GIMME DANGER, de Jim Jarmusch

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John Lurie, Tom Waits, RZA, Iggy Pop. Únicamente con leer estos cuatro nombres relacionados entre sí, la mayoría de cinéfilos avezados habrán podido percibir qué pegamento los une. En efecto, una de las innumerables cualidades del totémico Jim Jarmusch reside en la manera orgánica de integrar la esencia creativa de músicos como los citados, por cuyas obras no esconde su profunda admiración, en un universo cinematográfico de parámetros no siempre cercanos. Quizá por ello resultaba incluso llamativo que, dentro de una carrera que este 2016 cumple la friolera de treinta y seis años sin haber dado jamás un paso en falso, el documental sobre Neil Young Year of the Horse (1997) siguiera siendo una rara avis aislada en una trayectoria muy dispar, capaz de glorificar y elevar los sonidos de cualquiera de sus ídolos sin necesidad de recurrir al homenaje explícito.

El momento de retomar esta vía no puede haber sido más significativo. En la misma edición de Cannes que aupó su Paterson (2016) al poblado Olimpo de sus grandes obras, incluso habiéndola ignorado en el palmarés, Jarmusch presentó con menos eco un desenfadado divertimento, que le permite descansar en parte su mano maestra para definir ambientes y personajes. Como si de algún modo quisiera evadirse de la laboriosa composición de sus últimas ficciones, lo que más trasluce en Gimme Danger (2016) es el profundo amor del cineasta de Ohio hacia The Stooges y la icónica figura de Iggy Pop, quien ya participara en Dead Man (1995) y un fragmento de Coffee and Cigarettes (2003). Aunque puede aducirse que su autoría queda aquí relegada a un plano mucho más funcional, diluida en una estructura que pretende evocar la naturaleza salvaje y primitiva de la banda, no es sino la propia actitud del director con el objeto de retrato la que define sus intenciones.

Cuando apenas acaba de comenzar Gimme Danger, se afirma que The Stooges han sido “el mejor grupo de rock de la historia”. El objetivo de Jarmusch, simpatizante nada disimulado de esta tesis, es corroborarla durante los siguientes 108 minutos a partir del propio relato de la banda. En lo que se presenta como la carta de amor audiovisual de un admirador especialmente capacitado para su caligrafía, el carisma presente de un envejecido Iggy Pop se erige en narrador de los hitos y desgracias que rodearon a su grupo. Partiendo del año 1973, cuando el grupo estaba ya inmerso en una decadencia prematura y asediado por la opinión pública tan sólo siete años después de su formación, el relato de su auge y caída se reconstruye en base a un lenguaje documental clásico, casi de rasgos televisivos, que combina entrevistas y conciertos con material de archivo y puntuales animaciones creadas para la ocasión, bien servidas mediante un agilísimo montaje.

¿Hay nostalgia en la elección del punto de vista, que desde la actualidad mira hacia el pasado para ensalzar sus hitos? Al igual que en sus ficciones, Jarmusch parece más inclinado a congelar un estado de ánimo a través del tiempo. La rabia juvenil que definió a The Stooges, alimentada por su rechazo al espíritu sesentero del “Summer of Love”, hizo prender la llama contracultural a un público deseoso de reencontrarse con su salvaje interior. El inmortal movimiento de Iggy sobre el escenario, unido al no menos mítico gesto de lanzarse sobre el público, rompió con muchos de los tabúes que estaban allí para ser quebrados. Pero también, y esto es lo que parece interesar más a Jarmusch, generó un vínculo que trascendía el mero desfase para erigirse en auténtico discurso contra lo establecido. Al ser preguntado hoy por sus logros vitales, no titubea en contestar de manera socarrona que “ayudó a acabar con los sesenta”, avivando el fuego de su defendida vigencia.

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Por otro lado, el evidente lado oscuro de sus excesos, ya anticipado en los primeros minutos, también es retratado con firmeza. No hay rebeldía capaz de contrarrestar el gigantesco cóctel de drogas y alcohol que fueron los años de The Stooges: a la temprana muerte del bajista Dave Alexander en 1975 hay que sumar el frágil estado de otros de los miembros del grupo, que apenas sobrepasaron el cambio de siglo. Iggy relata sus desventuras con ánimo de superviviente, pero también con el pragmatismo que tuvo que adoptar una vez disuelta la banda. Su multitudinario reencuentro en Coachella en 2003 sintetiza este espíritu: aunque nunca despreciaran el carácter enérgico de los inicios, por entonces ya no eran aquella autodenominada pandilla de “adolescentes comunistas”. Los tiempos habían cambiado y la vida les estaba golpeando.

Así, el aparente formulismo de Gimme Danger se desdobla en varias lecturas. Principalmente, es el relato convencido y fervoroso de un grupo pionero con enorme influencia en la cultura posterior, de la que se aportan fragmentos e intervenciones concluyentes –“Los Ramones se juntaron porque eran los únicos chicos en el instituto a quienes les gustaban The Stooges”–. También puede ser apreciada, con menor eco, como el inevitable reverso personal de un cambio sociocultural a gran escala. Y, por último y aquí más importante, revela que Jarmusch no ha dejado nunca de orientarse por ese sonido interior que ya perturbaba al joven protagonista de su lejana ópera prima Permanent Vacation (1980). Como asegura sobre sí Iggy Pop, cuya declaración de intenciones final –“I just wanna be”– bien serviría de epitafio para ambas figuras, el principal impulso que guía hoy al cineasta es poder ser y respirar por él mismo, superando la asfixia de marcos y modas. ¿Alguien duda a estas alturas de que lo ha logrado con creces?

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