EMA, de Pablo Larraín

Una de las películas que más dio que hablar en el pasado 2019 fue la última obra de Noah Baumbach Marriage Story. En ella asistimos al declive y deterioro de una relación en la que el hijo del matrimonio es empleado como una pieza de intercambio entre las discusiones. Ema, en cierta forma, trata el mismo tema, pero desde un prisma más amplio, abarcando cuestiones que exceden la pareja que forman Ema (Mariana Di Girolamo) y Gastón (Gael García Bernal).

La pareja de bailarina y coreógrafo que forman Ema y Gastón es, creativamente, ideal; los ensayos y los aplausos ratifican un modelo de vida centrado en el arte. Sin embargo, la alegada impotencia de Gastón, tanto emocional como sexual, para tener un hijo con Ema, acaba derivando primero en la adopción, y posteriormente en la devolución del hijo. Esta devolución (que término más cruel para hablar de algo tan duro) marcará el trauma emocional que dará el tono de la película. El trauma derivará en un abismo y, como un agujero negro, comenzará a absorber con violencia todo lo que lo rodea y a todos. Todos excepto el niño, al que casi no lo vemos (al fin y al cabo, la película lleva el nombre de la madre, no del hijo).

Larraín filma de forma magistral los encarnizados cruces de acusaciones entre Ema y Gastón, acusaciones en la que él siempre va un paso más allá, empleando de forma impasible y cruel los recuerdos a los que se agarra Ema. Gastón le recuerda cómo el ahora ausente hijo jugaba con Ema, como le decía que la quería… para después, una vez consciente de su propia crueldad, arreglarlo todo con un “perdón”. Decimos que Larraín filma estos cruces de forma excepcional porque en ellos los dos no comparten plano casi, ocupando así cada una de sus verdades su espacio propio, y también porque en esos planos en los que Gastón emplea los recuerdos como argumentos tirados a muerte, se retrata de forma muy realista un machismo del que no se habla tanto: el de las élites culturales “progres”. Porque sí, ahí también hay machismo.

Una de las múltiples acusaciones que Gastón le profiere la Ema es durante un ensayo del grupo de bailarines. Allí, de nuevo vuelve a los recuerdos del niño para buscar la empatía de los presentes recordándoles que “somos una familia disfuncional, pero somos familia”; poco más tarde, el pater familias ridiculizará a las participantes del grupo que bailan reggaetón en la calle. Una idea de familia, pues, vertical, en la que el padre dirige y marca el camino a seguir, y aquellos que quieren explorar nuevos caminos, son ridiculizados mediante la ironía o el bien conocido mansplaining. Por supuesto, nunca se llega al extremo de la violencia física, puesto que hablamos, insisto, de una idea de familia “progre”; y a los “progres”, les llega con la violencia de las palabras.

Esta actitud presente en la película es contestada con una imagen que, reconozco, tardó en cuajar en mí. Me explico. Ema y sus amigas acuden al almacén del grupo para coger algunas pertenencias, entre ellas, un lanzallamas. Con él, le prende fuego al coche para conseguir la atención de un bombero local. Bien, hasta aquí es comprensible, dentro del marco de la narración, la presencia de este lanzallamas y su uso; sin embargo, esta arma aparecerá varias veces esgrimido por Ema, con el que irá quemando cosas en unas secuencias que, en un primero momento, parecen más un videoclip que la propia película. Quizás porque no sé lo que es sentirme observado de forma constante en cada una de las decisiones que tomo o en los ambientes que recorro, no entiendo en un primer momento que hace este lanzallamas en Ema. Sin embargo, la imagen no deja de volver a mí después de ver la película. Finalmente comprendo que estas imágenes no forman parte de la narración, sino que son el reflejo de los deseos de una Ema que, harta de solo encontrar comprensión en sus amigas, decide tomar el camino de las armas y quemar todo. Solo sobre el terreno quemado podremos construir una sociedad nueva, puesto que esta actual se hizo empleando las pollas como cetros de poder. ‘Some men just want to watch the world burn’, le decía Alfred a Batman; pues ‘all women want to burn the world’… y es perfectamente comprensible.

Es interesante también la capa que Ema tiene respeto de la política de los espacios públicos y de la cultura. En toda la película vemos dos ideas contrapuestas: el arte académico de Gastón vs. la pasión del reggaetón de Ema. La primera sucede en los espacios que se diseñaron para ese cometido: teatros, centros culturales, etc.; la segunda ocurre en la calle, en las terrazas de los edificios, en las pistas de baloncesto de los barrios… Es la segunda con la que más comulgo porque, aunque musicalmente es la que más lejana está de mis gustos, es la única que promueve un cambio. Un cambio que se hace al tiempo que ocurre, casi a ciegas, sin saber cuál es la finalidad. Hacia donde vamos no lo sabemos, pero tenemos la certeza de que no vamos a quedarnos aquí esperando.

Por esto, no es de extrañar que durante la película no deje de pensar en Swinguerra (Bárbara Wagner & Benjamin de Burca, 2019) o en Pina (Wim Wenders, 2011), dos propuestas diferentes, una más próxima a este reggaetón de Ema que a otra, pero las dos en la misma dirección: la calle es de aquellos que bailan. Y aquí bailar quiere decir más que mover el cuerpo al ritmo de la música, quiere decir expresarse empleando el propio cuerpo y no solo las creaciones que hacemos con él. Quiere decir tomar conciencia del yo físico y arrancarlo de aquellos que quieren imponer sobre él ideas, conceptos o normas. Gil Scott-Heron decía aquello de ‘La revolución no será televisada’; ok boomer, vosotros seguid debatiendo cuál es el camino de la misma mientras nosotros vamos haciéndola entretanto la pensamos.

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