HANNAH ARENDT, de Margarethe von Trotta

Una de las cualidades más valiosas que posee el cine es la de recuperar para el gran público personajes históricos que la propia Historia no ha colocado en el lugar que les corresponde. Este sería el caso de Johannah Arendt (Hannover, 1906 – Nueva York, 1975), politóloga y filósofa (aunque ella rehusaba esta denominación) de origen germano que rompió moldes en su época, no solo por abrirse paso en un mundo eminentemente masculino, sino por el hecho de convertirse en una de las mentes más lúcidas a la hora de analizar los cambios que tuvieron lugar en la primera mitad del siglo pasado. Este carácter férreo y luchador se refleja por activa y por pasiva en la película que lleva su nombre, obra de otra autora germana de armas tomar: Margarethe von Trotta. No es casualidad que esta veterana del Nuevo Cine Alemán haya elegido a Hannah Arendt como eje de su nuevo título, ya que de esta forma completa la trilogía iniciada con Die bleierne Zeit (Margarethe von Trotta, 1981) y Rosa Luxemburg (Margarethe von Trotta, 1986) sobre el papel esencial que tuvieron las intelectuales alemanas en la historia reciente de su país, que para muchos ha pasado un tanto desapercibido. Decidida a reivindicar otra figura de extraordinarias cualidades que, como Luxemburg, fue objeto de muchas controversias, Von Trotta elige un momento clave en la vida de Arendt, tanto a nivel histórico como personal: 1961, el año en que se celebró en Jerusalén el juicio contra el teniente coronel de las SS Adolf Eichmann (1), al que la filósofa asistió personalmente como reportera de la revista The New Yorker.

Hasta el inicio de ese proceso, la película nos ofrece una descripción completa de la vida cotidiana de la protagonista, que por aquel entonces se había ganado un prestigio considerable dentro del ambiente universitario neoyorkino. En estas primeras escenas, Von Trotta nos recuerda de manera sutil que la llegada de la pensadora a Estados Unidos se produjo tras su huida de uno de los muchos campos de prisioneros que los nazis tenían en Francia. Su interés por seguir el juicio de Eichmann surge así de su experiencia directa de la represión nazi, y la llevará a reencontrarse con algunos fantasmas de su pasado. Es aquí cuando para Arendt (y para el propio espectador) se revela que el hombre encerrado en la jaula de cristal no es, en absoluto, la encarnación de un genio del mal, sino un simple burócrata que se limitaba a cumplir las órdenes de sus superiores… fuesen las que fuesen. Más allá de las comparaciones que podamos establecer ahora entre esta irracionalidad burocrática y algunos hechos de la actualidad, Von Trotta juega con la baza de contrastar las imágenes reales del juicio con su propia reconstrucción, sintetizando de esta manera la transformación de las ideas preconcebidas de Arendt sobre Eichmann que dieron origen posteriormente a su teoría de la banalidad del mal (2).

Adolf Eichmann, Xerusalén, 1961

Barbara Sukowa en Hannah Arendt (Margarethe von Trotta, 2012)

El juicio, el viaje a Jerusalén y las negociaciones con los responsables del New Yorker se alternan en la película con numerosos encuentros de la autora con sus amigos y allegados, así como con escenas de su peculiar vida de pareja junto a su segundo marido Heinrich Blücher. Ese clima relajado e intelectual, que la excelente ambientación pone de manifiesto, contrasta con una segunda parte en la que la tensión va in crescendo tras la publicación de los artículos, en los que Arendt señalaba sin tapujos la ‘colaboración’ de los líderes judíos con el régimen nazi. La polémica que siguió a semejante afirmación le obligaría a enfrentarse al poderoso lobby judío afincado en Estados Unidos, encarnado por alguno de sus amigos más íntimos, e incluso al Mosad, que en cierto momento de la película parece llevar a cabo una persecución contra la propia Arendt, de la misma manera que haría el aparato de propaganda nazi. No obstante, Von Trotta nos muestra una vez más, y con su ya comentada sutileza, a una mujer firme en sus convicciones que prefiere entender el porqué del horror que ella misma ha sufrido antes que condenar sin más miramientos a los culpables. “Intentar comprender no es perdonar”, apostilla en cierto momento la actriz Barbara Sukowa, totalmente transmutada en el papel de la pensadora judía.

El buen entendimiento entre Von Trotta y su actriz fetiche acaba dando como resultado un retrato fidedigno del tesón y la templanza de la que siempre hizo gala Hannah Arendt, y que le llevó a criticar tanto a los totalitarismos de derechas como a los de izquierdas en su libro Los Orígenes del Totalitarismo (1951). Para ello, la directora se apoya en una serie de flashbacks que muestran la relación intelectual y amorosa que la protagonista mantuvo con Martin Heidegger, una de las muchas que tendría a lo largo de su vida y que en este caso pretende ilustrar la dicotomía que ella misma sufrió al estar simultáneamente enamorada y fascinada por un filósofo que había claudicado ante el nazismo. Estas digresiones son, quizás, el único recurso cinematográfico adicional que se permite Von Trotta en una película que se limita a dejar constancia de los méritos y avatares de una figura tan atrayente como poliédrica. En algunas ocasiones, esta dirección tan distanciada puede afectar al tempo del filme, pero ese desequilibrio se compensa hacia al final con la secuencia en la que la filósofa defiende por primera vez en público su teoría de la banalidad del mal. Es en este clímax cuando Barbara Sukowa, cigarrillo en mano, nos recuerda por qué Hannah Arendt debería ser una película de obligado visionado para estudiantes de políticas, periodistas e historiadores, o simplemente para todas aquellas personas que, parafraseando un título de la propia autora, “quieran entender” y ser algo más que burócratas desprovistos de toda conciencia.

(1) Adolf Einchmann dirigió el departamento responsable del transporte de millones de judíos a los campos de exterminio del Tercer Reich.

(2) Esta teoría intenta explicar el hecho de que cualquier ser humano, por mediocre que sea, pueda cometer las mayores atrocidades una vez que abandona o se le desprovee de su capacidad para pensar y discernir entre el bien y el mal.

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