1980 y Brokeback Mountain de Ang Lee en 2005) y uno de los filmes a concurso llegó a ganar ese Oscar (The Hurt Locker de Kathryn Bigelow en 2009); pero sobre todo fue en el festival de Berlín donde estas relaciones llegaron a ser especialmente fluidas: entre los años ochenta y noventa, cuatro Osos de Oro fueron nominados a mejor filme (Rain Man de Barry Levinson en 1989, In the Name of the Father de Jim Sheridam en 1994, Sense and Sensibility de Ang Lee en 1996 y The Thin Red Line de Terrence Malick en 1999) y hasta siete ganadores de ese Oscar participaron en la competición oficial, muchas veces llevándose algún premio (Platoon de Oliver Stone en 1987, Rain Man en 1989, Driving Miss Daisy de Bruce Beresford en 1990, Dances with Wolves de Kevin Costner en 1991, The Silence of the Lambs de Jonathan Demme también en 1991, The English Patient de Anthony Minghella en 1997 y Shakespeare in Love de John Madden en 1999). Todo este montón de datos lleva, por lo menos, a una primera conclusión, que voy a formular en términos algo frívolos, futbolísticos: los grandes festivales (entre los que destaca especialmente Cannes) y los premios de la industria son para el cine lo que el Fútbol Club Barcelona y el Real Madrid son para el fútbol estatal, es decir, dos rivales que al mismo tiempo son compañeros y de los que no hay manera de huir. Se puede vivir de espaldas a ellos, por supuesto, e incluso hace falta hacerlo porque hay miles de filmes excelentes que no pasan por Cannes ni por Hollywood (igual que hay excelentes partidos y jugadores de fútbol que no tienen nada que ver con el Barça ni con el Madrí), pero siempre acabamos por saber lo que ocurre en esos eventos porque en el fondo son una sinécdoque que sintetiza el conjunto de la temporada.

La sección oficial de Cannes puede tomarse por lo tanto como una guía de los filmes que hace falta perseguir a lo largo del año o como un síntoma de las tendencias que caracterizan en cada momento a la cinefilia. Por eso, hacia finales de abril, mi amigo Oswaldo Somolinos siempre aparece armado con sus números en una conocida tertulia cinéfila zaragozana, la Tertulia Perdiguer: allí interpreta la selección de Cannes como un registro del “estado del mundo cinéfilo”, atendiendo a qué países están representados en la competición oficial y qué cineastas vuelven a concurso o entran en él por primera vez. Como buen economista que es, sus análisis son más cuantitativos que cualitativos, pero luego sus conclusiones señalan precisamente quién es quién en la cinefilia mundial, y cómo se construyen los prestigios huidizos, bien sea de los cines nacionales, como el surcoreano, el rumano o el filipino en los últimos años, o de los ‘autores’ de prestigio, como Michael Haneke, los Dardenne, Wong Kar-wai, Gus Van Sant, Nuri Bilge Ceylan o Apitchapong Weerasethakul: los nombres más recurrentes en lo que llevamos de siglo.

Siguiendo su ejemplo, vayamos entonces a las largas tablas de números: en la era del periodismo digital post-wikileaks, la exposición de datos en bruto permite que la ciudadanía pueda emplearlos como mejor le parezca, además de saltarse los textos que los acompañan cuando resultan largos y aburridos. El siguiente listado muestra todos los países que estuvieron representados en la sección oficial en los últimos treinta y tres años, desde 1980, incluyendo también sus coproducciones. Esa fecha, en parte, es arbitraria (el recuento podría haber comenzado antes), pero por lo menos recoge las principales tendencias en el tránsito de los cines nacionales a los trasnacionales, así como de la tardomodernidad a la postmodernidad.

Esta primera tabla confirma el liderazgo previsible de las dos principales cinematografías occidentales, los Estados Unidos y Francia, que se van turnando en cada edición por ser el país que más filmes coloca en la competición oficial. Este año, por ejemplo, ha ganado claramente Estados Unidos, con siete filmes a concurso en los que vampiriza a cineastas de hasta cinco nacionalidades diferentes: Cosmópolis del canadiense David Cronenberg, Killing Them Softly del neozelandés Andrew Dominik, Moonrise Kingdom de Wes Anderson, Mud de Jeff Nichols, Lawless del australiano John Hillcoat, On the Road del brasileño Walter Salles y The Paperboy de Lee Daniels. Por el contrario, en las ediciones justo anteriores, el país con más títulos a concurso fue el anfitrión, Francia, ya que la huelga de guionistas en la industria cinematográfica estadounidense afectó al volumen de su representación.

La siguiente conclusión evidente que se puede sacar de este listado es que las grandes cinematografías europeas han ido perdiendo poco a poco peso en la sección oficial: el Reino Unido e Italia se sitúan respectivamente en la tercera y cuarta posición, pero su número de filmes a concurso se ha reducido a la mitad desde que comenzó el siglo, pasando de un promedio de dos filmes por año a solo uno. Ese fenómeno ya se había producido antes en el caso de Alemania, el noveno país en la tabla, y también del estado español, situado en la séptima posición: su volumen de títulos a concurso descendió notablemente en el tránsito de los ochenta a los noventa, manteniendo desde entonces un promedio inferior al de un filme cada dos años. Después, los primeros puestos de la tabla se completan con otros dos países que estuvieron presentes casi que en todas las ediciones de Cannes: Japón, que de no ser por su crisis económica y cinematográfica durante los años noventa conseguiría un promedio de un filme por año, y Rusia, que casi iguala la cifra japonesa si contamos como rusas las participaciones de la Unión Soviética hasta 1991, a pesar de que en 1987 concursó en realidad con un filme de nacionalidad georgiana: Monanieba (Arrepentimiento), de Tengiz Abuladzez, que finalmente ganó el Gran Premio del Jurado en ese mismo año.

El listado revela también cuáles fueron las cinematografías emergentes y cuáles se han diluido desde los años ochenta, más allá de lo que las modas hagan creer (modas o tendencias que muchas veces proceden de las secciones paralelas del festival): Filipinas y Rumanía, por ejemplo, apenas llevaron filmes a la competición oficial en la última década, a pesar de los premios que ganaron en ella sus cineastas: Cristian Mungiu se llevó la Palma de Oro en 2007 por 4 meses, 3 semanas y 2 días, y el premio al mejor guión de este año por Dupa dealuri,mientras que Brillante Mendoza fue elegido mejor director en la edición de 2009 por Kinatay. Lo mismo ocurre con Irán, que solo presentó tres filmes a concurso en los años noventa, cuando Abbas Kiarostami ganó la Palma de Oro por Ta’m e guilass en 1997, y otros cuatro a comienzos de este siglo, cuando Samira Makhmalbaf ganó dos veces el Premio del Jurado, una por La Pizarra en el 2000 y otra por A las cinco de la tarde en 2003. Por el contrario, el cine surcoreano sí ha pasdo de estar completamente ausente a ser una presencia constante desde el año 2000: en lo que va de siglo suma ya doce participaciones y numerosos premios para sus cineastas. Así, Park Chan-wook ya ganó tanto el Gran Premio del Jurado en 2004 por Old Boy como el Premio del Jurado en 2009 por Thirst, mientras que Im Kwon-taek fue el mejor director de 2002 por Drunk on Women and Poetry y Lee Chang-dong ganó el premio al mejor guión en 2010 por Shi.

Las cifras confirman la popularidad de nuevas cinematografías, como la rumana o la portuguesa. (FOTO: 'Dupa Dealuri'', de Cristian Mungiu)

Del mismo modo, el cine chino, sea de la República Popular China, de Taiwán o de Hong Kong, también ha pasado de la invisibilidad en los años ochenta a la omnipresencia a partir de los noventa, a pesar de que en este caso Cannes no fue precisamente su mayor defensor en Occidente: el Festival de Venecia ya había descubierto con unos años de ventaja a los taiwaneses Hou Hsiao-hsien y a Tsai Ming-liang cuando les concedió el León de Oro en 1989 y 1994 respectivamente (el primero por City of Sadness y el segundo por Vive l’amour); mientras que Zhang Yimou, Jia Zhang-ke e incluso Ang Lee, presentes en varias ocasiones en Cannes, fueron en realidad canonizados en Venecia cuando ganaron el León de Oro, a veces por duplicado: Zhang Yimou por Qui Ju en 1992 y Not One Less en 1999, Jia Zhang-ke por Still Life en 2006 y Ang Lee por Brokeback Mountain en 2005 y Lust, Caution en 2007, si bien el primero de ellos es un film estadounidense.

En el otro extremo de las cinematografías emergentes se sitúan aquellas en regresión. El ejemplo más claro es Hungría, un país que pasó de competir con un filme por año durante los ochenta, ganando varios premios para István Szabó (mejor guión por Mephisto en 1981 y Premio del Jurado por Colonel Redl en 1985) y Márta Mészáros (Gran Premio del Jurado por Diary for My Children en 1984), a desaparecer durante casi dos décadas hasta su regreso en 2007 con The Man from London de Béla Tarr y las participaciones posteriores de Kornél Mundruczó en 2008 y 2010. Algo semejante puede decirse también de la cinematografía australiana, que apenas ha participado en la sección oficial en lo que va de siglo, y sobre todo de la India, que a pesar de ser el mayor productor mundial de cine no compite en Cannes desde 1994, cuando Shanji N. Karun presentó Swaham.

¿Quién se acuerda ahora del cineasta indio Mrinal Sin, ganador en 1983 del Premio del Jurado por Kharij? ¿Y del turco Yilmaz Güney, ganador en el año anterior de la Palma de Oro por Yol? Si el cine del tercer mundo no envejece bien es porque, al margen de la calidad de los filmes, estos países no disponen del márketing necesario para promocionar su patrimonio cinematográfico más allá de sus fronteras: ¿cuánta gente ha visto la Palma de Oro brasileña, O Pagador de Promessas (Anselmo Duarte, 1962) o la areglina, Chronique des années de braise (Mohammed Lakhdar-Hamina, 1975)? ¿Cuanta gente vio los filmes de Souleymane Cissé, de Idrissa Ouedraogo o de Mahamat Sale Haroun, los otros tres cineastas africanos premiados en las últimas décadas? (Cissé ganó el Premio del Jurado por Yeelen en 1987, Ouedraogo el Gran Premio del Jurado por Tilai en 1990 y Haroun el Premio del Jurado por Un homme qui crie en 2010). A los programadores de Cannes siempre les gusta incluir títulos procedentes de cinematografías periféricas para darle un aire multicultural a la competición, a pesar de que luego no sea posible mantener su presencia de manera continuada, como ocurre también con los países latinoamericanos. Las buenas épocas del cine brasileño, argentino o mexicano quedan restringidas a un manojo de nombres: Carlos Diegues, Ruy Guerra, Héctor Babenco y Walter Salles en el caso brasileño, Fernando Solanas y Lucrecia Martel en el argentino, y Arturo Ripstein, Carlos Reygadas y Alejandro González Iñárritu en el mexicano. Más allá de ellos, su presencia en la sección oficial, igual que ocurre con los cines africanos, es intermitente, testimonial o, peor, oportunista, como ha ocurrido este año con la selección del filme Baad el Mawkeaa de Yousry Nasrallah después de tres décadas de ausencia del cine egipcio en la competición.

Ken Loach ha sido el cineasta más mimado por Cannes, con 11 participaciones en poco más de tres décadas. Sin embargo, su prestigio crítico es cada vez menor.

Los ‘autores’ de Cannes

La primera tabla permite alargar estas reflexiones comentando otros casos, pero en los párrafos anteriores ya se ha sugerido la existencia de una relación clara entre la presencia de determinados países y la firma de aquellos autores preferidos por el festival. Esa parece ser la situación del estado español, que en la última década compitió mayoritariamente gracias a Pedro Almodóvar. Más allá del cineasta manchego, que visitó Cannes con Volver en 2006, Los abrazos rotos en 2009 y La piel que habito en 2011, tan solo Marc Recha e Isabel Coixet llevaron sus filmes a la sección oficial en estos años: Palo i él seu germà en 2001 y Map of the Sounds of Tokyo en 2009, respectivamente. Después, la representación estatal se completa con dos coproducciones hispano-mexicanas: El laberinto del fauno de Guillermo del Toro en 2006 y Biutiful de Alejandro González Iñárritu en 2010, dos ejemplos de un cine trasnacional donde la identidad del filme se multiplica, como ocurre en el primero caso, o se diluye, como en el segundo.

Esta misma situación también se repite en otros países como Dinamarca, Bélgica y Portugal, dependiendes a su vez de Lars von Trier, los hermanos Dardenne y Manoel de Oliveira, a pesar de que Thomas Vintenberg, Lucas Belvaux y Pedro Costa también hayan participado en alguna edición. Lo mismo puede decirse de Turquía y Nuri Bilge Ceylan, Finlandia y Aki Kaurismäki, la antigua Yugoslavia y Emir Kusturica o Tailandia y Apitchapong Weerasethakul. Cada cinematografía tiene su auteur, cosa que a veces simplifica en exceso su percepción internacional: no todos los griegos ruedan tan bien y con tanta solemnidad como Theo Angelopoulos, como ahora sabemos gracias a Giorgos Lanthimos y Athina Rachel Tsangari, ni todos los israelíes trabajan en la línea de Amos Gitai, como han mostrado Ari Folman y Joseph Cedar en los últimos años.

Esta tendencia se nota especialmente en las cinematografías pequeñas, pero algunas de las grandes también quedan presas de sus propios ‘cineastas estrella’, como le ocurre a la británica: Mike Leigh y Ken Loach, se han convertido en sospechosos habituales del festival capaces de sobrevivir a su momento histórico y cinematográfico. El realismo social que representan, cada uno en su línea, fue sobradamente canonizado en los noventa, cuando Leigh ganó la Palma de Oro con Secrets & Lies (1996) y el premio al mejor director por Naked (1993), y Loach se llevó dos Premios del Jurado, uno por Hidden Agenda (1990) y otro por Raining Stones (1993). El problema de esta estética es que fue imitada en exceso en los años posteriores hasta agotarla, no tanto en el caso de Leigh, pero sí en el de Loach. Sin embargo, la caducidad de su estilo no parece obstáculo para que los trabajos de este cineasta sigan entrando año tras año en la sección oficial y en el palmarés: Loach ganó en 2006 con The Wind that Shakes the Barley una de las Palmas de Oro más incomprensibles y sobrevaloradas de los últimos anos, mientras que en esta última edición Angels’ Share supuso su tercer Premio del Jurado a pesar de que las primeras críticas de este filme señalan su falta de innovación.

El ránking de cineastas mimados por el festival está encabezado por el propio Loach con once participaciones en la sección oficial desde 1980, mientras que sus compatriotas Mike Leigh, Stephen Frears y Andrea Arnold, todos ellos adscritos de un modo u otro a la estética del realismo social, llevan respectivamente cuatro, dos y dos: en total, estos cuatro cineastas suman diecinueve títulos en la sección oficial de Cannes, más de un tercio de las participaciones británicas en la historia reciente de este festival.

Después de Loach, el siguiente cineasta en el listado es Lars von Trier con nueve filmes a concurso y una Palma de Oro (por Dancer in the Dark en 2000), una cifra que prácticamente incluye todos sus largometrajes de ficción excepto Epidemic (1987) y Direktønada for det hele (2006): va a ser curioso ver a qué otro festival emigra este cineasta si al final es cierto que no lo vuelven a invitar por culpa de sus desafortunadas palabras sobre Israel. Siguiéndole, Joel Coen y Wim Wenders suman siete filmes y una Palma de Oro cada uno (por Barton Fink en 1991 y Paris, Texas en 1984, respectivamente), y en quinta posición se encuentra Michael Haneke con seis títulos y dos Palmas de Oro, la primera por Das Weisse Band en 2009 y la segunda por Amour en este último año. Con Haneke, Hou Hsiao-hsien, Marco Bellocchio y Jean-Luc Godard empatan también a seis participaciones cada uno, aunque los dos últimos nunca han sido premiados en este festival.

David Lynch ha sido de los pocos directores que ha logrado estar presente a lo largo del tempo sin agotar su propuesta estética.

Von Trier y los hermanos Coen representan carreras longevas que han experimentado sus altos y bajos casi que sin salir de la sección oficial: sus últimos trabajos presentados en ella, Melancholia y No Country for Old Men, confirman su relevancia en el panorama cinéfilo actual, justo lo contrario del que le ocurre la Loach, el cineasta incombustible que parece inmune a la progresiva pérdida de interés de su cine. Su caso no es único, sino que tiene dos precedentes ilustres en las trayectorias de Wim Wenders y Emir Kusturica. Estos dos directores fueron consagrados en los años ochenta con más de un premio: Wenders ganó la Palma de Oro por Paris, Texas, el premio al mejor director por Der Himmel über Berlin en 1987 y también el Premio del Jurado por In weiter Ferne, so nah! en 1993; mientras que Kusturica ganó dos Palmas de Oro, una por Papá está en viaje de negocios en 1985 y otra por Underground en 1995, además del premio al mejor director por El tiempo de los gitanos en 1989. No obstante, a pesar de semejante palmarés, hay cierto consenso crítico en considerar sus últimas participaciones en Cannes como mediocres: Wenders presentó Don’t Come Knocking en 2005 y Palermo Shooting en 2008, mientras que Kusturica estrenó La vida es un milagro en 2004 y Zavet en 2007, cuatro filmes que dejaron menos huella aún que los títulos recientes de Loach.

Otro caso semejante sería el de Chen Kaigé, el único cineasta chino que ha ganado la Palma de Oro: menos de una década después de su éxito con Adiós a mi concubina, premiada en 1993, su carrera en el festival desapareció por completo debido a otro par de filmes discretos, Temptress Moon en 1996 y El emperador y el asesino en 1999. Ahora, su lugar en la sección oficial lo ocupan los miembros de la Sexta Generación de cineastas chinos, es decir, Jia Zhang-ke, Lou Ye y Wang Xiaoshuai, que aún no han consiguido ganar más que el Premio del Jurado que este último se llevó por Sueños de Shanghai en 2005. Estos ejemplos insisten en la volatilidad de los prestigios críticos, a los que pocos cineastas consiguen sobrevivir. Su recuperación depende tanto de la suerte como del talento, y parece solo al alcance de alguien como David Lynch, que primero ganó la Palma de Oro por Wild at Heart en 1990, después fue abucheado por Twin Peaks: Fire Walk with Me en 1992, y finalmente se consagró en 2001 con el premio a la mejor dirección por una de sus obras maestras, Mulholland Dr. Quizás Von Trier precise una reconciliación semejante…

Los datos muestran también que hay otros cineastas sobrevalorados u oportunistas que prácticamente no han vuelto a la sección oficial después de sus respectivas Palmas de Oro, como Steven Soderbergh, premiado por Sex, Lies and Videotapes en 1989 y seleccionado solo en 1993 y 2008, o Michael Moore, del que nunca más se ha sabido en Cannes después de ganar la Palma de Oro por Farenheit 9 / 11 en 2004, el año de la reelección de Georges Bush Jr. El caso más extremo es el de Bille August, el único cineasta que ha ganado dos Palmas de Oro en sus dos únicas participaciones en la sección oficial: una por Pelle, el conquistador en 1988 y otra por Las mejores intenciones en 1992. Después de eso, a pesar de dirigir siete largometrajes más, nunca volvió a Cannes: un ejemplo claro de volatilización de su prestigio y posterior olvido. ¿Será ese el camino de algunas vacas sagradas de años anteriores como Wong Kar-wai, premiado solo como mejor director en 1997 por Happy Together, o Gus Van Sant, ganador en 2003 de la Palma de Oro y del premio al mejor director por Elephant? Los datos, en todo caso, registran el momento de gloria de todos los cineastas que han pasdo por Cannes, y sus filmes, por suerte, quedan para siempre jamás… mientras sigan en circulación.

Estas reflexiones podrían alargarse a placer, hablando al detalle de las personas más premiadas por el festival, como Michael Haneke, los hermanos Dardenne, Theo Angelopoulos, o Nuri Bilge Ceylan, al margen de los ya nombrados Coen, Kusturica, Wenders, Von Trier y Loach. También sería interesante destacar la figura de los cineastas rescatados o reaparecidos, como Alain Resnais, ausente durante casi tres décadas después de ganar el Gran Premio del Jurado por Mon oncle d’Amerique en 1980; o recordar a aquellos directores que a pesar de todas sus participaciones aun no se han llevado ningún premio oficial, como Godard, Bellocchio, Clint Eastwood, Arnaud Desplechin y el ya difunto Raúl Ruiz. Otra categoría que merecería un párrafo entero serían aquellos nombres que se han llevado algún premio que no está a la altura del conjunto de su obra, como sería el caso de Wong Kar-wai ya comentado o los de Hou Hsiao-hsien, con seis participaciones y un solo Premio del Jurado por El maestro de marionetas en 1993, Aleksander Sokourov, con cinco filmes a concurso y nada más que el premio de la crítica por Padre e hijo de 2003, o David Cronenberg, que tras cuatro participaciones solo tiene el Premio del Jurado que le concedieron por Crash en 1996. Los datos ofrecen múltiples lecturas según los gustos y los intereses del lector, por lo que la mejor manera de acabar este artículo es incluyendo el largo listado de cineastas con más de una participación en la sección oficial de Cannes desde 1980: un exceso de información del que cada quien sacará sus propias conclusiones.

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