DOLOR Y GLORIA, de Pedro Almodóvar

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Cuenta el dibujante Lewis Trondheim en su ensayo gráfico Désœuvré (2005), producido en pleno bloqueo por una crisis de la mediana edad, el pánico que le transmite la idea de haber tocado techo creativamente, y que a partir de entonces solo le quede estancarse, repetirse e ir a menos. Dedica un buen trecho de la obra a fijarse en el ejemplo de sus grandes ídolos del medio, y en casi todos encuentra un momento a partir del cual empiezan a “envejecer mal”. Esa curva de la decadencia que describe podría extrapolarse sin mucha dificultad a la cinematografía reciente de Pedro Almodóvar, del que existe el consenso que tocó fondo con Los amantes pasajeros (2013): su intento de recuperar la efervescencia provocadora de sus comedias de los 80 dejaba patente que había perdido esa chispa hacía mucho. Desconozco el proceso que llevaría al cineasta a recapacitar sobre sus últimos errores (quizás el ostracismo a lo que se retiró tras descubrirse su implicación en los papeles de Panamá le dio tiempo a meditar), pero para sorpresa de la platea, entrega en Dolor y gloria (2019) una de las obras magnas de su carrera, ese film de madurez que ya no sabíamos si llegaría a hacer.

Yo apostaría a que este regreso triunfal se debe a un afortunado cambio de rumbo en sus intereses autorales. Si últimamente el realizador se excedía con tramas rocambolescas y convulsas complicadas por puestas en escena manieristas con las que disimular un vacío, su 22º película apuesta por lo contrario: una historia íntima y personal, narrada con un estilo depuradísimo, simple (que no sencillo). Pedro por fin tiene algo que contar: la historia de un cineasta veterano al que sus múltiples dolencias le impiden continuar trabajando, y que en plena depresión rememora días de infancia, amores perdidos, la muerte de su madre. Es imposible no ver en Salvador Mallo un alter ego del director, no tanto por los detalles autobiográficos (algunos públicos y notorios, otros deducibles: el morbo que da imaginar al personaje de Asier Etxeandía como un trasunto de Eusebio Poncela), sino por el exorcismo emocional al que lo (se) somete. La experiencia es un grado, y Almodóvar llegó a una edad en la que ya empieza a tener claras ciertas cosas sobre la vida y el arte y su indisolubilidad; como bueno chamán, tiene la generosidad de purgar su dolor en esta cinta para compartir esas ideas con nosotros.

Ante la relevancia de su emocionante mensaje, Pedro no precisa humo y espejos con los que distraernos. La única pirueta formal que se permite (si descontamos la secuencia animada por Juan Gatti en la que da cuenta de las muchas enfermedades que sufre el protagonista) viene en la escena final al recontextualizar todos esos flashbacks de la niñez en Paterna, dándoles una nueva dimensión meta que no anula la intensidad de lo recordado. Los tics habituales del universo almodovariano están presentes (las matronas rurales, la bibliofilia militante, los colores impactantes, el homoerotismo efébico), pero diluidos; no necesitan tanto llamar la atención sobre sí mismos como ponerse al servicio del relato. Eso puede verse, por ejemplo, en unos diálogos incisivos pero que no buscan escalar posiciones en su panteón de frases célebres, o en el cameo de Rosalía (tra, tra): lo que en otra película habría sido un showstopper, aquí casi pasa desapercibido. Hizo falta toda una vida para conseguir ese nivel de contención. La maestría era esto, saber quitar en vez de poner.

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El crepúsculo del cineasta

Una atmósfera crepuscular baña la película. La muerte está cerca, y con ella el olvido; por eso la memoria es el triunfo. Los mejores momentos del film son aquellos en los que el Mallo del presente ajusta cuentas con figuras de su pasado y las despacha sin nostalgia ni resentimiento. Particularmente la reaparición fortuita del ex encarnado por Leonardo Sbaraglia. Hay mucho sentimiento de culpa en el director, sobre todo por cómo cree que le falló a su madre en sus últimos años; por eso alivia experimentar con él la catarsis cuando le toca perdonar al hombre que destruyó su relación con su drogodependencia. Uno de los campos en los que siempre sobresalió el manchego es la dirección de actores, y este caso no es una excepción: todo el reparto está excepcional, pero lo que consigue con Banderas (que lo mimetiza sin caricaturizarlo) o Cruz (refinando el arquetipo que ya había expuesto en Volver) es inaudito.

Casi sería tentador desear que Dolor y gloria fuese el testamento cinematográfico del cineasta. Una despedida por todo lo alto. No es una cinta perfecta (tiene detalles incómodos como el tratamiento superficial de ese flirteo random con la heroína, los estereotipos de los personajes racializados), pero es una síntesis exquisita de la obra almodovariana; cierra definitivamente un círculo con este tributo a ese cine de verano “que olía la pis y jazmín” que lo cautivó a él de pequeño. Sería una lástima verlo repetir el ejemplo de Woody Allen, que consiguió su cumbre con un auto-ajuste de cuentas semejante en Decontructing Harry (1997) y que dos décadas de producción irregular posterior acabaron por deslucir, cumpliendo la profecía de Trondheim. Pero quién sabe, tal vez sepa sortear el maleficio y sea este el preámbulo de una nueva fase en su carrera, una de veteranía definitiva. En cualquiera caso, habrá que esperar que el tiempo la ponga en su sitio. Como pasa dentro del film, cuando el homenaje que la Filmoteca le dedica a Salvador certifica que una de sus primeras películas de culto que se reestrena restaurada es ahora un clásico moderno, para sorpresa de Mallo, que no acaba de entender si fue la obra la que cambió o fue él. La vida y el arte, imitándose mutuamente.

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