LÚA VERMELLA, de Lois Patiño

“Qué paz, qué horror”, escuchamos de entre lo más profundo de su ser a uno de los lugareños sobre los que se detiene la cámara de Lois Patiño avanzado el metraje de Lúa vermella (2019), con la que regresa a los ambientes pesqueros del rural gallego en los que rodó Costa da Morte (2013). Y aunque en el fondo persigue un misterio similar, sugestionado por la terrible belleza de un entorno natural testigo de numerosos naufragios y tragedias a lo largo de la historia, en lo formal sus intereses son otros, se adentra aún más en lo desconocido, lo fantasmagórico. Si aquella era una película pensada desde el lugar y el tiempo de los vivos, esta se inscribe desde el de los muertos. Un viaje al otro lado del espejo con el que continúa y a su vez rompe los esquemas de su ópera prima, cuyo éxito internacional ayudó a consolidar (dentro y fuera de nuestras fronteras) lo que entendemos por Novo Cinema Galego, catapultando una trayectoria que ha logrado el tan complejo equilibrio de oscilar entre el arte contemporáneo y el circuito de festivales. Por lo tanto, el estreno más de seis años después del segundo largometraje de Lois Patiño (que tras su premiere en la Berlinale tuvo que posponer varios meses su llegada a salas debido a la emergencia sanitaria ocasionada por la COVID-19) supone una oportunidad de revisar la vigencia y evolución no solo de sus inquietudes artísticas, sino de todo un cine hecho en Galicia. Un cine capaz de mirar a sus tradiciones, paisaje y leyendas para seguir renovando el lenguaje cinematográfico. 

Decíamos que el planteamiento formal se alejaba de Costa da Morte, cuya grandiosidad pictórica y búsqueda de lo sublime encierra en su interior una razón de ser documentalista, cotidiana, intimista, desde la que capturar el trabajo en la mar, el paso de las distintas estaciones y su impacto en el litoral gallego. La puesta en escena establecía un juego con las distancias y la percepción, entre vista y oído, al encuadrar figuras alejadas en el paisaje para en cambio otorgar proximidad al sonido, a las conversaciones coloquiales repletas de localismos. Un concepto evocador, el del plano detalle sonoro, que pone en valor la tradición oral al cuestionar la insignificancia del ser humano frente a la inmensidad del paisaje, que reformula en esta ocasión. Aunque con Lúa vermella sigue inundando sus imágenes de grandes planos generales repletos de figuras inmóviles, estáticas -una constante en la obra de Lois Patiño desde el conjunto iniciático de piezas formado por Paisaje-Distancia (2011)-, también incorpora primeros planos, estilizados movimientos de cámara y otro tipo de composiciones escénicas con no-actores que se escapan de su registro habitual, más próximo en ocasiones a la dramaturgia desarrollada por Eloy Enciso con Arraianos (2012) y Longa noite (2019). Porque ante todo, es la forma de introducir la palabra lo que la distingue y realza su componente narrativo.

Lúa vermella se adentra a tientas en el terreno de la ficción por medio de dos recursos que entroncan con ese universo mitológico al que aspira formar parte. En primer lugar con el uso de textos en pantalla, que estructuran la narración y cuya tenue construcción poética remite a la de antiguas leyendas, colindante con lo fantástico. Por otro, mediante la voz en off. Soliloquios que trasladan los pensamientos más insondables de los pescadores y las trabajadoras del mar, que han visto perder entre sus aguas al Rubio, engullido por un temible monstruo cuya presencia ha alterado para siempre el lugar. A partir de estas locuciones se incorpora información fundamental para dar cohesión a su deliberadamente brumosa trama, pero al conectar la desaparición del Rubio con las tradiciones del lugar y la existencia de meigas, la película logra desprenderse de lo legendario e inventa su propia mitología, dotando de una dimensión alegórica a rincones del entorno como la presa, cuya construcción constantemente maldicen. Y a una roca con forma de ola, a la que culpan de todos sus males. Imagen-ancla, esta última, cuya curvatura en espiral recuerda a La gran ola de Hokusai, a la que el montaje regresa una y otra vez, tratando de buscar respuestas que solo se encuentran bajo el agua.

Menos inspirada resulta, en cambio, la representación de los fantasmas y su redundante vagar por el metraje. Materializados bajo la clásica sábana blanca con la que se les asocia en la cultura popular, una decisión no exenta de ironía que nos lleva a pensar en ejercicios posmodernos como Finisterrae (Sergio Caballero, 2010) o A Ghost Story (David Lowery, 2017), pasando por Méliés, su irrupción produce un cierto desequilibrio al hacer explícito lo insinuado por la inquietante quietud de sus imágenes, la composición estática de las figuras en el paisaje y el uso de voz en off. Podíamos sospechar que tanto la película como sus personajes habitan un tiempo suspendido sin la necesidad de subrayarlo, de caer en el guiño cómplice. La inmovilidad de los intérpretes y la ausencia de naturalismo en su representación así lo atestiguan, son fantasmas en vida, se encuentran en un limbo. Aunque durante su propio transcurso, en su devenir, se nos antoje también la idea del eterno retorno. Un ciclo sin fin del que los espectadores son partícipes: El de la vida y la muerte en el mar gallego, encabezado por la Santa Compaña.

En esa dirección última, la película vuelve constantemente a una serie de imágenes y rostros, como las mareas suben y bajan hasta devolver el cuerpo del Rubio a la orilla, alterando el paisaje e incluso el color de la imagen. Un rojo lunar, el del título, que hace acto de presencia a su conclusión, impregnando el regreso del Rubio de entre los muertos. Quien sin mediar palabra, apenas con el latir de su mano sobre la roca, desata una imagen que, atendiendo a la reflexión de Sara Donoso sobre la obra de Lois Patiño, presente en el libro Miradas cruzadas, pintura é paisaxe no audiovisual galego contemporáneo (publicado en 2019 por la editorial Estraperlo y el Festival Intersección), podría justificar toda la película. Condensa la persecución de las búsquedas artísticas y cinematográficas que emprende, dado que: “en su trabajo no solo se produce el efecto pictórico con la manipulación de la imagen o el control directo sobre la luz: este se busca conscientemente en el paisaje, esperando el momento, sin intervenir. Y aparece, pronunciándose, como un hallazgo esperado”.

Ese hallazgo esperado no es otro que la imagen de la presa liberando su caudal. Un estallido torrencial filmado desde las alturas, en un plano cenital que asola la pantalla durante varios minutos. Toda una experiencia estética de color y movimiento que demuestra la capacidad de Lois Patiño para crear imágenes subyugantes que dan buena medida del carácter pictórico de su cine, en constante evolución, cada vez más permeable a lo narrativo. Pero que también ilustran un malestar. Pensemos por un momento en los incendios que, con todo su dolor, Oliver Laxe tuvo que desear para el rodaje de O que arde (2019). Y a continuación en la violencia del agua apagando el fuego rojizo prendido en el encuadre. Qué paz. Qué horror.

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