FID MARSEILLE 2013: UN FESTIVAL HABLADO

El FID Marseille de este año trazó un mapa de tendencias diverso y muy estimulante. Por esta razón, hemos decidido dividir nuestra crónica en dos partes, para poder dedicarle el espacio que merece a cada una de ellas. Esta primera se centra en la relación de los filmes con la palabra y en el carácter performativo de muchas de las propuestas. Seguirá otra que indague en la exploración visual de algunos de los títulos seleccionados y en el interés del certamen por el teatro.

Lech Kowalski se llevó tres premios por 'Holy Field Holy War'.

Viajar está bien. El circuito español de festivales de cine documental que yo he frecuentado en los últimos años (Play-Doc, Punto de Vista y la sección de autor de Documenta Madrid) parecía repetir dos tendencias comunes: la hibridación de géneros y un registro contemplativo. De la primera, el FID Marseille 2013 ha dado buena cuenta, apuntando muy específicamente al carácter performativo de muchas de las propuestas a concurso. De la segunda, pocos ejemplos hay en un certamen que, ante todo, hizo un uso continuo de la palabra. Queda ver si esas palabras son una herramienta cinematográfica, o si por el contrario quedan solo en vehículo de un contenido socialmente relevante.

Esta parece ser la intención de la atropellada Holy Field Holy War (Lech Kowalski, 2013), sobre la extracción de gas a través de la técnica del fracking en su originaria Polonia. Este procedimiento está contaminando el agua de muchas granjas, causando grandes daños ambientales y económicos a los explotadores de estas tierras. Lo peor de la jugada es que las grandes empresas norteamericanas incitan a los paisanos a aceptar cuatro perras por la explotación de los terrenos, sabiendo las dificultades económicas que atraviesan en buena parte del mundo. Esto ya fue un problema en los EE.UU., y está siéndolo ahora en Europa. Nadie se salva. A pocos kilómetros de donde habito (Gijón), está habiendo protestas anti-fracking contra una multinacional como la que sale en el filme de Kowalski. Asturias, Polonia y la Cochinchina son iguales. Todas pueden ser objeto de una gran estafa, y de un enorme atentado contra el medio ambiente. Esto quedó perfectamente reflejado en la rutinaria Promised Land (Gus Van Sant, 2012), una ficción de protesta sin ninguna pretensión cinematográfica, que, eso sí, era muy educativa. En el documental de Kowalski, los paisanos protestan. Hay una reunión vecinal con los mandamases de la empresa, que bien podía ser la traslación en la ficción de la de Gus Van Sant. Pero si en esta el modelo de extracción del gas y su impacto en el medio ambiente quedaba perfectamente explicado, la cinta de Lech Kowalski no se toma ni un minuto en sacarnos de la duda. Desde un punto de vista informativo, es por tanto un filme fallido. Desde un punto de vista cinematográfico, es vago. Registros tomados con urgencia, de una situación difusa, que no se entiende muy bien. Sin embargo, se ve que la etiqueta verde sedujo a los jurados, que le otorgaron un total de tres premios. Además del de la ciudad de Marsella, se llevó el del Grupo Nacional de Cines de Investigación y el Georges de Beauregard de la sección internacional (algo así como el segundo premio de la competición). Los dos últimos le aseguran, por el pago de la copia DCP y una ayuda a la distribución, su presencia en salas galas. Si la política Eva Joly (productora del filme y una suerte de gurú en Francia dentro de la izquierda alternativa) la promociona un poco en algún debate televisivo, el beneficio económico del filme puede ser considerable. A veces los premios no dan solo prestigio.

El que no podía llevarse nada, porque no competía, era Rithy Panh, con su aplaudida L’image manquante (2013), recibida más bien positivamente en Cannes. Es muy difícil criticar el relato de Panh sobre su infancia en duros campos de trabajo de Cambodja. La honestidad de la película es la que gana al espectador. Pero hace falta preguntarse si la cuestión que lanza su realizador al inicio del filme queda resuelta. ¿Cómo representar una realidad de la que faltan las imágenes? Alguna muestra, todas las imágenes no faltan. Y, desde luego, testimonios tampoco. Al intentar reconstruir la historia con muñecos, Panh se acerca a un filme de animación. Pero aquí no hay el impacto de la realidad de un Vals con Bashir (Ari Folman, 2008), solo el cartón piedra de una ficción de segunda fila. La propuesta es tan conservadora que acaba por quedarse en tierra de nadie, donde no se juega todo ni a la representación con imágenes ficcionales (este filme podía haber sido una enorme Lista de Schindler) ni al poder real de la palabra, de los testimonios (también descarta ser un discípulo aventajado de Shoah). La crítica también puede ser ideológica. Lo que sí falta en L’image manquante es el individuo. Panh lo remarca tantas veces, y a veces con recursos tan obvios, que los comunistas quedan reducidos aquí a unos malos de opereta. Falta distancia, y quedamos también con ganas de más.

'Suitcase of Love and Shame', o el arte del audio encontrado.

Hay muchos otros ejemplos de filmes hablados. A Girl and a Tree (Vlado Skafar, 2012), por ejemplo, parece una clase de filosofía trascendental sobre la muerte, entre dos viejecitas sentadas contra un árbol. De esos filmes que tanto quieren abarcar que no agarran nada. The Joycean Society (Dora García, 2013) registra, de manera apresurada y como puede, las reuniones de un grupo literario que lleva años analizando la prosa de Joyce. Por interesantes que sean sus reflexiones, más constructivo habría sido un ensayo sobre el autor. La pieza de García se encuadra en un proyecto de investigación más profundo, y entiendo que tendrá más sentido como parte de ese trabajo, que arrancada de su origen y traída a una competición internacional de un festival de cine. Sin embargo, la sesión más relevante de esta línea de programación estuvo en la sección ‘Coeurs’, organizada y presentada por Gilles Grand con mucha coherencia, independientemente de la calidad de los filmes seleccionados. Esta sesión estuvo compuesta por Cherry Blossoms (An Van Dienderen, 2012), Tokyo Giants (Nicolas Provost, 2013) y Suitcase of Love and Shame (Jane Gillooly, 2013).

Las tres piezas juegan todas sus cartas al registro sonoro, y su manipulación para la construcción de una narrativa particular. Mientras Van Dienderen pone en escena la traducción simultánea de una intérprete, del documental que ella grabó previamente sobre tribus urbanas en Tokio; Provost repite el ejercicio de Stardust (2010) de crear un ambiente opresor de cine noir y ciencia-ficción a través de diálogos sacados de filmes, sobre imágenes grabadas por él mismo en la urbe japonesa. Ambas películas dan una interpretación hablada de las imágenes. Son pura manipulación oral. La tercera cinta en discordia, Suitcase of Love and Shame, es la más arriesgada en este discurso, al tratarse de la reconstrucción de una historia de amor prohibida a través de audios encontrados. Su autora compró unas cintas en internet que contenían la correspondencia amorosa entre dos amantes en la Norteamérica de los años 50. Reproduciendo los trechos más significativos en magnetófonos, Jane Gillooly intenta dejar que el material hable por sí solo. ¿Pero cómo mantener el ritmo en un filme de 70 minutos, que es básicamente una conversación sin cuerpos que la canalicen? Todo el dispositivo de los magnetófonos parece bastante aparatoso y artificial. Pero no se puede criticar el filme por incoherente. Persigue una premisa y va con ella hasta el final. Quizás lo más interesante es la reflexión que permite el plano final, en el que descubrimos que las conversaciones son reales, y fueron encontradas en internet, como residuo cibernético. En un momento en el que no existían las redes sociales, ni siquiera el vídeo o los móviles, estas cintas eran una forma íntima de comunicarse. Pero desde el momento que hay registro, éste se puede reproducir. Una versión postmoderna del filme sería tomar líneas de Facebook de perfiles intervenidos, y el resultado sería similar. La directora está haciendo un retrato retro de las relaciones a distancia en la era de la información, en la que la línea divisoria entre lo público y lo privado se vuelve difusa.

'Dans un jardin je suis entré' (Avi Mograbi, 2013) fue el filme que mejor definió el estilo de documental performativo que imperó en la selección.

Realidad VS. Ficción / Performativo

Y podemos seguir con varias conversaciones más, articuladas desde una mezcla de registros entre el documental y la ficción. Ejercicio habitual en el cine contemporáneo, el FID Marseille optó este año por desarrollar esta línea en su vertiente más performativa. Personajes interpretando una proyección ficcional de sí mismos, para aprehender una realidad que, quizás, no se puede observar, sino que hay que provocarla para que diga algo de la condición humana. Este pareció ser el objetivo principal del festival con esta espina vertebral de la programación, que se encuentra con otra que parecía querer conectar la realidad con el teatro. Hay muchos ejemplos de esta vertiente: las chavalas de E muet (Corine Shawi, 2013) hablando sin pelos en la lengua de sus relaciones sentimentales, no están más que proyectando sus inquietudes de los veintitantos a través de la concepción que tienen sobre ellas mismas de la mujer que les gustaría ser (es una búsqueda semejante a la de Lena Dunham en Girls desde un registro documental); el gitano rumano que se graba a sí mismo y a su familia en Le pendule de Costel (Pilar Arcila, 2013) pone en escena las dificultades migratorias de este colectivo en Europa, para humanizar y explicar toda una cultura que se ve con descontento en las calles del Continente; la lectura de textos sobre la revolución mexicana por actores no profesionales en Matar extraños (Nicolás Pereda, Jacob Secher Schulsinger, 2013) registra las diferentes interpretaciones que cada ciudadano tiene de ese período histórico… Mambo Cool (Chris Gude, 2013), Unplugged (Mladen Kovacevic, 2012), Sieniawka (Marcin Malaszczak, 2013), Soles de primavera (Stefan Ivancic, 2013), This Place Does Not Exist (Nour Ouayda, 2012), Sur la voie (Pierre Creton, 2013)… Es imposible detenerse en todos los ejemplos, pero hay tres que merecen ser analizados más pormenorizadamente.

Dans un jardin je suis entré (Avi Mograbi, 2013) es el ejemplo perfecto de la mezcla entre todas estas tendencias. Conversación entre el director israelí y su amigo palestino Ali, en la que intentan desentrañar el pasado difuso de la familia de Mograbi (de raíces árabe-judaicas); el filme acaba por convertirse en una metáfora en clave antibelicista del conflicto palestino-israelí. Una de las escenas más brillantes del filme muestra a Ali contando cómo intentar evitar un bloqueo, y cómo puede hacerse pasar bien por un supervivente del Holocausto o por un terrorista islamista, dependiendo de cómo vista y se mueva. Escenas como esta, además de funcionar muy bien como una suerte de comedia documental, muestran por completo el dispositivo (cámara incluida) de ficción ante lo que nos encontramos. Los testimonios y confesiones tan demoledores de Avi Mograbi y su colega, contra la escenificación de muchas secuencias claramente planificadas, dificultan trazar una línea divisoria entre la realidad y la ficción. Es un debate superado, ¿no? Lo más importante del filme es ir viendo cómo se construye. Al inicio, el realizador le pide ayuda a su compañero porque no sabe cómo encontrar su guión. La película resultante es entonces un tratamiento, un boceto, de una cinta que nunca se rodará.

Mati Diop con 'Mille Soleils' (na foto) y Jean-Baptiste Alazard con 'La buissonnière' fueron las dos grandes promesas galas descubiertas en el festival.

Otro tratamiento para un filme que podría hacerse es Mille Soleils (Mati Diop, 2013). Continuación de la ficción Touki Bouki (Djibril Diop Mambéty, 1973), rodada por su tío, sobre la diáspora de muchos senegaleses a Francia; la película es un documental sobre la manera de vivir en la actualidad del protagonista del film original. Al tratarse de un actor, nunca está uno seguro de hasta qué punto Magaye Niang se muestra como es o construye un personaje. El filme funciona como un díptico a nivel estético. Una segunda parte opta por una construcción más ficcional, pero las entrañas de la película están en un punto intermedio. De ahí la necesidad de diferenciar tanto estas dos caras de la misma moneda, para que los planos entren en contradicción y se anule la dicotomía. En todo caso, lo más interesante son los registros del Senegal actual que Mati Diop recoge. El paisaje es un personaje más, en una cinta bellamente filmada. Galardonada con el gran premio de la competición internacional, Mille Soleils es solo la punta del iceberg en lo que a co-producciones con excolonias francesas se refiere. Marsella, como puerta del Mediterráneo a Francia, cuida mucho la relación con los países de África y de Oriente Próximo. Muchos filmes se vieron con influencias galas (estéticas y lingüísticas) provenientes de estos países. Un intercambio fructífero que el FID Marseille hace bien en apoyar.

Por último, La buissonnière (Jean-Baptiste Alazard, 2013) puede que sea el filme más libre de toda la selección junto a Anak Araw (hablaremos de ella en la segunda crónica). Incalificable road-movie que construye cámara en mano una ficción improvisada entre dos colegas que viajan por toda Francia en coche en verano, con la única intención de colocarse y asistir a fiestas. La cámara de Jean-Baptiste Alazard también inhala la droga, contaminándonos del colocón opiáceo. Es como el Spring Breakers (Harmony Korine, 2012) que grabaría Andrés Duque en Francia con el guión de Bellflower (Evan Glodell, 2011). Colores distorsionados, desenfoques, planos girando desenfrenadamente sobre sí mismos, distorsión de la imagen… Y, como nos confesó en la fiesta de cierre del festival entre copa y copa, son todos efectos ópticos conseguidos en la cámara. Un filme profundamente experimental, en lo narrativo y en lo formal. Una gamberrada con una personalidad arrolladora, que descubre a una nueva promesa del cine francés.

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