LA MORT DE LOUIS XIV, de Albert Serra

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En mis películas me gusta dejar a los espectadores con ganas de menos”. Con esta frase el siempre ‘rebelde’ Albert Serra (Banyoles, 1975) describía la duración y el ritmo de su última pelícla, La mort de Louis XIV (2016). Y es que la última cinta del director catalán efectivamente se regodea en una rutina mortuoria que despierta en el vidente bostezos y continuas miradas al reloj. A pesar de esto, esta pausada forma de contar la muerte de unos de los símbolos de las monarquías históricas no es contraproducente, sino que es el efecto buscado por el director. Como ya ha explicado en varias ocasiones, la idea central de la película era mostrar la banalidad de la muerte en un símbolo como fue el llamado ‘Rey Sol’. Frente a esas representaciones muertes tan habituales en el cine donde los últimos momentos son usado en dar discursos grandilocuentes y dejar lecciones de vida escritas en la memoria de aquellos que rodean la cama del que yace a las puertas de la muerte, Serra muestra una repetición constante, una muerte que, si bien esta presente desde el primer plano de la película, no llega de forma súbita.

La película avanza poco a poco, muy poco a poco, como debe hacerlo. Y es que solo a través de este pesado y lentísimo ritmo podemos llegar a sentir lo que los personajes de la secuencia experimentan. Un rito funerario que no da empezado, una agonía eterna cuyos gritos son silencios eternos. Las conversaciones se repiten una y otra vez, todas alrededor del mismo personaje: Louis XIV, maravillosamente interpretado por el que otrora fuera actor fetiche para la Nouvelle Vague Jean Pierre Leaud. Postrado en su cama a lo largo de toda la película, su diálogo es mínimo, permitiendo así que sea a través de la inacción, a través de esa quietud de quien espera a la muerte, donde el actor descargue la fuerza dramática.

La mort de Louis XIV reflexiona sobre si mismo y sobre la identidad de su protagonista. La enfermedad que amenaza con la muerte al ‘Rey Sol’ empieza con un pequeña gangrena en la pierna del monarca. La solución más simple? La amputación.Pero, ¿qué podría el absolutismo monárquico seguir siendo férreo mientras camina sobre uno de sus dos pies? ¿Puede uno en una posición de fuerza mostrar algún tipo de debildiad, aunque de ésto dependa su vida? ¿En que momento la representación del sujeto se convierte en su identidad?

Cómo si quisiera hacer una reflexión que va más allá de la enfermedad y muerte del rey, la película extiende estas cuestiones a lo largo de toda la película. ¿Puede un monarca seguir siéndolo sin un séquito absurdo e inútil detrás? ¿Puede un imperio, como el francés, seguir siendo imperio a pesar de que sus extremidades, las colonias, se quieran independizar?

En un instante de la película, la cámara nos muestra al rey escogiendo entre un gran archivo ciertos documentos que, acto seguido, quema en un cenicero. El carácter de estos papeles nunca lo conoceremos, así como tampoco llegaremos a conocer porque un rey temido y respetado le dice a su heredero que tienda la rama de olivo a sus vecinos y que no ame la guerra. Pequeñas escenas que pueblan la película y que la hacen más realista y verídica que cualquier otra representación que se pudiese habre hecho con anterioridad. La vida no responde a preguntas, simplemente ocurre. Por eso, Serra opta por no darle todo al espectador, sino ponerlo frente a un escenario donde ocurren cosas porque si. Ni todo tiene que significar algo ni tiene porque responde a alguna razón oculta. Una representación que ayuda a banalizar la divinidad de algunas realezas y que dibuja a estes monarcas como personas simples.

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La habilidad de Albert Serra destaca en esta película por la forma que tiene de grabarlo. Apoyado por tres cámaras, que aparecen escondidas para los actores en escena, Serra filma la habitación de Louis XIV haciendo hincapié en los movimientos, escasos, de los actores. Movimientos repetitivos y que no llevan a ninguna parte, reforzando así la idea del absurdo de la muerte. Además, la disposición de las cámaras le permite capturar a un Jean Pierre Leaud pocas que tiene que cambiar su actuación, orientada hacia el objetivo de la cámara, hacia una forma performativo donde es el espacio, la habitación del monarca, es el dispositivo de grabación. Leaud no actúa para que sea la cámara la que grabe/filme, sino para que sea el espacio, el tiempo, el receptor de sus acciones. Así, podemos afirmar que el actor francés no interpreta a Louis XIV: Leaud es Louis XIV.

En términos de montaje hay que destacar la continuidad espacio-temporal que Serra logra anulando la presencia de luz natural del escenario. La inexistencia de ventanas permite a la película moverse a saltos entre días diferentes sin que para el ojo sea posible localizar donde está el corte o la transición. El espectador sufre esa pérdida de las dimensiones que Louis XIV vive. De pronto, el médico vuelve a comprobar el estado de la enfermedad del rey, pero, ¿cuánto tiempo pasó desde que vino por primera vez? En cuantos días transcurre la película? La eternidad se va haciendo mayor con la concatenación de diferentes secuencias de forma imperceptible y gracias también a una soberbia solapación sonora de secuencias pasadas o futuras, lo que ayuda a lograr una mayor confusión en el espectador que, estando en un día futuro, todavía puede oír los ecos del pasado.

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