My Mexican Bretzel, de Nuria Giménez Lorang

¿Qué es la realidad sino una reconstrucción continua e infinita?”, plantea un desconocido Paravadin Kanvar Kharjappali durante el transcurso de My Mexican Bretzel. La recién estrenada ópera prima de Nuria Giménez Lorang no refuta sus costuras fílmicas; tan solo parece esconderlas tras el envoltorio de un melodrama intimista, que no deja de remitir a la obra de Margerite Duras, sobre la vida de una pareja europea de clase alta entre las décadas de los 40 y 60 del siglo XX. Así, el espectador entra en contacto con las escapadas, infidelidades y demás fragmentos de todo aquello que compone el universo cotidiano de Vivian y Léon Barrett, al que es posible acceder mediante las palabras extraídas del diario de ella y las imágenes captadas por la cámara de él.

Pero, ¿de dónde surgen estas dos dimensiones? A nivel visual, la pieza trabaja con y desde el metraje encontrado en unas 50 bobinas que la directora descubrió en el sótano de la casa de sus abuelos maternos después del fallecimiento del hombre. Tras un proceso de digitalización que revelaría su contenido (las filmaciones caseras que Frank A. Lorang había hecho de su mujer, Ilse G. Ringier) y el buen estado de conservación de este, Giménez Lorang comienza —en paralelo a la elaboración de unos textos que constituyen el corpus escrito de la obra y con los que finalmente se produciría una convergencia— un trabajo de experimentación y exploración de las posibilidades que ofrece lo real como punto de partida en la construcción de la ficción. Porque, cuarenta años después, Frank e Ilse están interpretando, pero no a ellos mismos, ya que la película no gira ni se concibe como un documental que busca ilustrar historias familiares de manera fidedigna. Se trata más bien de una constante reflexión sobre la farsa de lo supuesto real.

My Mexican Bretzel opta y adopta un carácter próximo al film-ensayo, presentando la dicotomía existente entre los actos de ver y filmar. Como admitirá Vivian respecto de las grabaciones de su marido, “estoy harta de que solo me mire cuando me enfoca”, llegando a señalar también el autoengaño que subyace en el acto mismo de la filmación (“¿filmamos lo que hacemos o hacemos lo que filmamos?”). La propia aproximación a los personajes da cuenta de esto, puesto que el público no encuentra en la pantalla un mero retrato documental de los abuelos de la directora. Por el contrario, este es confrontado con personajes construidos a partir de aquello que de la imagen se ha podido decodificar. Asimismo, la pieza aborda directamente la cuestión del poder de significación y —especialmente debido a sus condiciones particulares de creación— de resignificación de la imagen mediante las operaciones de montaje, poniendo en evidencia el paso de una aparente cámara-ojo a una suerte de cine-puño que actúa directamente sobre aquello que percibe el espectador. Porque Giménez Lorang no hace sino apropiarse, seleccionar y manipular, con una intención y contextos espaciales y temporales muy distintos a los de su concepción, un material y una mirada que no dejan de serle ajenos. 

Esa mirada, mérito irrefutable, tal y como recogen los títulos de crédito, de Frank A. Lorang, ya en su estado original sería capaz de cautivar a aquella perteneciente al espectador actual. Aún así, en la pieza se aprecia igualmente un minucioso trabajo de color —en clara alusión a los filmes de Douglas Sirk, de los que también bebe la trama— fruto de una intencionada labor de unificado y retoque del fotograma a nivel individual, capaz de fusionar imágenes y texturas pertenecientes a años, bobinas y lugares dispares para hacerlas pasar por un continuo que comparte una misma localización y temporalidad, aludiendo, de nuevo, al carácter falsario del documental. Además, dicha intencionalidad presenta una dimensión narrativa, puesto que a lo largo My Mexican Bretzel se produce una sutil evolución cromática, especialmente perceptible en la pantalla grande del cine, que actúa en paralelo a la evolución emocional de la protagonista. Los colores, que comienzan situados en una intensidad correspondiente a la juventud y amor de la pareja, avanzan en un apagado y debilitamiento paralelos a aquello que sucede con la relación y con la propia vida de Vivian. 

También existe intencionalidad, si acaso más marcada, en el arriesgado tratamiento sonoro que presenta la pieza, de nuevo mucho más manifiesto en la experiencia compartida de su visionado en una sala de cine. Porque, más allá de las únicas cuatro piezas musicales que componen la banda sonora, a lo largo de los 73 minutos de duración del film son escasos los instantes en los que el sonido ambiente consigue brotar desde la imagen, produciéndose en su lugar un mestizaje sonoro con la atmósfera del espacio real y físico del espectador. De esta forma, ni la música ni el sonido, que en su cuidada dosificación adquieren mayor fuerza e intensidad, ahogan al fotograma, acabando por ejercer un mero papel acentuador. Además, esa propuesta sonora le permite a Giménez Lorang tratar la cuestión del silencio frente a las imágenes en movimiento, explorando la fuerza inherente a estas en unos términos actualmente inusuales. Así, todo el poder discursivo le es cedido a la imagen, que pasa a ser la que dictamina el tono del grueso de la narración. 

En esta misma línea de acción, la también ausencia de una voz en off que corresponda al personaje de Vivian responde a una búsqueda de afondar en otras cuestiones. Esta solución no solo elimina, de cara al espectador, un elemento informativo transcendental a la hora de comunicar parte de lo que conforma la idiosincrasia de ese personaje, sino que pone en evidencia una diferencia de estatus en su relación. Porque, en tanto portador de la cámara, la capacidad de discurso público le corresponde a Léon y a su mirada-filmación, relegando a Vivian al silencio, tanto literal como figurado. Aún así, dicha omisión recupera su espacio de materialización en el formato del diario, que traslada su concepción inicial de elemento de lectura y no de escucha a la propia pantalla cinematográfica. Además, esta elección formal respeta y evidencia de forma deliberada lo que la directora entiende como “pacto de silencio” entre la hoja y el autor de aquello íntimo que se escribe, pero que no se quiere o no se puede verbalizar. 

Por otra parte, una de las finalidades últimas de lo escrito en las páginas de un diario no es otra que la de cumplir una función de captación de memoria en tanto que fugaz. Una cuestión a la que la propia imagen también pretende dar respuesta, y que se convierte en otra de las reflexiones de Vivian Barret y de la película en trazos generales, resultando posible vincular los pensamientos de la protagonista en torno a la relación entre la filmación y el recuerdo con una de las consideraciones que Chris Marker introduce en su más aclamado film-ensayo Sans Soleil (1983), y del que muy posiblemente también se nutra la pieza de Giménez Lorang: “Me he pasado la vida preguntándome sobre la función del recuerdo, que no es lo contrario del olvido, sino más bien su reverso. No recordamos, reescribimos la memoria como se reescribe la historia”. Aún así, y a diferencia de lo que ocurre en la obra del autor francés, en My Mexican Bretzel lo leído en el diario entra en contradicción con esa imagen que nos habla y que nos miente, exponiendo aquello que el artificio del cine realmente es: en las palabras robadas del farsante metafórico que representa Kharjappali, “otra forma de contar la verdad”.

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