CHUVA É CANTORIA NA ALDEIA DOS MORTOS, de João Salaviza e Renée Nader Messora

Realidad y ficción en la aldea de Pedra Branca

Chuva é cantoria na aldeia dos mortos comienza con el encuentro a la luz de la luna, ante una cascada en el corazón del bosque, de Ihjãc con la sombra de su padre muerto, que dispara la ficción: «“Ihjãc, ¿puedes verme?”, “No, pero puedo oírte”, “Estás olvidándote de mi banquete funerario. Llevo un tiempo deambulando solo por aquí, en el frío de la noche. Date prisa en celebrarlo. Solo así podré partir hacia mi aldea [de los muertos]”».

Como si de una versión indígena de Hamlet se tratara, Ihjãc tiene una misión, honrar a su padre para que pueda al fin descansar; y un grave conflicto interior, asumir que puede hablar con los muertos, que es un chamán, y ocupar o no el lugar a que le han destinado. Y como en otra película de impronta hamletiana, El rey león, los escrúpulos y dudas de este nuevo Hamlet lo llevarán a huir de sus responsabilidades a la ciudad, hasta que “el canto de la selva” ─como han titulado el filme en castellano─ le haga regresar a donde pertenece y ocupar el lugar que le corresponde.

Se trata de un planteamiento inteligente si se quiere mostrar la vida real de los Krahó, una comunidad indígena del norte de Brasil ─en la sabana brasileña, que no la selva amazónica─, donde se encuentra la aldea de Pedra Branca poblada por 500 indígenas a 30 km del núcleo urbano más cercano. Por un lado, este planteamiento ofrece una ruta lineal desde la que describir, con una objetividad casi documental, el entorno de los Krahó y sus ritos funerarios; por otro, una base dramática que ancla la observación antropológica en la subjetividad de un personaje y que permite, además, abandonar la aldea para mostrar las relaciones entre la comunidad indígena y la ciudad en Brasil.

Es un entorno delicado, y con esta historia era fácil que João Salaviza y Renée Nader Messora practicaran alguna forma de exotismo. Sin embargo, han sabido evitarlo sin renunciar por ello a una admirable construcción estética. Según cuentan ambos directores, fue durante la producción de Montanha (2015), el primer largometraje de João, que Renée, entonces su asistente de dirección, le habló de los Krahó. Ella había contactado con ellos por primera vez en 2009 a petición de un amigo antropólogo al que los Krahó habían pedido documentar la fiesta de fin de luto de un conocido líder local, y mantenía el contacto con ellos desde entonces. Para Chuva é cantoria na aldeia dos mortos ambos se han desplazado a Pedra Branca donde han estado filmando durante nueve meses, en la lengua nativa de los Krahó, en 16 mm y sin otro equipo técnico que ellos mismos (Renée se ocupa también de la cinematografía), un amigo antropólogo al sonido y con el mejor amigo de Ihjãc ayudándoles con el equipo.

El reparto está formado íntegramente por actores no profesionales interpretando una versión ficticia de sí mismos. Como en la ficción, Henrique Ihjãc Kraho es un chico de 15 años que vive con su mujer Raene Koto Kraho y su pequeño en la aldea de Pedra Branca. Todas las demás relaciones afectivas y de parentesco también son reales con una salvedad: Ihjãc aún conserva a su padre; la historia está ficcionalizada a partir de las experiencias de otro indio que vivió un proceso similar al de la película. También se ha respetado la temporalidad de la rutina de los Krahó y de sus ritos, así como se ha evitado forzar sus gestos y emociones en la dirección de actores. Como remedo de Hamlet, Ihjãc resulta mucho menos locuaz y su conflicto interior se manifiesta mediante una interpretación hierática, pero es que estamos ante otra economía de sentimientos y emociones, fuertemente canalizada por el rito.

 ¿Se trata entonces de un documental o de una ficción? ¿De una docuficción? No, más bien es una ficción que trabaja con lo real y fabula a partir de ello. Una ficción de marcada impronta neorrealista, que subordina la trama a los entornos, las rutinas y las personas reales. Y cuando esto sucede, la relación entre la realidad filmada y la película exige una ética de la mirada.

¿Cómo representar la vida de los Krahó sin exotismo y sin imponerles una mirada extranjera? ¿Cómo mostrar sus creencias sobre la naturaleza, sobre ellos mismos y sobre la muerte en un filme de esta impronta neorrealista (o documental) cuando se mueven en un registro distinto de lo que nosotros entendemos por “realidad”? Es aquí principalmente donde interviene la ficción, tomando algunas soluciones de Apichatpong Weerasethakul. Pero no solo la trama, también el diseño de sonido resulta fundamental en este aspecto. Durante casi todo el metraje podremos oír el sonido de un guacamayo que, entremezclado con otros sonidos del bosque, adquirirá un sentido sobrenatural de “llamada”. Incluso una vez en la ciudad, por debajo del ruido urbano, escucharemos esta llamada silenciosa que persigue al protagonista. Lo sobrenatural también se abre paso a través de la fotografía, con sofisticados y trabajados encuadres, sobre todo en lo que refiere al paisaje y al uso del color (la amplia gama de verdes, el azul…) y de elementos como el fuego, con una lógica no responde a la tiranía de “lo bonito” como a la lógica de lo sobrenatural; o a través de texturas como en un importante momento en que la cámara explora con fotografía marco la fisonomía del guacamayo. Momentos mágicos como este, en el que la puesta en escena adquiere un tono onírico capaz de transfigurar lo natural en sobrenatural salpican puntualmente la película.

João Salaviza y Renée Nader también tienen cuidado de no practicar el miserabilismo. Aunque Chuva é cantoria na aldeia dos mortos no evita posicionarse contra el etnocidio, el desplazamiento o la destrucción del medio de la población indígena, prefiere mostrar cómo se posicionan los krahó en sus relaciones interculturales que revolcarse en emociones desgarradoras y prefabricadas. Habrá una mención a los políticos que tratan de sobornar a la aldea para que les den sus votos, el relato de un genocidio que forma parte de la memoria viva del lugar y, mediante la visita de Ihjãc a la pequeña ciudad “blanca”, se indagara en el funcionamiento de los servicios sociales y el (des)amparo que encuentran los indígenas cuando abandonan su aldea. Pero también hay lugar para mostrar cómo, en plena globalización, los Krahó se apropian de algunos elementos externos sin perder por ello su forma de vida. Junto a escenas típicamente etnográficas de rutinas y rituales indígenas conviven otras en las que Raene se pinta las uñas con esmalte color “beso intenso”, en las que las muchachas de Pedra Branca juegan al fútbol o en las que conversan entre sí en la charca sobre sus dudas y amoríos igual que las adolescentes de cualquier instituto. Son momentos corrientes de la aldea de Pedra Branca que conservan todo el poder de lo real y son habitados por la ficción.

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