OSCURO Y LUCIENTES, de Samuel Alarcón

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“El pasado queda siempre enterrado en la memoria, por eso removemos la tierra en busca de sus reliquias”. Estas palabras, que acompañan a una serie de fotografías antiguas de lo que parece un yacimiento arqueológico, abren el segundo largometraje de Samuel Alarcón tras La ciudad de los signos (2009). La voz firme de Féodor Atkine finaliza la breve reflexión dirigiendo su discurso al pintor Francisco de Goya, delante de cuyo busto en el Parque de San Isidro se posan un grupo de curiosos en la actualidad, para apelar a su figura desde el presente. Porque justamente de dicha huella del pasado en nuestros días parte la fascinación infantil del cineasta, madrileño, por un relato que en pocos minutos introduce las claves de un misterio mayúsculo: décadas después de morir en su exilio francés en 1828, el cadáver de una de las figuras esenciales del patrimonio cultural español fue hallado sin cabeza por el cónsul del país en Burdeos.

No muchas premisas son capaces de presentarse en tan escasas y sugestivas palabras como la mencionada de Oscuro y lucientes, que sin embargo parte de este singular interrogante, rayano con el olvido en la España de hoy, para edificar sobre los múltiples flecos y elucubraciones de tamaño macguffin un documental de creación mucho menos evidente en sus propósitos, apuntillado por la elegante partitura de Eneko Vadillo. Su relato itinerante cruza la frontera desde Madrid y parte de los últimos días del periplo francés de Goya, episodio crepuscular del pintor que Carlos Saura y Vittorio Storaro ya captaron en la desigual pero estimulante Goya en Burdeos (1999), salpimentando así el interés en el hipotético destino de su cráneo con una lúcida indagación en el concepto de exilio artístico y sus desbordantes consecuencias.

La elección para la voz en off del veterano actor de Tacones lejanos (Pedro Almodóvar, 1991), con su magnético timbre de leve pero inequívoco acento francés, se erige en instrumento capital de una obra que apuesta por tender puentes. En su caso, la presencia fronteriza no sólo evoca esa relación entre las dos naciones a cuyos legados culturales apela la película, sino que también ejerce como vínculo omnisciente entre los espacios actuales, habitados por el inagotable legado del artista, y sus vivencias en un pasado no carente de sombras. A través de ese diálogo constante entre tiempos y lugares, Oscuro y lucientes se tiñe de un creciente misterio e investiga no sólo las diferentes teorías en marcha sobre lo que sucedió con el cráneo del pintor, sino sobre todo las múltiples raíces de la anécdota en el acervo de ambos países. Dicha fórmula permite al cineasta esquivar los peligros del didactismo y rematar un cóctel con afán divulgativo, pero más orientado a escudriñar los incontables resquicios del misterio que a pretender otorgarle respuesta.

De este modo Alarcón responde a la voluntad de iluminar una figura tan capital desde el espacio más lúdico que permite el cine, sabedor de que su posición como creador sobre el complejo devenir de la Historia es esencialmente la de provocar interrogantes y explorar posibilidades. Así, Oscuro y lucientes destaca por su notoria labor de documentación, pero ante todo por situar su rico material archivístico al servicio de la transmisión abierta de esta leyenda sin final. Un proceso culminado, con particular elocuencia, en la imagen del maltrecho busto madrileño de Goya siendo limpiado tras amanecer una noche de fiesta.

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