HOLLYWOOD TRAUMATIZADO: LOS HÉROES A LA CAZA DEL TERRORISTA

startrekintodarkness

Hay en este frenesí una dimensión barroca que recuerda que todos los filmes del autor son melodramas atormentados por el vacío y la cuestión de la pérdida o la desaparición”. ¿Alguien adivina a que autor se está refiriendo Vincent Malausa? Pista. Esto salió en los Cahiers du Cinéma del pasado junio, y se refiere a la gran superproducción del verano… ¿Aun no? Bien, vamos a avanzar en la crítica: “ya no se trata de buscar la emoción o el clímax a toda costa, sino de cuestionar el lugar de la moral en los comportamientos opuestos de Kirk y Spock, magníficamente absueltos mutuamente – el primero salva al otro haciendo trampas en el reglamento al inicio del filme, el segundo incitándolo a no ejecutar a Khan, en nombre de una legislación militar de la que se extrae una forma de ética que no deja de ser irónica, en lo que concierne a la actualidad reciente y a la caza punitiva de Bin Laden”1. En efecto, hablamos de Star Trek: Into Darkness (J.J. Abrams, 2013) – aviso a los navegantes de la Enterprise, no seguir leyendo si no se ha visto el filme, porque os lo destrozo de pies a cabeza. En estas dos frases, se contiene de manera muy sintética el espíritu del filme. La primera parte de este reboot de la saga ya se sustentaba, dramáticamente, en la dicotomía emoción-razón personificada en sus protagonistas, Kirk y Spock, personajes complementarios, que no se entienden el uno sin lo otro. El primero se expresa de esa manera desenfadada como defensa ante el vacío existencial que experimenta – toda su familia murió, el padre defendiendo heroicamente la república galáctica – mientras el segundo contiene las emociones como una manera de no volver a experimentar el dolor, ante el genocidio de su raza y, por extensión, también de su familia. La identificación emocional con el grupo queda por tanto supeditada a una buena relación con los otros miembros de la tripulación de la nave Enterprise, que dirigen como buenas cabezas de familia. Kirk y Spock son pareja vital y, en estas idas y vueltas entre la razón y la emoción, encontraríamos un tercer momento significativo, a añadir al análisis de Malausa. Es Spock, la razón, quien perdona la vida a Khan, el terrorista, en el desenlace del filme; entendiendo que solo así puede salvar a su colega, al borde de la muerte, y salvaguardar los principios de la república2. Esta vuelta a la razón, interrumpida brevemente por la sed de venganza, no deja de ser una justificación a los males de la política exterior norteamericana tras el 11-S. Dado que no podemos obviar el sustrato tan marcadamente político de la cinta, sería muy naif por nuestra parte considerar esto como un simple entretenimiento “ligero”, por usar de nuevo los términos de Malausa. Donde, a mi parecer, se equivoca el crítico francés, es en la interpretación política del filme. No se trata de “ironía”, sino de un claro conductismo narrativo, que resta culpas al pueblo norteamericano por el asesinato de Bin Laden.

Analicemos el personaje de Khan más en profundidad. Es un tipo modificado genéticamente para combatir en las sombras a los enemigos de la Federación. Proviene de otro tiempo, de guerras ya olvidadas – ¿es necesario citar el Afganistán de la Guerra Fría? Un buen día se cansa de que lo traten como al ganado y se rebela. Logran contenerlo en una de esas cápsulas de hibernación tan chulas, junto a toda su tripulación. Pero despierta, claro, y ataca a los altos cargos del ejército. Estos, muy enfadados, obvian que Kirk está sancionado, y le dan armas de destrucción masiva para que cargue en su nave y lo borre del mapa a pepinazos. Aquí llega la razón. Spock intuye que algo apesta, y deciden abrir las ojivas. Preguntar antes de disparar. Sorpresa, hay gente dentro, y resulta que es la tripulación de Khan – una torpe metáfora de los caídos en Irak, explicitada por si no había quedado claro en un plano en la secuencia final, en el que todos estos proyectiles, con forma de féretro, se extienden en montaje paralelo con un discursito de las bondades de la democracia, bandera de la república mediante. Saltemos al final, que entre medias hay varias escenas de acción que no vienen al caso en este análisis. Khan, enfurecido, agarra una nave enorme, que estampa en el centro de la ciudad de San Francisco, sede de la Federación, contra… sí, unos rascacielos enormes.

Quien no desee ver la caza de Bin Laden en esta película filofascista, siempre puede disfrutar de los efectos especiales, y del virtuosismo narrativo de Abrams – una cosa no quita la otra, concedamos al César lo que es del César.

Chastain final scene

El punto de vista, el quid de la cuestión

La misma crítica es la que han esgrimido muchos colegas contra mí, cuando les digo que me gusta mucho Zero Dark Thirty (Kathryn Bigelow, 2012). A ellos les contesto que, de haber dirigido el film Abrams – en realidad ya lo ha hecho, con una patina de ciencia-ficción cubriendo sus obvias intenciones – o cualquier otro gurú de Hollywood; Maya, la agente responsable de dar caza a Bin Laden en el filme de Bigelow, habría tenido una familia por la que temer. Tendría ideales por los que luchar, una sociedad, una casa, por la cual justificar su política del terror. Pero no es así: “El mérito ambiguo de Bigelow es el de haber hecho explícita esa condición mental de la guerra, delineando personajes que no pueden ni quieren salir de ella, y descartando, por lo menos restando al mínimo, todo lenguaje de legitimación”3. Como bien indica Gabriel Giorgi en este artículo del Informe Escaleno, sus personajes, como ya lo era el artificiero de The Hurt Locker (2008), “”no son enunciadores ideológicos (son, en todo caso, enunciados ideológicos de ellos mismos)”.

A esto es a lo que me refiero con que la narración de Abrams en Star Trek: Into Darkness es conductista. Expone unos hechos, en los que cada acción tiene una consecuencia, y así se van sucediendo las escenas, hasta la caza del terrorista, perdonarle la vida, y saliendo redimidos los héroes, personificadores de los valores supuestamente democráticos. El discurso narrativo de Abrams es un enunciador ideológico, que busca una redención de un hecho histórico, justificado por un bien mayor que la maldad cometida – en la realidad, claro, en la ficción los oficiales de la república se rigen por una moral irrompible. En el filme de Bigelow, los personajes son meros enunciados ideológicos, que pretenden describir el trauma colectivo que los EE.UU. Sufren – o sufrían – como nación desde el ataque a las Torres Gemelas. La política contra el terror de Bush llevó a los norteamericanos a vivir, como Maya, en un perpetuo estado de tensión contra el terrorista. En un limbo obsesivo, en el que lo único que cuenta es la caza. No hay escapadas hacia delante, ni se puede dar la vuelta. Cumplir los objetivos, a ciegas. Zero Dark Thirty ejemplifica bien, como ningún otro filme ha logrado hacerlo hasta ahora, ese estado traumático. Pero no ofrece juicios de valor. Maya, una vez eliminado Bin Laden, queda vacía, sin saber bien hacia donde ir, sin sentido en su vida. El sentimiento es devastador, y Jessica Chastain logra captarlo con todos sus matices en ese tan comentado y difícil primer plano que cierra el filme.

Pero Bigelow, en ningún momento, celebra o estetiza la violencia. Se limita a describir las condiciones en las que esta parece aceptable. En esencia, se trata de una cuestión del punto de vista. Zero Dark Thirty está contada desde la perspectiva de Maya. Podremos considerarla fascista a ella, pero el discurso del filme no lo es. En un debate más reciente en la comunidad cinéfila, sería cómo reprocharle a Martin Scorsese que es neoliberal al darle voz a Jordan Belfort – un capullo manipulador de alto nivel, desde luego – en la maravillosa The Wolf of Wall Street (2013).

Pero no nos salgamos del tema. Decíamos que el filme de Bigelow es el que mejor describe el trauma colectivo del 11-S, el último episodio traumático significativo en la historia de los EE.UU. Parece que éste tenga dos fases. Ahora vivimos la segunda. La era post-Laden. Y no son pocos los filmes de Hollywood, como Star Trek: Into Darkness, que se interesan por el tema. En una lógica mucho más cachonda – y aquí sí, irónica – sobre la figura de Bin Laden, Iron Man 3 (Shane Black, 2013) realiza un comentario ácido y corrosivo sobre la construcción ideológica del enemigo. Ben Kingsley da vida al Mandarín, un malvado terrorista de clara estética yihadista, que resulta ser finalmente una farsa montada por una gran corporación, para justificar la venta de armas en las guerras que el supuesto terrorista promueve. Como dice el malo de verdad, un entregado Guy Pearce, él crea la oferta y la demanda.

Joker-Batman

Un clavo quita otro clavo

Resulta irónico que Hollywood, como creador de ilusiones, quede reflejado aquí, en una suerte de juego metafílmico, como un mecanismo de control social. Buscándoles más trascendencia de la que realmente tienen, las películas de Los juegos del hambre enuncian también mecanismos de control a través del espectáculo. El sistema controla luego el juego, hasta que alguien, fuera de él, hace saltar todo por los aires. Esta percepción de que el sistema no puede arreglar sus propios problemas y mantener el mal a la raya, puede resultar peligrosa. Los superhéroes – cuando no se alían con el sistema en la sombra, como puede ocurrir con The Avengers (Joss Whedon, 2012) o, en otro género, Skyfall (Sam Mendes, 2012) – son normalmente figuras que en esto tienen mucho que decir. En concreto, Batman y Superman, ya en la tradición del cómic de los 80, se presentan en las reescrituras de gente como Frank Miller o Alan Moore, llevados recientemente al cine, como figuras autoritarias, pero necesarias – en el caso de Miller – e irónicas y denotadoras de la doble moral del sistema – en el caso más crítico de Moore. Entre estos dos autores, los hermanos Nolan lograron un sutil equilibrio en The Dark Knight (Christopher Nolan, 2008), en el que Batman y el Joker – el héroe y el terrorista – se enfrentaban en un combate tan físico como dialéctico, sobre las razones para tumbar o salvar el sistema. Sus métodos, en el fondo parecidos y basados en la violencia, provenientes de pasados traumáticos, eran las dos caras de una misma moneda, en una sociedad dominada, como con los personajes de Abrams, por el miedo a la pérdida. Un caldo de cultivo donde la política del terror arraiga.

En un intento de humanizar al superhéroe por excelencia, Zack Snyder puso el kriptoniano contra las cuerdas, ante la posibilidad de perder una segunda casa – la Tierra – tras la destrucción de su planeta natal, Kripton, en Man of Steel (2013). El trauma aquí está en la pérdida de las raíces y, por lo tanto, su búsqueda para resolverlo. El descubrimiento de los vestigios de su cultura provoca, de manera involuntaria, el despertar de otro terror del pasado – como Khan – el general Zod. El malvado interpretado por Michael Shannon es lo más interesante de un filme que personifica también este trauma del terror. Para evitar un mal menor – nada menos que la destrucción del planeta – fuerza a Superman a matarlo, cuando éste se había dicho a sí mismo que nunca quitaría una vida. Con lágrimas en los ojos – y mucha menos diligencia y determinación que Maya – ejecuta a su compatriota kriptoniano, aun siendo consciente de que posiblemente ellos dos sean los últimos especímenes de su especie. No quiere hacerlo, pero es preciso. Blanco o negro.

En esta lógica del clavo que quita otro clavo, se aprecia en los últimos tiempos una tendencia hacia temáticas pseudo-revolucionarias de corte nihilista. Hollywood detecta, y no sin razón, un malestar hacia la política, y lo explota. ¿Pero qué se esconde detrás de este cine pirotécnico de protesta? Dos filmes en concreto nos pueden ayudar a comprender el discurso de Hollywood hacia los movimientos revolucionarios, en esta suerte de subgénero del trauma del terrorista – con las tornas cambiadas, cuando el terrorismo es de estado. La propuesta visual de Dredd (Pete Travis, 2012) y Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013) sugiere movimientos inescrutables hacia delante, marcados por la determinación de sus protagonistas en asestar el golpe mortal a la mujer que gobierna en la cima / el maquinista. En los dos casos, la destrucción de todo lo antiguo, por métodos violentos, se presenta como la única vía posible en un punto de no retorno. Sin embargo, ¿cambian las cosas en realidad? La respuesta de Hollywood es contundente: un mal sustituye al otro; lo que equivale a decir “ni lo intentes”. En un guiño a la maquinaria que hace mover su producción, Bong ensaya una pirueta final – que no desvelaremos aquí – que se antoja más valiente que la de Los juegos del hambre o, por remitirnos a otro filme pseudo-revolucionario muy popular, V de Vendetta (James McTeigue, 2006). Sea como fuere, el terrorista va dejando de ser el Otro, para convertirse en muchos casos en el Nosotros. ¿Estamos dejando atrás los restos traumáticos del 11-S? Y si Bin Laden no es el malo, ¿quién es el enemigo ahora? El dedo acusador tiembla, apunta al suelo, duda y… TO BE CONTINUED

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1MALAUSA, Vincent, “La tête dans les étoiles”, en Cahiers du Cinéma, num. 690, junio de 2013, pp. 18-19. Traducciones propias

2Fijaos, como bien explica Malausa en la frase que abre este artículo, que los malos de Abrams siempre atacan en el corazón del héroe, forzándolo a actuar y rompiendo, por momentos, su moral. Esto está muy presente desde su primer filme, Misión Imposible III (2006), en el que el terrorista interpretado por Phillip Seymour Hoffman raptaba a la mujer del agente Ethan Hunt, obligándolo a cumplir sus demandas y convirtiendo la batalla entre ellos en personal.

3GIORGI, Gabriel, “El terror de este mundo pobre en el que vivimos”, en Informe Escaleno, octubre 2013

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