ESSENTIAL KILLING, de Jerzy Skolimowski


UN POEMA GLACIAL ·

Tres estadounidenses armados se adentran en un laberinto de simas, en algún desierto cálido e indeterminado. Un hombre vestido con túnica los ve, huye asustado y se refugia en una cueva. No lo vemos a él, pero vemos a través de él. Vemos lo que sus ojos ven. Arrebata un bazooka a otro hombre, parece árabe, está muerto. El primero tiembla, jadea, titubea, y, aterrorizado por la amenazante proximidad de los extraños, dispara. Punto y aparte.

Ignoramos quiénes son las víctimas y el verdugo. Dónde, cuándo, por qué… No lo sabemos. Nunca lo sabremos. No es necesario. Pedazos dispersos de ropa y carne quemada golpean la arena. Tras un intento de huída frustrada, se nos revela al asesino: un hombre anónimo, un hombre musulmán, un hombre asustado, un hombre que deviene criminal, víctima, presa, depredador.

Cuando el protagonista aprieta el gatillo, comienza otra historia, otra película, en otro universo. El realismo y diligencia del prólogo de Essential Killing se diluyen para sumergirnos en otro mundo, metafórico y descarnado, desnudo y virtuoso, glacial y sofocante, etéreo y violento. Es el comienzo de una pesadilla lírica. Aquella cueva, en el corazón del desierto, es la almohada de Mulholland Drive (2001).

El septuagenario Jerzy Skolimowski introduce en su chistera un thriller de acción y lo convierte en un thriller metafísico, poético, arropado por una banda sonora atmosférica, hipnotizante, admirablemente osada. El director polaco se ensaña con su personaje, lo lleva a la confusión, frustración, desesperación, extenuación. Pero, al mismo tiempo, lo filma con clemencia. Su cámara lo escolta, cerca, muy cerca. La lente acaricia un rostro al que deja morir de frío. Essential Killing es una apegada contienda filicida entre el cineasta y su actor.

Ese actor es Vincent Gallo, encarnando y padeciendo a un personaje turbado y vapuleado. El neoyorkino ofrece una interpretación soberbia, temperamental, feroz, contundente y, sobre todo, extremadamente física. Gallo da vida a un musulmán desraizado de su árido hábitat y arrojado en un laberinto helado, un superviviente para quien matar se convierte en esencial. El desierto del que es arrancado, tal vez Afganistán, es un McGuffin, como lo era Irak en Buried (Rodrigo Cortés, 2010). El infinito bosque helado al que es arrastrado, tal vez Polonia, es la manifestación de una insondable exploración de la psique humana, como lo era la isla de Shutter Island (Scorsese, 2010). Los vuelos secretos de la CIA, que salpicaron a países como España, Chipre, Irlanda, Portugal, Grecia, Polonia, Rumanía o Lituania, y los «Guantánamos europeos» descubiertos en estos tres últimos países, son la génesis del proyecto de Skolimowski, pero aparecen en el film como una vaga contextualización. En consecuencia, la narración renuncia a cualquier implicación política o ideológica.

El realismo y diligencia del prólogo de 'Essential Killing' se diluyen para sumergirnos en otra película. Jerzy Skolimowski introduce en su chistera un thriller de acción y lo convierte en un thriller metafísico, poético.

En el intervalo entre ambos universos, Gallo es apresado, torturado e interrogado. Un interrogatorio inútil; aullante por quien pregunta, mudo por quien responde. No sabemos si el protagonista no puede o no quiere hablar, pero sí sabemos que no oye. Al darle captura, un misil explota cerca de él dejándolo sordo. No habla, no escucha, no entiende. Nos sumergimos en la pesadilla del homo socialis. Se desvelan los temas fundamentales de esta película: la incomunicación y la soledad. Sabemos que Gallo es un asesino, pero no necesariamente que sea un terrorista, aunque sea tratado como tal. Tampoco esa información es necesaria.

El hombre es trasladado a la nada, una nada gélida, salvaje y mística. Un accidente del convoy en el que está siendo transportado le permite fugarse. Se adentra en la negrura de una noche congelada. Mira a su alrededor, entumecido. Es un marciano, Mowgli en la Quinta Avenida, un belga por soleares. Comprende el absurdo. Intenta entregarse. Tal vez así despierte de la pesadilla. Como Neo, tiene ante si dos píldoras, pero ambas son rojas. El primero de los improbables azares que le permiten salvar la vida en más de una ocasión hace que, en lugar de entregarse, asesine a dos soldados y huya en su vehículo. Al disparar, podemos ver en su rostro una expresión de aflicción, y, tal vez, de compasión hacia sus víctimas. Ese grado de violencia y brutalidad irá aumentando simultáneamente a la metamorfosis del hombre en bestia.

Un espectacular plano aéreo desde un helicóptero y varias panorámicas tan majestuosas como estremecedoras nos muestran la blanca inmensidad de esa prisión inexpugnable. El fugitivo vaga sin rumbo y la cámara le acompaña en su turbación, como un silente lazarillo, como un ángel custodio. Las pocas veces que la cámara se separa del prófugo vaga en inquietantes travellings, sorteando infinitos árboles. Vemos a Gallo tras esos árboles, entre ellos. Sus troncos se erigen como monumentales barrotes milenarios.

Los perseguidores, omnipresentes al inicio, se desvanecen. La naturaleza es ahora el principal enemigo, su antagonista. También la única que le puede permitir seguir vivo. El hombre y la tierra. Vincent Gallo no dice una sola palabra en los 83 minutos de película. Corre, sufre, llora, se refuerce de dolor, se muere de frío, pasa hambre, asesina, sobrevive. Toda la película se construye sobre el castigo de la naturaleza sobre su rostro. Skolimowski ofrece puntuales, escasos y ambiguos retazos de identidad sobre el personaje, mediante fugaces flashbacks oníricos. Estas imágenes son cálidas, brillantes, en contraste al álgido invierno por el que ahora transita ese hombre despojado. En uno de esos flashbacks, en sueños, el protagonista escucha un pasaje del Corán: “no eres tú el que mata, es Alá”. Su rostro se muestra aterrorizado. Tal vez se le haya encomendado una misión que él no deseaba, que él no pidió, para la que no estaba preparado. Todo es ambiguo, todo es confuso, todo es fascinante. Junto a estos flashbacks, se intercalan brevísimos flashforwards, en forma de inapreciables insertos, que vislumbran instantes del film aún por venir. ¿Son una señal de su atroz destino, un adelanto de su calvario, un anuncio del final de la pesadilla?

El conmovedor encuentro entre Vincent Gallo y Emmanuelle Seigner es una brillante reflexión sobre la comunicación,

El hombre cae en un cepo, una trampa de caza, como preludio de su animalización. Se convierte en un lobo estepario en un bosque nevado. Come hormigas, mordisquea la savia, roba un pescado y lo roe crudo, duerme en los comederos. Al despertarse entre ciervos su primer instinto es el de dispararles. No puede. Él es uno de ellos, un animal salvaje.

Otra muestra de esta simbiosis animal es su relación con los perros, un animal despreciado en el Corán y considerado “impuro” en algunos países árabes. Al inicio de su huída salva la vida a uno de ellos para poder evadirse de sus perseguidores. A continuación, un perro del ejército le ataca ferozmente y debe darle muerte. Seguidamente, en una escena psicotrópica, consecuencia de una ingesta de bayas, una jauría de perros (que podrían ser tan solo uno en realidad, percibido como muchos en su trance alucinatorio) lo rodean enigmáticamente mientras él yace aturdido en el suelo. En esta ocasión, el(los) perro(s) ya no le ataca(n), sino que parece(n) examinarle, tantearle. Esta progresión, esta integración en el mundo animal, se completa cuando el perro al que había salvado al inicio le salva a él, impidiéndole morir congelado y guiándole hasta una casa donde recibe cobijo.

Así, se produce el primer (y único) intercambio comunicativo del protagonista en todo el film. Hasta ese momento, su contacto con seres humanos había sido únicamente violento, ya fuese siendo torturado, asesinando o intimidando para subsistir (robando la captura de un pescador o bebiendo del pecho de una mujer con un bebé a la que encañona con una pistola). Quien lo guarece es Emmanuelle Seigner, en una enternecedora reinvención de la samaritana abandonada que socorre a prófugos y desertores, como en 39 escalones (1935) o Barry Lyndon (1975). La actriz francesa interpreta a una mujer sordomuda, convirtiendo ese encuentro en una metafórica confluencia espiritual. Una brillante reflexión sobre la comunicación, sublimada por el hecho de que un actor estadounidense da vida a un hombre árabe y una actriz gala encarna a una mujer eslava, ambos magníficos. La bestia se descubre ahora como un indefenso animal malherido. Se trata de una secuencia extraordinaria, melancólica, absolutamente conmovedora, perfecta, sólo superada por un último plano tan astuto como inquietante.

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