Flee, de Jonas Poher Rasmussen

IDENTIDAD REPRIMIDA

En 2008 un israelí llamado Ari Folman dirigía un filme documental de animación que cambiaría la forma en la que percibimos el género. Ese título, Vals con Bashir, partía de una serie de entrevistas y usaba los dibujos para reproducir aquello que no era representable. Los sionistas habían hecho esfuerzos por ocultarlo. Hablamos de la primera guerra del Líbano, a inicios de los ochenta, y hablamos de refugiados palestinos. Esa obra demostró que la animación puede, en efecto, ilustrar, y que se trata de una herramienta seria para atacar estos problemas de representación cuando las filmaciones asociadas al documental tradicional no existen. De alguna forma, logró para el estatus de la animación lo que Art Spiegelman ya había conseguido con Maus (1991) en el mundo del cómic, usando ratones para contar el drama de los supervivientes de los campos de concentración nazis.

Flee (2020), del cineasta dinamarqués Jonas Poher Rasmussen, se inscribe en esa tradición. Un slow-burner, como se dice en el argot festivalero, que estuvo seleccionado en ese Cannes no celebrado de 2020 y comenzó realmente a alcanzar fama tras su proyección en Sundance hace cosa de un año. Ahora compite en tres categorías a los Oscar, por documental, animación y película internacional, lo que supone todo un hito para un filme de estas características.

La cinta cuenta la historia de Amir, un refugiado afgano que huyó de su país a finales de los ochenta, durante la guerra afgano-soviética. Su periplo lo llevaría a Moscú, pues Rusia era el único país en el que podían conseguir un visado de turista, su familia acabaría viviendo en la clandestinidad cuando este se agotó, y finalmente se dispersarían por diversos países de Europa, fruto de distintas huidas organizadas por traficantes de personas. En este sentido, Flee retrata muy bien lo que supone ser un refugiado y cómo funciona en la mayor parte de los países europeos el proceso de aceptación acogiéndose a la figura del asilo político. No está de más ilustrarlo, pues suele haber confusiones a este respecto.

Aunque no adopta un relato cronológico en los hechos, se advierte en el filme una cierta estructura de thriller para atrapar al espectador – se trata de una apuesta decididamente entretenida – que permite comparaciones con otra obra reciente, poco conocida y muy recomendable, como es La Traversée (Florence Miailhe, 2021). Comparten las dos epopeyas sobre refugiados una voluntad clara de abstraer el contexto para hablar de un drama universal. En la de Miailhe el país es inventado, pero por referencias podría tratarse de cualquiera del norte de África o de Oriente Próximo, incluso de Oriente Medio. No importa tanto el lugar de origen, sino lo que ocurre en el camino. Al fin y al cabo, son los dos filmes sobre la identidad y la búsqueda del lugar de los protagonistas en el mundo. En este abrirse a otra realidad, Flee comparte querencias estéticas y temáticas también con la célebre Persepolis, de Marjane Satrapi, historieta que sería llevada a la gran pantalla en 2007 por ella misma y Vincent Paronnaud. En aquella, una niña iraní debía esconder su pensamiento político y la expresión de su sexualidad bajo el velo del integrismo islamista. Solo al viajar a Europa lograba finalmente liberarse.

Flee indaga como ninguna de las citadas en esta cuestión de la identidad reprimida, que en el caso de Amir funciona por partida doble. En Afganistán debe ocultar su homosexualidad, con el riesgo de ser repudiado por su familia y por la sociedad; cuando finalmente llega a Dinamarca de adolescente, país que lo acogerá, puede abrirse sexualmente, pero debe omitir detalles de su pasado para no ser deportado, lo que lo hace vivir con un miedo extremo. Oculta esto incluso a sus parejas y a los amigos más próximos. Es solo treinta años después que decide abrirse con el director Jonas Poher Rasmussen, colega del instituto y el único en el que confía. Amir es, obviamente, como se nos explicita al inicio del filme, un nombre inventado, como lo son los demás de su familia. Tanto este detalle como la animación, que ofrece avatares de los protagonistas, permiten proteger la identidad del entrevistado y sus allegados sin faltar a la verdad. El director nos hace conscientes de este ejercicio desde el primer momento. En la secuencia que abre la cinta, Amir se sienta en una suerte de diván sobre un tapiz de motivos orientales mientras alguien le hace preguntas. Debe ajustarse para entrar en cámara y quedar bien encuadrado – se entiende que así fue en la filmación original de la que parte la animación –. En seguida descubrimos que no estamos en la consulta de un psicoanalista – aunque para Amir el proceso de hacer la película le sirva de terapia – sino en un diálogo entre amigos que está siendo grabado. Se muestra la claqueta, la disposición de la cámara sobre el sofá, en posición cenital, y un micro que registra las palabras de Amir. El filme, dentro del drama que relata, está lleno de detalles luminosos como este y con cierta retranca, vías de escape a través del humor que lo hacen más humano y que no lo convierten en una militante propuesta de Amnistía Internacional.

Es fundamental la importancia que Rasmussen concede a la palabra hablada, que muestra como evocadora de recuerdos, con una vivacidad y explicitud que permiten casi visualizar con detalle lo que Amir relata. No por nada la cinta nació en el formato radiofónico para evolucionar después en filme. Volvemos a la pregunta que está en el centro de Shoah (1985) de Claude Lanzmann, ese totémico documental que también indaga sobre las herramientas de la representación cuando no existen imágenes. Si no las hay, se inventan. Los dibujos logran transmitir en Flee el tránsito de Amir hasta Dinamarca desde su país de origen, pero no están ahí solo para eso. Los recuerdos son huidizos y subjetivos. En muchos momentos el propio Amir admite haber tergiversado la verdad, que su vida se sostiene en una gran mentira y que hay imágenes que su mente ya no tiene tan vivas. En esos instantes, Rasmussen opta por una animación de trazos mínimos en blanco y negro que parece sacada de bocetos. Este interesante recurso le sirve además para representar estas escenas en las que el horror no puede ser mostrado en su explicitud, porque todo intento será en vano y hasta irrespetuoso. El director lo sabe y por eso opta por deformar las imágenes y tirar de evocación, de abstracción, en escenas que remiten a El grito (1893), de Edvard Munch, y que se vuelven todavía más agobiantes que con una representación realista. Es preciso decir, para acabar de ofrecer una descripción fidedigna del dispositivo del filme, que también se usa material de archivo, pero solo para representar ciertos espacios en el momento en el que ocurrieron los hechos y ofrecer un contexto mínimo a la historia que sitúe al espectador espacial y cronológicamente.

En resumen, Flee es una obra profundamente respetuosa e íntima, que retrata el drama de los refugiados como pocas y que rezuma en todo momento autenticidad. Tiene además hallazgos estéticos que son originales en el documental de animación y que nos recuerdan que es un subgénero repleto de posibilidades por explorar.

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