INHERENT VICE, de Paul Thomas Anderson

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Hay dos realizadores anglosajones en la actualidad que con sus filmografías oscilantes entre lo alternativo y lo mainstream, pero definitivamente de autor, pugnan por ser dignos herederos de Stanley Kubrick (una de sus principales influencias reconocidas). Uno de ellos sería Christopher Nolan, que toma del maestro su gusto por los high concepts, que desarrolla en complicados filmes-rompecabezas, y un estilo visual muy cinético y dependiente del montaje. El otro sería Paul Thomas Anderson, que ha optado en cambio por imitar la versatilidad kubrickiana, siendo capaz de amoldar su puesta en escena a la premisa de cada proyecto. De este modo, sus películas serían muy distintas, pero al mismo tiempo compartirían chispas de genio idéntico.

Si hubiese que escoger entre estas dos manifestaciones opuestas del mismo ascendiente, quizás habría que inclinar la balanza a favor de Anderson, pues su filmografía posee algo que la de Nolan o bien carece o bien oculta bajo demasiado Sturm und Drang: una tesis. La obra de Nolan ha ido sustituyendo progresivamente las ideas con fuegos de artificio, trampas y jeroglíficos. Por el contrario, Anderson siempre tiene algo que contar sobre la condición humana, y se ha esmerado en arropar esas hipótesis con los mejores envoltorios posibles. De hecho, ya tiene un corpus suficientemente abundante como para que se puedan distinguir dos períodos en su trayectoria. El inicial, ubicado alrededor del valle de San Fernando, estaba poblado de personajes imperfectos, aislados o alienados en busca de algo que les faltaba: una familia o grupo al que pertenecer (Boogie Nights, 1997), el amor (Punch-Drunk Love, 2002), o un sentido para sus vidas (Magnolia, 1999). A partir de There Will Be Blood (2007), sin embargo, Anderson siguió haciendo películas en torno al deseo, pero cambiando de enfoque para cartografiar específicamente el American Dream en distintos momentos históricos. Comenzó en ese mismo film contando una fábula sobre la codicia humana, la fiebre petrolera y el auge del capitalismo; y continuó en The Master (2012) con un análisis del funcionamiento de las sectas (imposible no pensar en la cienciología) que intentaron tapar el vacío espiritual de la generación postbélica. Inherent Vice (2014) supondría la siguiente etapa en ese viaje, una especie de desenlace desencantado sobre el fin de la contracultura como antítesis de ese sueño. Carlos Heredero profundiza por esta senda en el último número de Caimán. Cuadernos de Cine, señalando con el dedo a héroes y antagonistas andersonianos y sus conflictos, pero mejor léanlo a él (1).

Adaptation

Anderson se enfrenta en Inherent Vice al considerable desafío de adaptar a Thomas Pynchon para la pantalla, y sale bastante airoso del reto, sustituyendo la prosa florida del escritor estadounidense por imágenes sugestivas y cautivadoras. Parte del éxito pudo deberse al método de trasvase: el primer borrador del guión era una titánica transcripción frase a frase de la novela homónima de varios cientos de páginas, que fue puliendo y recortando en sucesivas reescrituras. La versión definitiva sacrifica tan sólo un par de tramas y digresiones sin las que puede vivir la película. Sólo habría que cuestionar una decisión que no acaba de casar con el resto del conjunto: la voz en off del personaje de Sortilège (¡la cantautora Joanna Newsom!) como narradora omnisciente, haciendo avanzar la trama con sus observaciones providenciales. Creo que esos monólogos abruptos rompen violentamente con el sutil y fumado flow visual que teje el director, aunque la contrapartida sin ellos habría sido perderse un poco más en los meandros de una intriga llena de vueltas y más vueltas.

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Porque desde que entra por la puerta una femme fatale para pedirle un favorcillo a su ex, el investigador privado y consumidor de estupefacientes Doc Sportello, cuesta no extraviarse por una historia llena de mcguffins, acciones paralelas, coincidencias, sospechosos rocambolescos, conspiraciones en la sombra y alucinaciones lisérgicas, contada con un tono que le da más importancia a crear atmósferas y sensaciones que a moverse del punto A al punto B. Reconozco que en el primero visionado no fui capaz de seguir la acción, y por lo visto no fui el único al que le sucedió. Pero que una película no se entienda a la primera o que sacrifique el arco argumental por un subtexto simbolista no significa que esté mal hecha, tal y como sugeriría la polémica que surgió entre los críticos yanquis en torno a este título. En un artículo para Vulture (2), Kevin Lincoln tuvo que defender el derecho de Inherent Vice a ser ambigua o frustrante en unos tiempos en los que las audiencias exigen que en sus ficciones todo esté resuelto y explicado, pues ahí reside su tesis nihilista: como acabará comprobando Sportello en sus propias carnes, estamos indefensos ante un mundo darwiniano y corporativo que podría destruirnos de un plumazo.

Sospechosos habituales

Uno de los méritos de la película es su condición de pastiche verosímil: si obviamos unas cuantas premoniciones catafóricas de lo que nos esperaría con el neoliberalismo desatado en los años ochenta, realmente el film parece que fue rodado en 1970. En ese sentido, toda la puesta en escena es sorprendentemente creíble, desde el recargado diseño de interiores hasta los movimientos de cámara y la selección musical. Anderson consigue una complicidad total con todos los departamentos de producción, una compenetración que estará muy ligada a su decisión de repetir con sus colaboradores habituales: Robert Elswit regresa como director de fotografía tras ceder las lentes en The Master, y Jonny Greenwood de Radiohead firma su tercera banda sonora para el cineasta, la más certera.

En cuanto a la familia actoral, regresa Joaquin Phoenix y parece encaminado a convertirse en el nuevo intérprete fetiche de Paul Thomas tras la trágica muerte de Philip Seymour Hoffman. Ya he loado con anterioridad el talento de Phoenix, pero es que en esta película brinda otro recital de virtuosismo: exuda un carisma natural que alterna acertadamente entre lo cómico y lo patético (como el propio libreto), y aprovecha que el rol de Sportello es más reactivo que agente para ofrecer una actuación flexible como un junco, adaptándose en cada momento a su compañero de escena y haciendo que la pantalla desborde química. Especialmente memorable es su ballet con Josh Brolin, que encarna al policía que le hace la vida imposible a Doc y con el que se compenetra como si fueran dos caras de la misma moneda. Pero el actor logra combinarse con la docena larga de secundarios que le dan réplica, siendo este el film más coral de Anderson desde Magnolia (o falsamente coral, pues el protagonista indiscutible de la función es siempre Sportello/Phoenix).

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Continuando con la alegoría kubrickiana, Inherent Vice podría ser una (per)versión noir de ciertos temas antisistema explorados por A Clockwork Orange (Stanley Kubrick, 1971) -hombre, lo idóneo sería referirse aquí a Chinatown (Roman Polanski, 1974), con la que guarda más semejanzas, pero no vamos a joder la metáfora ahora- en donde la estética también tenía una importancia capital. En ese pique por ordeñar la misma vaca, Nolan se adelantó haciendo esa revisión de 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick, 1968) que es Interstellar (Christopher Nolan, 2014); una lástima, porque sería curioso saber cómo se habría defendido PTA en el campo de la ciencia ficción. Pero aún queda mucho panteón del bueno de Stanley por revisitar: Paul, venga, anímate a hacer un remedo de The Shining (Stanley Kubrick, 1980), con Joaquin en un papel estilo Jack Torrance. O, puestos a pedir, una sátira desatada, tipo Dr. Strangelove (Stanley Kubrick, 1964), que por lo que hemos visto en esta última cinta, se te daría bien.

(1) Heredero, Carlos. 2015. “Sonámbulos en el laberinto”. Caimán. Cuadernos de Cine 36: 16-17.

(2) http://www.vulture.com/2015/01/inherent-vice-and-audiences-ambiguity-problem.html

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