MISTERIOS DE LISBOA, de Raúl Ruiz

MISTÉRIOS DE RUIZ, SECRETOS DE LISBOA

Las misteriosas vidas de Pedro de la Silva, Alberto de Magalhães o del Padre Dinis se revelan en espiral, como un remolino, ofreciendo más preguntas que respuestas y convirtiendo explicaciones en digresiones. Semejante dinámica hace de Mistérios de Lisboa (2011) un filme en fuga permanente donde los personajes que parecen secundarios aparecen de pronto como protagonistas de su propia historia, en un movimiento perpetuo, vital, que tiende antes a la apertura que a la clausura. De este modo, los ‘mistérios’ se expanden continuamente al otro lado de su órbita, recuperando para el cine lo que en la última década solo Quentin Tarantino o Arnaud Desplechin parecían practicar: el placer mismo de la narración.

El origen de este ‘milagro cinematográfico’ procede de Paulo Branco, uno de los grandes productores del cine europeo y responsable a lo largo de tres décadas de numerosos proyectos de João César Monteiro, Manoel de Oliveira, Pedro Costa, João Canijo, Chantal Akerman, Wim Wenders, Jerzy Skolimovski, Alain Tanner o Valeria Bruni-Tedeschi, entre otros cineastas (1). Amado y odiado a partes iguales, acusado incluso de “productor filibustero”, Branco puede presumir al menos de “posibilitar filmes con vocación de ingreso en la historia del cine antes que en la historia de la economía” (2). Su fijación por importar talento extranjero a Portugal (3) ha permitido en esta ocasión el feliz encuentro entre el fallecido cineasta chileno Raúl Ruiz (otro nombre habitual en su filmografía como productor) con el escritor portugués Camilo Castelo Branco, dando como resultado un filme exuberante que traslada los códigos del folletín decimonónico al relato audiovisual contemporáneo.

En una inteligente maniobra de distribución, Mistérios de Lisboa se pensó además como filme y como serie televisiva al mismo tiempo, presentando dos montajes diferentes según el canal de exhibición: no hay una versión larga y otra corta, como ocurría con el Carlos y ‘Carlitos’ de Olivier Assayas (2011), sino que la versión televisiva enfatiza la estructura serial del relato, sumando más episodios y acortando su desarrollo, mientras que la cinematográfica juega en vez de eso con el carácter enrevesado de la trama, reduciendo los episodios y añadiendo secuencias inéditas en la serie para fomentar su cohesión interna. Las sinergias heredadas de este doble carácter de producto cinéfilo y teléfilo sitúan el trabajo de Ruiz en una encrucijada creativa donde todo es ganancia, nutriendo estos ‘mistérios’ de las virtudes de ambos medios: un margen temporal más amplio para ahondar en la complejidad del relato junto con una mayor potencia visual para crear imágenes polisémicas y transmitir significados múltiples.

El filme juega con las posibilidades narrativas del folletín entendido como estrategia de representación (motivo por el que el teatro de juguete que tiene Pedro da Silva en su cuarto reaparece cíclicamente en la trama).

El ‘Sistema Ruiz’

La puesta en escena de Raúl Ruiz es consciente en todo momento de esta doble articulación del producto final, de modo que cada secuencia presenta unas mismas características visuales al margen del lugar del metraje donde aparezca. Ruiz sabía que no podía rodar un filme en espiral pensando en términos de ‘comienzo’ y ‘final’, de modo que fue desarrollando un sistema estético que cuadrara con la apertura de la propuesta narrativa de Castillo Branco. El travelling lateral, un movimiento lento y constante que amplía continuamente el encuadre en cualquier dirección, se convirtió en la figura estilística central de este sistema, puesto que permite unificar y explorar simultáneamente los continuos desvíos de la narración. La cámara se convierte así en un péndulo que recorre el espacio en largos planos secuencia, yendo de un personaje a otro incluso cuando están quietos para dar idea del multiperspectivismo de la historia. Esta puesta en escena delata las trampas que cada personaje incluye en sus digresiones, concediéndole a la cámara el privilegio de la omnisciencia.

Cada espectador puede por lo tanto elegir su personaje o secuencia favorita, que siempre va a encontrar allí esa cámara-péndulo poniendo en evidencia el artificio de todos los relatos. Esa omnisciencia propia de demiurgos, identificada a veces con el Padre Dinis, infiltra personajes aún desconocidos en relatos que no les pertenecen (como ocurre con la primera aparición de Alberto de Magalhães), anuncia relatos que están por venir (como hace el travelling circular en el cuarto del Padre Dinis al mostrar su uniforme napoleónico), comprime o dilata el tiempo según convenga (como en la virtuosa secuencia veneciana de alumbramiento y muerte) y sobre todo cuestiona la ingenuidad de la mayor parte de narradores (como cuando unos ‘cautelosos’ amantes se sorprenden descubiertos por un marido celoso). En este último caso, la cámara aprovecha uno de sus desplazamientos pendulares para revelar lo que los personajes ignoran (que todo el tiempo fueron vistos por los criados), estableciendo uno de los muchos saltos en el punto de vista que hay en el filme, sobre todo en su sorprendente segunda mitad.

Este ‘Sistema Ruiz’ traza cada secuencia como un juego de variaciones manieristas, donde la transgresión es una constante: el plano contrapicado de los trozos de papel que arroja al suelo Antonio de Magalhães altera la frontalidad del filme, mientras que el duelo final en plano fijo obliga a las figuras que hay en el encuadre a adoptar el movimiento pendular de la cámara, por ejemplo. Estas transgresiones formales van en paralelo con la transgresión genérica del folletín: de una banda, la trama del filme aborda las mismas cuestiones temáticas que la novela (hijos bravos, infidelidades conyugales, venganzas entre amantes o deudas de honor), pero luego altera su significado al adaptarlas a la lógica del cine postmoderno.

El propósito de Mistérios de Lisboa no es entonces exaltar lances nostálgicos para olvidar la progresiva decadencia de la nobleza y del absolutismo a lo largo del siglo diecinueve, sino recuperar las convenciones anacrónicas del folletín para llevarlas hasta extremos paródicos, jugando siempre con el distanciamiento y con la implicación del espectador hacia la historia y celebrando en todo caso las posibilidades narrativas de un género entendido como estrategia de representación (motivo por el que el teatro de juguete que tiene Pedro da Silva en su cuarto reaparece cíclicamente en la trama). El resultado es una obra maestra libre de limitaciones y sin miedo al ridículo, donde Ruiz practica sistemáticamente la carcajada consciente como actitud más placentera para distinguir a los ‘amigos íntimos’ de los ‘vulgares conocidos’.

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(1) Mathieu Amalric, al que Paulo Branco le produjo Le stade de Wimbledon (2001), incluso homenajeó / parodió la imagen personal de Branco con el look de su personaje Joachim Zand en Tournée (2010).

(2) Benavente, Fran y Salvadó, Glòria (2007): “Otras voces, otros ámbitos: sobre el cine portugués contemporáneo”, en Font, Doménech y Losilla, Carlos (eds.), Derivas del cine europeo contemporáneo. Valencia, Institut Valencia de Cinematografia Ricardo Muñoz Suay, Centro Galego de Artes da Imaxe, Filmoteca de Catalunya, Mostra Internacional de Cine Europeu Contemporani (MICEC’07), 136.

(3) Como había hecho en su día con Alain Tanner (Dans la ville blanche, 1983), Robert Kramer (Doc’s Kingdom, 1988) o Wim Wenders (Der Stand den Dinge, 1982; Lisbon Story, 1994).

 

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