CASI 40, de David Trueba

En 1996, David Trueba debutó en la dirección con La buena vida. Aquella oportuna visión de la adolescencia, melancólica y tierna, exaltaba sin reparo alguno los universos de Truffaut o Malle en medio de una época más bien gris del cine español, como si el autor pretendiera reivindicar para la caduca comedia de su país una sensibilidad de otras latitudes y tiempos. La realidad es que los años fueron pasando por ese cine y el menor de los ocho hermanos Trueba, casi siempre más agudo en su vocación literaria original que tras las cámaras, nunca volvió a escribir para el medio un personaje similar al indisimulado trasunto de Antoine Doinel que allí encarnó Fernando Ramallo; de hecho, sus probadas aptitudes como relator de pequeñas derrotas cotidianas no explotaron hasta la celebrada irrupción de ¿Qué fue de Jorge Sanz? (2010), proyecto televisivo entonces del todo inaudito en el panorama nacional, asentado sobre una entrañable mística del perdedor.

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Veintidós años después de aquel debut, y tras haber conquistado la industria con los seis Goyas de la edulcorada Vivir es fácil con los ojos cerrados (2013), Trueba sorprende con un retorno minimalista al terreno que le dio mejores réditos en lo artístico. Al estilo de Richard Linklater en la memorable trilogía culminada por Before Midnight (2015) –nada ajeno al autor madrileño, que ya optó por seguir las andanzas de Jorge Sanz mediante episodios espaciados en el tiempo–, en Casi 40 retoma a los dos jovencísimos protagonistas de La buena vida en un escenario radicalmente distinto de su existencia. Fernando Ramallo y Lucía Jiménez, “él y ella” en unos créditos que abren con imágenes de ambos durante su infancia, se reúnen de nuevo para constatar lo alejados que se encuentran de sus ideales adolescentes dentro de un mundo mercantilizado, a cuya hecatombe –en la película apenas implícita– resisten como pueden con pequeños gestos humanos. Él ejerce como solitario comercial ambulante de una modesta línea de cremas; ella, cantautora de éxito en el pasado, asumió una vida de estabilidad económica al retirarse de la escena y tener dos hijos con un futbolista.

La excusa, una gira que con esquema de road-movie lleva a la segunda a diminutos locales de la España interior de la mano del primero, ahora improvisado representante, no tarda en revelar su verdadero sentido. Ambos, en una hermosa reivindicación de la amistad formada en la adolescencia, pretenden recuperar lo esencial durante el camino y sobre todo ayudar al otro ante el riesgo de perder de vista los sueños de juventud: él devolviéndola a su vocación musical; ella tratando de paliar su acuciante soledad. En tan insospechado reencuentro no importa tanto referenciar –con agradecida libertad– el argumento de La buena vida, en la que Lucía ejercía de primer deseo amoroso para el protagonista, como la presencia capital de dos intérpretes que debutaron en aquel 1996 y cuya trayectoria distó mucho del fulgor de los años primerizos, sobre todo en el caso de Fernando Ramallo, que ya hizo un significativo cameo en la serie de Jorge Sanz como actor olvidado. Como nuevo y más singular homenaje, en ellos deposita Trueba todo el peso de esta película.

Casi 40 es un film de formas leves pero precisas, que muestra íntegras las actuaciones musicales y otorga un peso específico a algunos encuadres a la hora de reflejar la posición de ambos personajes sobre su compañero de escena. Salvando las pequeñas intervenciones de Vito Sanz y Carolina África, en dos papeles estratégicos que permiten a los protagonistas sincerarse sobre lo que piensan del otro y revelar información acerca de su pasado, toda la película se cimenta en los fluidos diálogos entre los dos inspirados actores. Así, Trueba equilibra ahora su buen hacer como guionista con una dirección paciente, limpia de artificios, muestra de su capacidad para generar ideas fílmicas más valiosas en producciones mínimas que contando con mayores estructuras. Pero tras esa lograda depuración asoma igualmente una reflexión, genérica y poco sutil, acerca de las transformaciones que ha experimentado la escena artística española desde aquellos tiempos de bonanza noventera.

En ese punto reside la gran paradoja de Casi 40, una obra de melancólico humor sobre la necesidad de mimar nuestra esencia para no extraviarnos, en cuyos diálogos no faltan irónicas quejas sobre una juventud que “ya no compra el periódico” o una reivindicación de la antaño exitosa canción de autor española. Porque, a pesar de cualquier lamento fuera de tiempo, es ese gesto de mirar atrás desde la fragilidad de bares de carretera y oscuras calles empedradas el que permite el film más lúcido del director desde sus inicios. Como prueba definitiva, el desgarrador soliloquio final de Lucía Jiménez, casi diez minutos confesando guitarra en mano lo perdido en esa rotunda elipsis vital de dos décadas. Muy elocuente en la carrera del autor, construida sobre la aceptación de que, como aquí le revela ella a él en cierto momento, en la vida y en el arte “no gana nadie, solo hay perdedores”.

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