FICX50: SUMISIÓN Y METACINE

Frente a la crónica diaria, más atropellada, un conjunto de reseñas de filmes, más que una reflexión sobre lo que hace a un festival -esto es, su programación y, con ella, la marca personal que deja en el espectador-, hay quienes preferimos valorar en conjunto la capacidad de un certamen para producir pensamiento con su propuesta. En este sentido, hay dos líneas que dotan de sentido a este FICXixón 2012 -entre más que muchos otros cronistas podrán haber identificado-. Una es la presencia muy evidente de filmes que hablan de mecanismos de sumisión de minorías o colectivos como el de la mujer, temática que pareció preocupar a los organizadores. Por otro lado, se produce en varias películas una hibridación entre documental y ficción, unida a un espíritu metanarrativo, que hizo valer la pena pasarse por las secciones paralelas a la oficial, como Rellumes o Llendes.

Pero antes de pasar a valorar los filmes, hay circunstancias particulares en esta edición que no podemos obviar, y que son de obligada mención. Esta revista apoyó públicamente al director saliente en enero, José Luis Cienfuegos, dada su aberrante y polémica destitución. Entendíamos que su gestión había sido ejemplar, y que veníamos de presenciar una de las mejores ediciones vistas en años, con un altísimo nivel competitivo, que además llenó las salas de público, local y foráneo. No fuimos los únicos en apoyar al actual responsable del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Todo el sector firmó diferentes manifiestos y cartas como gesto de protesta. La contestación salió a la calle, y por Gijón se propagó un ambiente de clara beligerancia contra el director entrante, Nacho Carballo.

Por todo esto, el nuevo equipo no lo tenía fácil, pues jugaba contra el boicot ciudadano y del sector, contra una desconfianza que, desde un punto de vista personal, llegué a juzgar irracional respecto a varios colegas que aprecio. A pesar de algunas extravagantes declaraciones iniciales, todo el mundo, Nacho Carballo incluido, merece un voto de confianza. Ya se lo hemos dado. Veredicto: suspenso.

En primer lugar, la voluntad de acercarse más a Sundance que el director proclamaba se ha visto cumplida, pero en el sentido más peyorativo de la palabra. Los filmes de la sección oficial parecían fotocopias gastadas, un reiterativo desfile diario de títulos que provocaban indiferencia y tedio, dado el repetitivo y obvio esquema que todos seguían. En un intento por seleccionar un cine de ‘qualité’ -no se puede decir que técnicamente las películas no fueran impecables- y multipremiado -como si eso fuera una justificación-, este equipo obvió que el arte no es ciencia, y presentó un conjunto de filmes sin alma, manufacturados en una churrería con el aceite requemado. El riesgo, la frescura que caracterizaba al FICXixón, se han perdido.

Desde un punto de vista estratégico, incluso la elección de nombres no ha sido muy inteligente. El único director de renombre en la selección era Cristian Mungiu, excepción que confirma la regla con su notable Beyond the Hills. Ahí, y con el ciclo de Amir Naderi, se acaban los reclamos. El resultado fue una presencia casi nula de medios especializados que viajasen a Gijón para cubrir el evento. Solo bastaba con consultar el exiguo Twitter u observar las raquíticas filas de casilleros de prensa para darse cuenta. Las salas, medio vacías o medio llenas, cada uno que lo vea como quiera.

A esto se sumaron algunos errores gravísimos de organización, se mire por donde se mire. Que tengas que repetir un par de pases porque una copia de un filme no tira bien, entre docenas de ellos, entra dentro de lo razonable, y le pasa a todo festival de bien. Que un vuelo llegue tarde -bendita noche de hotel extra-, dejando la Michal Hogenauer sin la presentación de su interesante Tambylles, o que Rahbar Ghanbari no aparezca por motivos personales no especificados, pues tampoco es culpa del equipo de producción. Que el catálogo, herramienta fundamental para distribuidores, programadores, críticos y aficionados -menos mal que ahora existe Internet en el móvil- se entregue el sexto día del festival, cuando éste dura nueve, es absolutamente imperdonable.

La sensación general es que se hicieron demasiadas cosas apresuradamente -normal en un equipo primerizo-, pero esencialmente lo que apena es la pérdida de la independencia, la frescura y el riesgo que caracterizaban a Gijón, para convertir el certamen en una recua de convencionalismos, lugares comunes, y apuestas por lo seguro. Lo más valiente que hizo este equipo fue crear la sección AnimaFICX, otorgando un lugar de relevancia a la animación de calidad, muy a menudo desterrada de los festivales internacionales por prejuicios incomprensibles. Sin embargo, no se entiende que filmes de público infantil como Le chat du rabbin o Un monstre à Paris compartan espacio con otros adultos y densos como Alois Nebel. Y lo que clama al cielo es el doblaje en directo al asturianu de From Up On Poppy Hill.

Con todo, sería injusto no resaltar las películas interesantes -hubo muchas- de este FICXixón. Este cronista espera, por el bien de un festival de referencia en España como es este, que las próximas ediciones potencien este cine, que convocaba a cientos de cinéfilos cada año en la ciudad asturiana.

Sumisión

La gran temática de este año fueron las dinámicas de sumisión y dependencia que se establecen en el ámbito de la familia y de los amigos. De una manera frontal y con un afán de crítica social evidente, varios títulos de la sección oficial fueron por este camino. Teddy Bear (Mads Matthiesen, 2012) retrata la soledad de un inseguro culturista que vive prisionero de los caprichos de su madre. El filme, olvidable, cuenta con un impresionante Kim Kold, culturista profesional, convertido en actor de primera. Shadow Dancer (2012) confirma que James Marsh mejor haría en quedarse en el terreno de los documentales. Plúmbeo filme de infiltrados en el IRA, funciona en parte por otra actriz a descubrir, Andrea Riseborough, que personaliza en su rostro toda la tensión a la que está expuesta por parte de unos hermanos que viven exclusivamente para la venganza. Por las adolescentes protagonistas, sometidas de una manera insidiosamente empresarial por un chaval dandi y guapetón, funciona también About the Pink Sky (Keiichi Kobayashi, 2012), elegido mejor filme por el jurado internacional. En lo formal, lo más arriesgado que se puede decir de ella es que está rodada en blanco y negro. A favor de las maltratadas mujeres están las tendenciosas No quiero dormir sola (Natalia Beristáin, 2012), The Patience Stone (Atiq Rahimi, 2012), À perdre la raison (Joaquim Lafosse, 2012) o Barbie (Lee Sang-woo, 2011). Se acumulaban tanto estas propuestas que había días en los que esto parecía un festival de los derechos humanos, más que de cine.

Y, en medio de tanto panfleto previsible, aparece uno de esos filmes que marcan todo tránsito festivalero, el inclasificable e irrepetible La venta del paraíso (Emilio Ruiz Barrachina, 2012), película curiosamente atacada, que supone para mí uno de los retratos más certeros de esta nuestra crisis económica y moral. En los primeros minutos, uno no sabe si las risas que provoca la cinta son intencionadas o involuntarias, pero todo se vuelve pronto tan exagerado que no cabe duda. Estamos ante una inteligentísima -e incomprendida- comedia, que se atreve a mezclar el realismo mágico con el esperpento de Valle-Inclán, poniéndole unas gotas del Almodóvar más alocado en los diálogos y personajes, y con un registro formal que bebe de la telenovela, deconstruyendo de manera crítica su lenguaje para ligarla estéticamente a la decadencia moral y mercantil de nuestra España. La protagonista -potente Ana Claudia Talancón-, una emigrante mexicana que aterriza en Madrid, víctima de una estafa y sin lugar donde residir, acaba en un curioso y surrealista hotel, refugio de todos los despojos de la sociedad. Uno de estos invisibles, el músico interpretado por William Miller, propone hacia el desenlace del filme, rebelarse contra un miembro del ‘establishment’ que le ha robado los arreglos para la Obertura 1812 de Tchaikovsky, con la que está obsesionado. Las referencias al imperialismo napoleónico, sugeridas con un montaje paralelo entre el concierto del desenlace y escenas de inmigrantes siendo deportados, llegan a ligar toda la secuencia a un amargo eterno retorno histórico nietzscheano, en un ejercicio de una importante carga política. Es este un filme de muchas capas, a reivindicar.

Después están esas propuestas que, con un marcado carácter hanekiano, inundaron todas las secciones de figuras desprotegidas. La más estimulante fue Beyond the Hills (Cristian Mungiu, 2012), por el estilo propio, sólido y riguroso que rezuma. Como 4 meses, 3 semanas y 2 días (2007), es una película de una sobriedad exquisita, de una puesta en escena calibradísima, que casi no cuenta con cortes, porque juega con el movimiento de los actores y los encuadres para construir planos dentro del plano y dirigir la narración. Los diálogos son largos, pausados, realistas y hasta reiterativos, en un afán documental de transmitir lo que aconteció con el ritmo de la vida, no el del cine, extendiendo el tempo narrativo hasta la náusea -en el buen sentido-, a modo de como también lo hacen otros maestros del nuevo cine rumano, como Cristi Puiu o Corneliu Porumboiu. La historia real, sacada de una serie de reportajes de la periodista Tatiana Niculescu, sobre el maltrato a una mujer en una pequeña comunidad ortodoxa, pone los pelos de punta. La película de Mungiu lo transmite con rigor y respeto. Es cine de primera.

Otros alumnos de Haneke, ya sin sello propio, pero con propuestas interesantes, son Michel Franco (Después de Lucía, 2012), Gonzalo Tobal (Villegas, 2012), Justin Kurzel (Snowtown, 2011) o Gianluca y Massimiliano de Serio (Sette opere di misericordia, 2011). Todas sus películas tienen en común un desarrollo narrativo que esconde dinámicas de control de unos protagonistas hacia otros y que intenta, con esta estrategia, erigirse en bisturí crítico de los comportamientos reprochables de una sociedad que ha perdido el rumbo. Los planos descriptivos, largos y estáticos; los silencios dramáticos de los personajes, remiten de forma directa y un tanto pretensiosa al Michael Haneke de Funny Games (1997) o Caché (2005). Bien, pero ya lo han hecho otros mejor. ¿Por qué tanto afán de entregado copista?

Algo semejante podríamos decir respecto a Alois Nebel (Tomás Lunák, 2011) y Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), pero estaríamos errando nuestro juicio por tratarse los dos de filmes hechos con la técnica de rotoscopia, consistente en filmar primero a actores para después superponer animación. Es cierto que el filme de Lunák recuerda mucho estéticamente al de Folman, e incluso se pueden comparar en su intención común de desenterrar hechos históricos tabúes en sus países, en su afán por recuperar la memoria a través de imágenes animadas, ya que no existen las reales. Pero son muy distintos en la narrativa. Con un ritmo pausado y contemplativo, Alois Nebel recuerda casi, como ha indicado nuestro compañero Pablo González Taboada, a un Béla Tarr animado.

Por último en este apartado de sumisiones, va también a su bola Viagem a Portugal (Sérgio Trefaut, 2011), uno de los filmes más comprometidamente políticos de esta edición, que narra la historia real de una inmigrante ucraniana que es detenida durante horas y deportada en el aeropuerto de Faro (Portugal). Lo más interesante del filme de Tréfaut es la repetición de las escenas con cambios en la perspectiva y en los encuadres, de modo que todas las conversaciones se duplican casi enteramente, con los planos y contraplanos mantenidos durante toda una secuencia en los actores que se enfrentan. Aquí hay mucho duelo interpretativo de alto nivel -Maria de Medeiros, Isabel Ruth y Makena Diop están estupendos-, pero también un estudio de caracteres. La repetición también del mismo plano con distintos encuadres en varios casos provoca interpretaciones políticas diversas, y reflexiona sobre la naturaleza, tanto denotativa como connotativa, de las imágenes. Interesantísimo entonces en lo formal y con unas interpretaciones notables, normal que se alzara con el premio de la sección Rellumes.

Metacine

Fueron precisamente las secciones paralelas las que resultaron más estimulantes, dándose la mano algunos títulos que no tenían reparos en mezclar ficción y documental, hasta el punto de fusionarse los dos estilos en un único ente inseparable. Las que lo hicieron de manera más radical e integral fueron las dos tailandesas Mekong Hotel (Apichatpong Weerasethakul, 2012) e In April the Following Year There Was a Fire (Wichanon Somumjarn, 2011). Es conocida la capacidad de Weerasethakul para realizar estos ejercicios. Su última película puede considerarse un compendio de toda su anterior obra. Están las referencias metafísicas, una poética de lo fantástico muy naturalizada, largos planos descriptivos, silencios dramáticos, y una narrativa que entra y sale de la realidad, entre el día a día en un hotel del río Mekong y una historia de vampiros que se vive dentro de él. ¿Vampiros? ¿Especuladores inmobiliarios? Léase como uno desee. Mekong Hotel es un festín para los ojos y el corazón.

Aún mejor resulta la película de su colega Somumjarn, la gran sorpresa del festival para un servidor. Se trata casi de un filme de viajes en el tiempo, en el que se confunden presente, pasado y futuro narrativos; en el que uno no está nunca seguro de si el director cuenta una historia autobiográfica de ficción, en qué momentos está siguiendo en tiempo real a un amigo que vuelve de Bangkok, sin trabajo, a su pueblo, para reconstruir su vida… Este filme tiene momentos mágicos, de absoluta libertad, como cuando el protagonista, sin ningún tipo de intencionalidad narrativa, va a ver cómo entrenan unos caballos, y la visión del filme -no solo aquí, muy a menudo-, se vuelve absolutamente contemplativa. Hay mucha conversación entre colegas y con antiguos amores sobre lo que supone hacerse adulto, el paso del tiempo y esas cosas y, aunque uno no entiende tailandés, suena como una lengua verdaderamente poética, tonal, en la que todo rima. Es como sentirse hechizado por un encantador de serpientes. La película del festival y una de las mejores del año.

La cosecha venida de Rotterdam dejó otro ejercicio metacinematográfico potente, que en este caso juega con los estereotipos del cine negro para naturalizarlos en un barrio de reciente construcción, en el que se liga la especulación inmobiliaria de los políticos con el control mafioso que ejerce el patriarca del barrio. A modo de como demandaba Glauber Rocha, tiene O Som Ao Redor (Kleber Mendonça Filho, 2012) algo de sucio, también en la manera de entender las relaciones sentimentales, que choca directamente con unos modos tan hollywoodienses como los del ‘noir’.

En una línea más gueriniana, Fogo (Yulene Olaizola, 2012) muestra el progresivo abandono de una región rural de Canadá poniendo en escena situaciones dramáticas con la gente del lugar. Tiene además una vertiente contemplativa que la acerca a Ben Rivers o Peter Hutton.

Hay, por último, dos propuestas que introducen elementos documentales, que es preciso incluir aquí. Tambylles (Michal Hogenauer, 2012) comienza como un torpe falso documental de un expresidiario que no encuentra la paz en su pueblo al salir de la cárcel. Pasados estos primeros 20 minutos, cambia la textura de vídeo a cine. La cámara sigue los pasos solitarios de este hombre desnortado e inadaptado, con una interpretación muy contenida e inteligente de Ivan Ríha. La puesta en escena es muy fría y analítica, al modo de un informe. De esta manera, el realizador reflexiona sobre la verdad detrás de los modos de exposición. ¿Qué es más honesto, un documental con artificio o una ficción sin adornos?

Children of Sarajevo (Aida Begic, 2012) tiene una puesta en escena parecida, pero aquí las imágenes reales de la guerra son tan evocadoras y potentes que la ficción queda empequeñecida al lado de ellas. Sin embargo, es justo comentar la honestidad con la que Begic ha construido un guión cargado de elementos autobiográficos.

Rellumes (destellos) personales

No querría acabar sin citar algún título más que, fuera de estas corrientes principales, es digno de mención. Gimme the Loot (Adam Leon, 2012) es con diferencia el filme más despreocupado de una sección oficial obsesionada con las buenas formas. Parece que hayan cogido la cámara unos chavales de instituto y grabasen sin mucha planificación, pero eso sí, con mucho brío. La peli sigue los devaneos sentimentales y “profesionales” de unos graffiteros que se preparan para realizar la obra de su vida en un estadio. Un golpe al poder. Noir hecho por adolescentes tardíos, con sus códigos y su jerga, lo que hace que tenga una frescura y una potencia muy propios de Gijón, un festival que siempre se ha dado a los más jóvenes.

Tower (Kazik Radwanski, 2012) es otra historia de adolescente muy tardío, la de un hombre adulto con el síndrome de Peter Pan que se niega a crecer por miedo a la vida, porque probar a triunfar puede acabar en un fracaso. El prota Derek Bogart está estupendo. Filmado durante 80 minutos en primer plano -sí, la propuesta es radical-, la cinta es un estudio de su expresión corporal, en la que vemos reflejadas muchas de nuestras ilusiones, esperanzas, y también frustraciones.

Y, por supuesto, no podemos olvidar el ciclo de Amir Naderi, fundamental realizador iraní, simpatiquísimo, y que cuenta en su nómina con un par de títulos destacables. The Runner (1990) respira cine por todos sus costados. Honesta y enérgica, se comprende que conmueva esta historia de niños en la calle cuando uno descubre que está basada en las propias experiencias del director. Todas las películas de Naderi están hechas desde dentro, son el resultado de la vida que llevó, primero en Irán, después durante años en los EE.UU. y, ahora en Japón. Ya ha comentado que en breve se marchará rodar a Italia. Pero de sus años americanos, parece vista hoy fundamental Manhattan by Numbers (1993), pues es un filme que retrata el capitalismo con certera precisión. El paisaje urbano de Manhattan y Wall Street, plétora de imágenes evocadoras del sueño americano, contrasta con los testimonios de la gente en la calle, un par de edificios más allá. El realizador se inventa la historia de un periodista con deudas, que no deja en toda la película de buscar a un amigo perdido por la ciudad, para que se las pueda pagar; para realizar en realidad un retrato calidoscópico de la urbe. Cuando el protagonista hace este recorrido en busca del colega, entrevistándose con distintos tipos de la ciudad, en realidad está realizando un verdadero trabajo periodístico, que Amir Naderi recoge en primeros planos frontales, como si se tratara de un filme de testimonios. En cierta manera, vuelve a evocar una experiencia propia, la de vivir de mendigo, en los túneles del metro, los primeros meses al llegar a Manhattan. Y de paso realiza el que, casi veinte años después, ha sido el retrato más certero de la crisis económica que ha mostrado el festival.

Por este tipo de cosas debería tirar una edición 51 del FICXixón que, si no se afana además en agenciarse cineastas de primera división, no contará con ningún apoyo fuera de la ciudad, y esto sería penoso en un festival que durante años ha sido una referencia, también más allá de nuestras fronteras. Este buen cine, paralelo, debe ocupar el lugar central si el certamen desea retomar la senda de la recuperación. Suerte sincera para el 2013.

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