TIEMPO DETENIDO. ATAJOS PARA LLEGAR A KELLY REICHARDT

Filme de Kelly Reichardt

Cuando conocimos en 2006 a Kelly Reichardt no sabíamos que había ‘otra’ Kelly Reichardt. Old Joy, pese a su título, tenía algo de novedoso, el nombre de su directora no nos decía nada y muchos pensamos que se trataba de una cineasta novel. No estábamos totalmente equivocados. Poco tienen que ver esas dos cineastas que comparten nombre, aunque una sea consecuencia de la otra: la Kelly Reichardt de su opera prima, River of Grass (1995) parece una cineasta posmoderna con la prototípica tendencia hacia el homenaje-parodia de género, en su caso una variación sobre el tema de la joven pareja de delincuentes unida tanto por la pasión como por el crimen. Vista hoy en día, lo más paradójico de una película como River of Grass es su inequívoca vocación de integración en la industria, la necesidad de afirmar un talento original sobre la base de un modelo suficientemente testado y puede que trillado. La limitada repercusión obtenida puede que convenciese a Reichardt de adentrarse por otros caminos. Ayudó sin duda ese largo hiato de más de diez años que le llevó completar un segundo largometraje. No fueron años baldíos, en cualquier caso. Más bien habría que definirlos como años de exploración, en una línea que bien podría recordar la de un primer Todd Haynes, un nombre indisociable del de Reichardt (su primer trabajo en el mundo de cine fue en el departamento de vestuario y decorados de Poison en 1991), que ha visto como el director de I’m Not There (2007) le producía sus últimos tres largometrajes. Su influencia no pasa desapercibida en Ode (1999), un mediometraje inspirado por una novela de Herman Reucher cuyo cartel diseñó el propio Haynes. Ese relato de homosexualidad reprimida tiene mucho de Haynes, más allá de su tema, empezando por una estética que remite al cine de otro tiempo, el de los sesenta o primeros setenta. Then A Year (2001) y Travis (2004) son dos cortometrajes experimentales en vídeo que podríamos calificar como de transición si no fuesen definitorios de la renuncia de su autora a integrarse en la industria, ni en la de Hollywood ni siquiera en la de sus aledaños amamantados desde Sundance.

Raymond y Oregón, lugares donde perderse

En cualquier caso, el punto de inflexión que marca Old Joy habrá que apuntarlo en el haber de dos nombres que se incorporan a la filmografía de Kelly Reichardt, en primer lugar el del novelista Jon Raymond y a continuación, aunque pueda decirse que esos dos nombres sean indisociables, el del estado de Oregón, cuyos escenarios monopolizarán las siguientes películas de la cineasta nacida en Miami y asentada en Nueva York. En los cuentos de Raymond que inspirarán tanto Old Joy como Wendy and Lucy (2008), Reichardt encontrará un universo que le permitirá afianzarse como cineasta. Sus tramas mínimas y muy atentas a los detalles parecen los antípodas de la acumulación de situaciones de River of Grass o de la tensión dramática al borde de lo irrespirable de Ode. Liberada de obligaciones autoimpuestas, Reichardt parece haber encontrado un mundo afín en la literatura de Raymond y con él un estilo propio. La Cozy de River of Grass quería huir de una vez por todas de su hogar y, al tiempo, de una Miami que la aprisionaba, de la misma forma que el Billy Joe de Ode aspiraba a liberarse de sus tabúes sexuales. Puede decirse que Kelly Reichardt se encuentra a si misma en el escenario ficticio de los relatos de Jon Raymond y en el escenario físico de los paisajes de Oregón. El estado debería ser un camino de paso, pero es en realidad un punto de llegada, hasta cierto punto una prisión de la que es muy difícil salir. Los personajes de Old Joy se perderán en el camino que los ha de llevar hasta las aguas termales de Bagby, Wendy se quedará atascada en Portland, sin coche y sin el dinero que le permita continuar su viaje hasta Alaska en Wendy and Lucy y qué decir de los pioneros de Meek’s Cutoff, perdidos en las montañas desérticas del nordeste de Oregón dando vueltas sin rumbo.

Daniel London e Will Oldham

Mark e Kurt, amistad perdida

Las dimensiones del relato, del cuento, parecen adaptarse como anillo al dedo a esta nueva Kelly Reichardt, lo que luego de sus dos primeras colaboraciones con Raymond les posibilitará abordar Meek’s Cutoff. Pero el estilo ya aparece cimentado en Old Joy, una película que detiene el tiempo para hablarnos de la imposibilidad de la nostalgia o de hasta qué punto la nostalgia puede suponer una barrera entre dos amigos de juventud que han entrado en la madurez de muy distinto modo. Es esa detención del tiempo la que permite que Reichardt pueda recrearse en los más pequeños detalles, en los gestos de sus personajes, en sus dudas, en esa subtrama que se va construyendo a partir de las llamadas telefónicas entre Mark y su mujer, en esa atención a la naturaleza que nos trae el recuerdo del Malick más panteísta, en ese temor que asoma en el rostro de Mark cuando Kurt sale de su bañera y le proporciona un inesperado masaje. En el dossier de prensa de Meek’s Cutoff la cineasta confiesa cuánto tuvo presente Nanuk, el esquimal (Nanook of the North, Robert J. Flaherty, 1922) a la hora de filmar su última película. La afirmación es profundamente reveladora sobre sus tres últimas películas. ¿Qué se puede filmar, sobré qué habrá de detenerse la cámara cuando no hay diálogos o situaciones cuyo dramatismo requiera nuestra atención? ¿Qué privilegia la cineasta cuando el tiempo se dilata? El tratamiento que recibirán sus personajes y las situaciones en que se han embarcado no puede ser otro más que el de una naturaleza muerta. La cámara panoramiza por los personajes y los escenarios intentando captar hasta el detalle más nimio. Sí, vemos crecer la hierba, pero, ¿acaso hay un espectáculo más fascinante? Es este un privilegio del que sólo se pueden arrogar los documentalistas, liberados como están de cualquier condicionante dramático: un lujo cuyos máximos beneficiarios son sus personajes, retratados en toda su dimensión, en esos momentos de impasse que les permiten ser ellos mismos sin la necesidad de verse en la obligación de fingir aquello que no son. No hay catarsis emocionales, pero hay pocas películas tan emocionantes.

Cine de renuncias

La tristeza no es más que dicha agotada”, nos dice Kurt, antes incluso de tomar conciencia de la imposibilidad del retorno de los viejos tiempos. Sea tristeza o dicha agotada, ese es el sentimiento que predomina en las películas de Reichardt y Raymond. La felicidad parece estar en otra parte. En Old Joy, claro, se supone que en los viejos tiempos. En Wendy and Lucy, en Alaska, cuando llegue a su nuevo trabajo, si es que las finanzas se lo permiten, aunque para ello haya tenido que abandonar a Lucy (¿es la misma Lucy de Old Joy?). El cine de Reichardt es un cine de renuncias. En todos los sentidos. A Wendy se le estropea el coche en Portland y, ante la precariedad de su economía, decide cometer un pequeño hurto en un supermercado. Las consecuencias son desproporcionadas. No tanto por su breve estancia en la comisaría como por perder a su perra. Tardará tiempo en tomar la decisión de proseguir su camino, aún cuando haya reencontrado a Lucy, pero para entonces, sin coche, la posibilidad de llevarla ya no se contempla. Nos podemos imaginar a Wendy en su trabajo en Alaska, con toda su dicha a punto de agotarse, quizá con un leve resquicio de esperanza, ansiando volver a por su perra.

Atribuir a Week of Wonders (dereitos en Flickr)

Kelly Reichardt con el crítico J. Hoberman en el festival de Nueva York

Pero esa escena no forma parte de la película. Wendy and Lucy se desarrolla exclusivamente en el entorno de Portland, a pocos metros de la vivienda de Jon Raymond. Parece una película nacida de la comodidad (o la pereza) de su guionista, una película que se desarrolla en unos pocos metros cuadrados que se vislumbran además desde la ventana de la casa de Raymond (¿Una home-movie?). Así, el espacio y el tiempo se solapan en Portland, en los pocos días que pasa allí Wendy y que Reichardt aprovecha de nuevo para filmar su rostro, sus miedos, un sentimiento de aprensión que constituye uno de los mejores retratos de la crisis económica que el cine nos haya legado en los últimos tiempos. Guardábamos recuerdo del rostro de Mark, atenazado por las dudas, aunque sin atreverse a reconocerlo abiertamente, en el momento que Kurt se disponía a darle un masaje (¿seguro? ¿no pretendía estrangularlo?: en ese momento de duda se abre el abismo que separa ya irremediablemente a los dos antiguos amigos). Ahora lo volvemos a reconocer con Wendy, siempre insegura, haciendo equilibrios con sus ahorros, la única manera de garantizar que su viaje tendrá un final feliz… bueno, dejémoslo en que tendrá un final, en que llegará a la meta que había previsto. Es inevitable una cierta sensación de que, pese a todo, vamos marcha atrás. Wendy pierde el coche y el tren es ya su única esperanza: es como si volviésemos a los tiempos de la Depresión.

Independente minimalista

Hablamos de Wendy y podríamos estar hablando de los emigrantes que protagonizan Meek’s Cutoff. En este caso nos encontramos en 1845 pero también en Oregón. Una película de época y unos sucesos históricos que han contribuido a mitificar el Oregon Trail, pero aún así poco separa a esta película escrita directamente para el cine por John Raymond de las anteriores películas de Reichardt. Veamos. En primer lugar, Reichardt y Raymond trasladan aquella mecánica a un argumento cuyo arco dramático y temporal tiene unas dimensiones mayores; en cierto modo se podría decir que Meek’s Cutoff es la película más ambiciosa de Kelly Reichardt. Las decisiones que toman con respecto a los sucesos históricos son, a este respecto, capitales. La caravana en realidad estaba constituida por más de doscientos carromatos y miles de cabezas de ganado. Su destino trágico quedó dibujado en forma de las decenas de tumbas que fueron sembrando el camino seguido por un Stephen Meek claramente desconocedor del territorio por el que embarcó a unos ingenuos pioneros que lo contrataron. Reichardt y su guionista reducen esa caravana merecedora de toda una superproducción a tres carromatos con sus correspondientes ocupantes (siete personas), a los que se suman Meek y el indio que se convertirá en su involuntario acompañante. La historia se amolda entonces a las dimensiones del cine independiente. También el relato. Se prescinde del inicio de la historia (los colonos que contratan a Meek, la decisión de seguir una vía inédita) y de su final, dejándonos en ascuas sobre el destino de estos pioneros (a no ser que queramos ver en ese raquítico árbol de la escena final un primer atisbo de la meta, a la que llegaron los colonos al borde de la extenuación). La película arranca cuando ya los colonos dudan seriamente de los conocimientos y las intenciones de Meek. La confianza en su guía se ha agotado y saben que están perdidos en medio de un paisaje agreste y sin agua. De nuevo Reichardt retrata a unos personajes desesperanzados en su vagar por el desierto (se inspira además en los diarios que varios de ellos dejaron escritos). Ahí es dónde radican las conexiones con Nanuk, el esquimal: Reichardt filma a sus pioneros como Flaherty filmaba a sus esquimales en unas actividades cotidianas cuyo único fin es la supervivencia. De este modo es también como esquiva uno de los grandes riesgos a los que siempre se ha enfrentado el cine independiente. De ahí la decisión de limitar el número de carromatos y colonos. Meek’s Cutoff es una película minimalista porque sólo así podía llegar a ser. Pero dejemos una cosa clara: la de Reichardt es una película que se atreve a abordar la Historia, a representarla del único modo posible y verosímil, en el fondo de un modo más cercano a Straub que a Ford. Pese a sus concomitancias con Caravana de paz (Wagonmaster, John Ford, 1950) sería un error confundir Meek’s Cutoff con un western. Estamos en 1845, tenemos a una serie de colonos y a un indio, pero nada más que responda a las reglas dramáticas consustanciales al género. Es Oregón (fue Oregón), pero podría ser la Patagonia, Siberia o el Sáhara. Es 1845, pero podría ser 1935 o 2008. Michelle Williams interpreta a Emily Tetherow, personaje histórico, pero seguimos viendo a Wendy. Seguimos viendo el sufrimiento y el miedo de Wendy en Emily, ahora más acrecentado, pues los desafíos a los que se enfrenta son mucho mayores. Como los de Reichardt y Raymond, que ya saben que no hay tema que se les resista porque saben cómo abordarlo. Eso sí, nos han confirmado que su destino es atípico y a diferencia de tantos correligionarios no aspiran a llegar a Hollywood.

Comments are closed.