¿ESTÁ DIOS INVITADO AL APOCALIPSIS?

Cuando todos hayamos desaparecido no quedará nadie aquí salvo

la muerte y sus días también estarán contados. En medio de la

carretera, sin nada que hacer y nadie a quien hacérselo.

Y dirá: ¿Adónde han ido todos?”1

 

Cormac McCarhty

The Road


DIVAGACIONES HUMANAS Y DIVINAS EN EL OCASO DEL MUNDO

Viendo las diversas vertientes del cine occidental apocalíptico programadas en el reciente Festival de Sitges, uno podría pensar que Dios ya no tiene vela en el entierro del género humano. En efecto, exceptuando el fundamentalismo evangélico de Red State y la ambigüedad deísta de The Turin horse, tanto las propuestas manifiestamente apocalípticas (The divide, Hell, Melancholia, 4:44 Last Day on Earth…), como la mayoría de aquellas que evocan, cuestionan o predican una inevitable regeneración del homo socialis (The woman, Carré Blanc, Bellflower, Contagion, Womb…), parecen, en principio, coincidir en una “ausencia de Dios”2 denunciada ya en 1956 por René Ludmann y que confirmaría la prevalencia de ese “Cinéma du Diable”3 preconizado por Jean Epstein, fundamentado en una filosofía “antidogmática, revolucionaria y libertaria, en una palabra: diabólica”.

Paradójicamente, Dios es el núcleo y fuerza motriz del film premiado con el galardón a la Mejor Película del certamen: Red State, de Kevin Smith. Los miembros de la secta fanática que protagonizan esta cinta invocan a un Dios defraudado por la perversión humana e instigador del ajusticiamiento de los blasfemos (identificados en el film con los homosexuales), que recompensa a sus ejecutores con la llamada a la Nueva Jerusalén, anunciada por las siete trompetas del Apocalipsis:

Y el séptimo ángel tocó la trompeta (…) Y tu ira es venida, y el tiempo de los muertos, para que sean juzgados, (…) y para que destruyas los que destruyen la tierra (…) Y el templo de Dios fue abierto en el cielo, y el arca de su testamento fue vista en su templo. Y fueron hechos relámpagos y voces y truenos y terremotos y grande granizo (Apocalipsis 11:15-19)

Con su cocktail de iniciación sexual adolescente, survival y fundamentalismo homicida, Red State ofrece una premisa sugerente que logra inquietar durante su turbador arranque, pero este Smith “reinventado” acaba ofreciendo una versión desaprovechada y desangelada de la masacre de Waco, en la que (en un intento de contemporaneización) reemplaza la secta adventista de los Davidianos de David Koresh por la homófoba (y actual) Iglesia Bautista de Westboro de Fred Phelps, en quien se inspira el Abin Cooper de la película. Precisamente este personaje (o para ser exactos, la soberbia y perturbadora encarnación que de él realiza Michael Parks), es el único elemento del film que logra mantener intacta su intensidad y poder de fascinación de principio a fin, cuyo colofón es la atronadora secuencia de las citadas trompetas, en la que hace que incluso John Goodman se cague encima con una interpretación escalofriantemente demencial.

Con su cocktail de iniciación sexual adolescente, survival y fundamentalismo homicida, 'Red State' ofrece una premisa sugerente, pero Kevin Smith acaba ofreciendo una versión desaprovechada y desangelada de la masacre de Waco

Bastante más hondura (tanto religiosa como cinematográfica) tiene The Turin horse, anunciado testamento fílmico de Béla Tarr (y que será programado en el festival de Cineuropa de Santiago). No deja de ser significativo que el cineasta húngaro haya decidido finalizar su carrera fílmica a con una película apocalíptica, al igual que el Nuevo Testamento finaliza con el libro del Apocalipsis de Juan (si bien es cierto que el fin de la humanidad mundo está también latente, de un modo u otro, en Sátántangó o Armonías de Werckmeister). No es nuestro objetivo en este texto analizar las virtudes cinematográficas de esta devastadora obra maestra, pero sí señalaremos algunas de las claves religiosas del film, que comienza con la narración en off de un episodio acontecido en Torino entre el caballo que da título al film y Friedrich Nietzsche, pensador que redimensionó y sublimó la hegeliana “Gott ist tot” (“Dios ha muerto”). Tras este relato, un portentoso travelling muestra un carruaje que parece tirado por el mismísimo Caballo Negro del Apocalipsis y guiado por un demacrado Jinete del Hambre, en la que es una de las más impactantes y embriagadoras secuencias que recuerdo haber tenido la fortuna de ver en una sala de cine.

La estructurada del film en episodios-jornadas parece presagiar una división en siete días, en perversa analogía con la Semana de la Creación, aunque en realidad la película (¿y el Universo?) concluye agónicamente con el ocaso del sexto día (quién sabe, tal vez Dios descanse también el séptimo día de la Destrucción). No en vano, el número siete tiene un valioso poder simbólico en la Biblia, ya que significa perfección (espiritual), y es la base en la que se fundamenta todo el Libro del Apocalipsis de Juan, de estructura septenaria: siete capítulos, subdivididos a su vez en siete secciones y en los que se envían siete cartas a las siete iglesias, se abren siete sellos, siete ángeles tocan otras tantas trompetas, se manifiestan siete visiones de Dios, se derraman siete copas, etc, etc…

La pareja campesina protagonista de The Turin horse (un viejo carretero manco y su hija), recibe el segundo día la visita de un personaje que recupera la invocación Nietzcheriana del prólogo. Este enigmático visitante se presenta con la intención de comprar palinka al anciano, para luego anunciarle, en un lírico, hipnótico e inquietante monólogo, que la tierra ha sido degradada y arrasada y que ya no queda resquicio para la excelencia y la nobleza. Se hallan, dice el forastero, no ante un cataclismo provocado por la inocencia humana, sino ante el juicio de los hombres por los propios hombres, en el que Dios también toma parte. Y todo en lo que Él toma parte, continúa el desconocido, se convierte en la más abominable creación que uno pueda imaginar. Luego condena que, a lo largo de los siglos, Ellos han degradado todo lo que han adquirido, adquiriendo y degradando, degradando y adquiriendo, hasta que lo han poseído todo, incluidos el cielo, el silencio y la inmoralidad. Mientras, los honrados y bondadosos tuvieron que creer y aceptar que no hay ni Dios ni dioses, aunque no llegaron a comprenderlo. Y sólo cuando lo comprendieron, cuando comprendieron que no hay ni Dios ni dioses, ni Bien ni Mal, entendieron que tampoco ellos existían. Y fue entonces, según el extraño, cuando desaparecieron, “extinguidos como el fuego que se deja arder en el prado”. Para finalizar, el forastero lamenta su propio error al no creer que aquello pudiese ocurrir: “estaba ciertamente equivocado cuando pensé que nunca ha habido y nunca podría haber ningún tipo de cambio en la tierra. Porque, créeme, sé que ahora, efectivamente, ese cambio ha llegado”. En una réplica tan astuta como sarcástica, tras haber escuchado pacientemente el sermón del visitante, el campesino responde con un tajante “¡venga ya, eso es una patraña!”, y lo expulsa de su casa.

En 'The Turin horse', tanto la visión apocalíptica del visitante como el pasaje del libro sitúan el guión de Béla Tarr y László Krasznahorkai en sintonía con la consideración sobre la religión de Nietzsche, aunque propone una mayor ambigüedad deísta

Al día siguiente, la soledad de padre e hija es de nuevo quebrada, en esta ocasión por la irrupción de una jocosa caravana de cíngaros errantes, que sustraen agua del único pozo que abastece a los campesinos. Antes de ser ahuyentados por el anciano, uno de ellos entrega a la hija un grueso libro a cambio del agua. Así, la hija lee en voz alta un pasaje de la obra, que el propio Tarr describe como una Anti-Biblia, en el que la Iglesia construye cosas para luego destruirlas y los sacerdotes cierran los templos ante la avalancha de pecadores y pecados.

Tanto la visión apocalíptica del visitante como el pasaje del libro sitúan el guión de Béla Tarr y László Krasznahorkai en sintonía con el pensamiento de Nietzsche, aunque sin llegar a la radicalidad anticristiana de muchas de las acusaciones del autor alemán. Así, la destrucción del mundo anunciada por el forastero encontraría respuesta en el rotundo alegato que el filósofo germano expuso en su Ley contra el cristianismo, incluida en su obra El Anticristo (1888): “el lugar maldito en que el cristianismo ha incubado sus huevos de basilisco será arrasado, y, como lugar infame de la tierra, constituirá el terror de toda la posteridad. En él se criarán serpientes venenosas”.

Por su parte, la Iglesia destructora de su propia creación parece encontrar eco en dos pasajes del propio El Anticristo, en los que Nietzsche expone su acusación anticlerical:

Yo condeno al cristianismo, yo levanto contra la Iglesia cristiana la más terrible de todas las acusaciones que jamás acusador alguno ha tenido en su boca. Ella es para mí la más grande de todas las corrupciones imaginables (…) Nada ha dejado la Iglesia cristiana de tocar con su corrupción, de todo valor ha hecho un no-valor, de toda verdad, una mentira, de toda honestidad, una bajeza de alma.

Todos los conceptos de la Iglesia se hallan reconocidos como lo que son, como la más maligna superchería que existe, realizada con la finalidad de desvalorizar la naturaleza, los valores naturales; el sacerdote mismo se halla reconocido como lo que es, como la especie más peligrosa de parásito, como la auténtica araña venenosa de la vida…

Un día después de la visita de los cíngaros, la hija encuentra el pozo completamente seco, como si de una maldición se tratase. Esta carestía de agua se suma a la ausencia de luz en la casa y a la negativa del caballo, único medio de subsistencia de la familia, a comer, beber o incluso moverse. Incapaces de huir de esa tierra yerma debido al estallido de una tempestad bíblica, padre e hija aguardan en las tinieblas de su hogar la llegada del séptimo día. Este desasosegante final, resuelto en un tétrico y lapidario plano fijo, deja en todos nosotros un poso de desesperanza y nos apela a cuestionarnos, citando de nuevo a Nietzsche: “¿es el hombre sólo un error de Dios? ¿O Dios sólo un error del hombre?”.

El fin de los tiempos, la conclusión de una obra maestra y el testamento de un genio, en el intervalo de tres fotogramas

Salvando las excepciones ya explicadas de Red State y The Turin horse, el resto de propuestas occidentales apocalípticas que pudimos ver en Sitges (insisto en “occidentales” porque desconozco los heterogéneos fundamentos orientales sobre el fin del mundo), obvian la responsabilidad del Creador en la destrucción del mundo (al menos explicitamente), posando su dedo acusador sobre un ser humano autodestructivo que poco tiene que ver con ademanes divinos. Así, la notable Melancholia, por ejemplo, vaga por un amargo desierto nihilista. Y digo “desierto” porque de Lars von Trier no transita en el nihilismo activo y emancipador de Nietzsche, sino en un nihilismo, como dice el propio título de la película, melancólico, afligido, más próximo a Jean Baudrillard: “la melancolía es la cualidad inherente al modo de desaparición del significado, al modo de volatilización del significado en los sistemas operacionales. Y todos somos melancólicos”4. En consecuencia, resulta a la vez patética, sarcástica y aguda, la brillante idea del incendiario autor danés de hacer deambular a Kirsten Dunst con el puro vestido blanco de su sacro matrimonio (incluida la extraordinaria y particular versión de Von Trier de la Ofelia en el agua de John Everett Millais).

La magnífica 4:44 Last day on Earth, de Abel Ferrara, afronta el fin del mundo desde una espiritualidad íntima, conmovedora, donde el tiempo avanza serenamente contrarreloj, mientras el espacio parece suspendido en el cosmos. Una terraza, un ático, un apartamento que se despliega hacia el universo y un universo que se filtra en la habitación, desde la nube digital, desde los medios de comunicación, desde la puerta de la azotea. Hoy es el fin del mundo, lo dice la televisión, la radio, Internet, y Shanyn Leigh y Willem Dafoe-Abel Ferrara se hacen el amor. Un repartidor de pizzas (¿qué coño hace trabajando el día del Armagedón?) se despide a través de Skype de su familia en Vietnam, o donde quiera que ellos estén. Dafoe se despide también de unos y de otros, en persona, en la red, conciliadoramente, dolorosamente… Se fuma un cigarro, recrimina a su casero la subida del alquiler, reprende a unos saqueadores, recorre las calles de Nueva York, besa y acaricia a su chica… Ella pinta y pinta y vuelve a pintar y sigue pintando un cuadro abstracto… Serenidad, una serenidad que asusta, aún más imperturbable que la de los protagonistas de La hora final (1959), de Stanley Kramer. También menos sentimental, más íntegra, aceptando, asumiendo el fin, aunque sin llegar a la voluntaria entrega a la muerte de Walt Whitman: “ven, adorable y consoladora muerte, ondulada alrededor del mundo. ¡Llega serena! ¡Llega! Por el día, por la noche; a todos, a cada uno. Tarde o temprano, Muerte delicada”.

'Melancholia', de Lars Von Trier, vaga por un amargo desierto nihilista, pero no por el nihilismo activo y emancipador de Friedrich Nietzsche, sino en un nihilismo afligido, más próximo a Jean Baudrillard

Mucho más agitada y dantesca es la claustrofóbica The divide, de Xavier Gens, idólatra y pagana y, sin embargo, plagada de referencias e interpretaciones bíblicas. Este fallido microcosmos distópico es tan excesivo en lo grotesco como parco en profundidad psicológica, además de torpe en camuflar planteamientos trillados, que conocemos al dedillo: homo homini lupus (Plauto), «en cuanto miembro de una especie, el hombre es un animal que necesita un amo» (Kant); «¡ayuda!, estamos encerrados tres hombres y una mujer, traigan refuerzos o, si no, dos mujeres más» (Groucho Marx); «el sexo sólo es sucio cuando no te lavas» (Madonna). El búnker en el que se quedan encerrados los ocho supervivientes del desastre nuclear acaba por degenerar, inevitablemente, en una combinación kitsch de la isla de El señor de las moscas con Sodoma y Gomorra, convirtiéndose en una esperpéntica Puta de Babilonia. Tanta impostura para concluir que sólo se salvan los castos y que, cómo no, el chiringuito libidinoso acaba siendo pasto del fuego purificador.

Menos aún: el fin del mundo de la alemana Hell, dirigida por Tim Fehlbaum y apadrinada por Ronald Emmerich, no propone nada, más que luz, sed y algún bostezo. Nada. Como diría John Fante: ni carne ni pescado. Es apática e indolente, porque nada ofrece y nada provoca. No siento nada por el cuarteto protagonista más que indiferencia. No me interesa si se mueren de sed, o de miedo, o acaban en el buche de los anodinos miembros de una secta fundamentalista caníbal y endogámica. Quiere parecer parecerse (o evocar, o inspirarse en, o actualizar) a Mad Max o The road, pero tampoco la calcomanía resulta afortunada. En consecuencia (y volviendo al enfoque que más nos interesa en este texto), tanto Hell como The Divide emplean livianas alusiones religiosas como un débil elemento acumulador, que apenas sirven para justificar algunas de las atrocidades que realizan los infames, inmorales y autodestructivos seres humanos (al menos, en eso, ambas obras sí son congruentes).

No en vano, ya advertía Ludmann que, en el cine, “Dios es un extranjero y no tiene cabida en un mundo en el que el hombre se ha hecho dios a si mismo”5. El ninguneo del Altísimo respecto a los asuntos apocalípticos responde, principalmente, a la liberación de la razón humana de los grilletes de la doctrina religiosa, redimiendo al ser humano de tener que buscar un sentido a su propia existencia. Pero, más allá de esta motivación cognitiva, existe otra, mucho más inquietante, basada en el desarrollo tecnológico. Así, si “los catastróficos signos del fin del mundo irrumpían antes por intervención divina, o diabólica (…), ahora, en la era nuclear (…), se sabe a ciencia cierta que la destrucción del mundo es técnicamente posible, y está en manos de los poderes fácticos”6. Leyendo esto, seguramente no soy el único al que se le viene en mente ¿Teléfono Rojo? Volamos hacia Moscú (1964), de Stanley Kubrick. Ante esta perspectiva hecatómbica, no han sido pocos los que han exaltado el uso de las armas atómicas para el exterminio de la raza humana, como aclama Louis Wolfson en su Parada en seco para un planeta infernal:

¿Qué filósofo habría soñado, hace treinta y cinco años, con atacar de manera semejante la materia enferma que somos todos nosotros? ¿Qué filántropo? ¿Qué hombre de buena voluntad? Pero ahora no debemos dejar de pasar la oportunidad de poner fin de una vez por todas a esta infame letanía de abominaciones que somos todos (…) No compartir esta opinión significa ser egoísta, criminal, monstruoso, si no loco furioso7

'La Guerra de los Mundos' (arriba) y 'Cloverfield' (abajo) establecían analogías entre la invasión alienígena y la alerta terrorista post 11-S, trayendo a nuestra memoria muchas de las imágenes vistas en televisión aquel 11 de septiembre de 2001

A este éxtasis nuclear hay que añadir otros dos elementos, el terrorismo post 11-S y las invasiones extraterrestres, asociados en una ácida conversación entre el personaje de Tom Cruise y el de su hijo en La guerra de los mundos (2005), de Steven Spielberg. Mientras el hombre (Ray), el muchacho (Robbie) y su hermana (interpretada por Dakota Fanning) huyen por carretera del ataque alienígena sobre su ciudad, el padre trata de explicar lo poco que sabe sobre la ofensiva. Confuso, el chico le interrumpe:

Robbie: ¿Qué son? ¿Terroristas?

Ray: No, han venido de algún otro sitio.

Robbie: ¿Otro sitio? Como qué, ¿cómo Europa?

Ray: ¡No, Robbie! ¡No como Europa!

Una lectura análoga puede extraerse de Cloverfiel (2008), de Matt Reeves, formidable evocación del caos, el pánico y la devastación vividas siete años antes sobre el mismo escenario, la isla de Manhattan, tras una devastadora invasión bárbara. No en vano, tanto la puesta en escena de la película de Spielberg como, sobre todo, la de la producción de J.J. Abrams, están plagadas de planos que traen inevitablemente a nuestra memoria muchas de las imágenes vistas en televisión aquel 11 de septiembre de 2001.

Llegados a este punto, tal vez sea pertinente explicar que, “por definición”, no puede existir Apocalipsis sin Dios, ya que Apocalipsis significa literalmente ‘revelación’ o ‘desvelamiento’ y hace referencia a la Revelación del Señor a Juan, “por intermedio de un ángel enviado por Jesucristo, que a su vez le dicta al ángel lo que Dios le dio a mostrar”8 (verídico). Así explica el apóstol esta cadena de remitentes: “porque yo les he dado las palabras que me diste; y las recibieron, y entendieron que en verdad salí de ti, y creyeron que tú me enviaste» (Juan 17:8); y “porque yo no he hablado por mi propia cuenta, sino que el Padre mismo que me ha enviado me ha dado mandamiento sobre lo que he de decir y lo que he de hablar (Juan 12:49)”. Así, Juan no habla en futuro (lo que va a ocurrir), sino en pasado, de un Apocalipsis que ya vio, del que ya fue testigo, a través de una revelación. Es decir, rizando el rizo: estamos ante “un libro que termina con un futuro escrito en el pasado y escrito desde el pasado, para acabar de una vez por todas con el presente”9. Sin embargo, pese a esta apreciación, seguiremos llamando, por comodidad y por hábito, “cine apocalíptico” a todo aquel que tenga como telón de fondo el fin del mundo. Una temática que, paradójicamente, J.G. Ballard considera alentadora:

Creo que la historia catastrofista, la cuente quien la cuente, representa un acto constructivo y positivo de la imaginación, en lugar de uno negativo, un intento de enfrentarse al aterrador vacío de un universo evidentemente carente de sentido, desafiándolo en su propio juego, para volver al punto cero al provocarlo de todas las formas concebibles

Esta fascinación por el Apocalipsis sería, entonces, una oposición «constructiva y positiva» del hombre frente al absurdo vacío de su propia existencia. En consecuencia, tal vez esa misma lógica pueda explicar la seducción del hombre por las tentaciones del Mal. De hecho, el propio cine está más interesado en las fechorías del multiforme Lucifer que en las divinidades del omnipotente, omnisciente y omnipresente, aunque etéreo, Creador (a quien, eso sí, hemos visto encarnado en Morgan Freman, Alanis Morissette y George Burns). En efecto, es más plausible y seductor representar plásticamente la ubicuidad acechante de Satanás que la omnipresencia intangible del Señor. O tal vez, esta atracción hacia el Mal sea simplemente consecuencia de la egolatría, ya que, como afirmaba Robert de Grimston, La humanidad es el diablo:

La humanidad es mala y corrupta, una mentirosa cegada por sus propios engaños, pero astuta dentro de los confines de su ignorancia (…) Y como todas las cosas, por su fruto conoceremos a la humanidad. Y los frutos de la humanidad son sucios, aplastados y amargos, y podridos hasta el corazón. Y el hogar de la humanidad es la tierra, y la tierra es el Infierno.

La irlandesa 'The secret of Kells' (arriba), la gala 'Jeanne Captive' (abajo, izq.) y la lusa 'A Religiosa Portuguesa' (abajo, der.), son tres obras recientes que exploran la religión desde una profunda espiritualidad mística.

¿Qué queda, entonces, de Dios en el séptimo arte? Haciendo un breve repaso a los títulos más recientes, vemos que la visión que ofrece el cine del Todopoderoso, su doctrina y sus súbditos, estaría más próxima a la terrenalidad de Pasolini, el ‘ateísmo practicantede Buñuel, el ‘teísmo secular’ de Kieślowski o el agnosticismo de Allen; que a la fe de Dreyer, el ascetismo de Bresson, el misticismo de Bergman o el epopeyismo de Cecil B. De Mille. Así, el arco en el que se mueve el actual cine de temática religiosa se extiende desde las diversas vertientes del biopic (Encontrarás dragones, La última cima o Teresa: el cuerpo de Cristo) hasta cierto tipo de cine de exorcismos y posesiones (The last exorcism, El rito, Legión), pasando por los análisis críticos sobre la Iglesia y sus representantes, erigiéndose ahora Habemus Papam como el azote que otrora supusieran Las hermanas de la Magdalena (Peter Mullan, 2002) o El crimen del padre Amaro (Carlos Carrera, 2002). Esa crítica puede revestirse de parodia en propuestas como Un tipo serio (Joel & Ethan Coen, 2009) o El cant dels ocells (Albert Serra, 2008), o incluso recrearse en la ‘blasfemia’, como Religulous (Larry Charles, 2008). Mientras, entre uno y otro extremo del arco, buscan su nuevo lugar aquellas obras, cada vez más atípicas, que exploran la religión desde la fe, la profundidad espiritual o el misticismo, en la línea de Jeanne Captive (Philippe Ramos, 2011) [también programada en Sitges], El árbol de la vida (Terrence Malick), De dioses y hombres (Xavier Beauvois), The secret of Kells (Tomm Moore y Nora Twomey, 2009), Lourdes (Jessica Hausner, 2009), A Religiosa Portuguesa (Eugène Green) o Cartas al padre Jacob (Klaus Härö, 2009).

Quién sabe, tal vez todo este embrollo pueda sintetizarse con una elocuente idea de Cormac McCarthy: “Dios no existe y nosotros somos sus profetas”.

 

1 Traducción propia de “When we’re all gone at last then there’ll be nobody here but death and his days will be numbered too. He’ll be out in the road there with nothing to do and nobody to do it to. He’ll say: where did everybody go?”, en McCarthy, Cormac: The road. London, Picador, 2006. P. 144

2 Ludmann, René: Cine, fe y moral. Madrid, RIALP, 1958, p. 68

3 Epstein, Jean: Le cinéma du diable. Paris, Ed. Jacques Melot, 1947.

4 Baudrillard, Jean: Simulacra and Simulation, Michigan, University of Michigan Press, 1995.

5 Ludmann, Íbid p, 67

6 Duque, Íbid, p. 64

7 Texto recogido en Parfrey, Adam: Cultura del Apocalipsis. Madrid, Valdemar, 2002. P. 61

8 Duque, Félix: Filosofía para el fin de los tiempos. Madrid, Akal, 2000, p. 140

9 Duque, Íbid, p. 139

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