París, Distrito 13, de Jacques Audiard

© Shanna Besson / Avalon

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La sensibilidad no tiene nada que ver con la experiencia a la hora de hacer una película. La sensibilidad se tiene, la experiencia se gana, pero cuando se combinan las dos cosas el resultado puede rozar lo imposible. Jacques Audiard es un veterano, y se nota, pero no vive de rentas, ya que su cine siempre ha sabido retratar y captar las preocupaciones de las distintas generaciones que ha visto crecer. París, Distrito 13 es una película perfectamente narrada, con un dinamismo y control sobre todos sus elementos que solo puede ser el resultado de años de trabajo, y una vocación humanista que abraza un realismo que se hace fuerte en sus detalles, explora y se pierde sin miedo en sus matices, y presenta unos personajes que no parecen estar escritos, sino arrancados de la vida y puestos a funcionar en el vaivén de una puesta en escena que encuentra su fuerza en ser casi invisible, y dejar que las cosas sucedan y hablen por sí solas en lugar de dirigir al espectador hacia ellas y convertirlo todo en una burbuja disonante y artificial.

La novena película de Audiard puede ser al mismo tiempo la más sencilla y por ello la más engañosa de todas. Todo es movedizo e inestable y, hasta cierto punto, agradecidamente confuso, en un metraje centrado en las relaciones entre cuatro personajes que parecen destinados a juntarse, pero no a entenderse. Toda esta deriva y contradicción habla de personas perdidas que siguen buscándole un sentido a su existencia, y vagabundean expresándose a través de sus cuerpos como un mecanismo (casi de supervivencia) para canalizar el tedio y la desidia. Así, de entre toda esa telaraña de torres, cemento y brutalismo que conquistan los cielos del Distrito 13 de París, Audiard crea un fuerte contraste entre ese paisaje arquitectónico monocorde y asfixiante y sus personajes en crisis; la rigidez y la horizontalidad de los edificios que parecen cuerpos desnudos e inertes choca con los de estos treintañeros que colisionan entre sí y se moldean creando un baile impulsivo, embriagador y desventurado que los pone contra las cuerdas y hace estallar sus frustraciones, que son las de una generación nacida con todos los elementos para conseguir el éxito, pero que se ha acabado estrellando contra la precariedad y otros muros, y se siente, de alguna forma, sin timón, maltratada y engañada.

© Shanna Besson / Avalon

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Por otro lado, la existencia de una cámara que no es intrusa, sino partícipe y que sabe cuándo distanciarse o acercarse ante lo que está contando, consigue que las imágenes expuestas perduren en la memoria desde la autenticidad y la elegancia, y no desde la floritura y el efectismo. Todo eso conduce a una narración expresiva, poblada de recursos, y coronada por el uso de un blanco y negro elegante y audaz que ayuda a que las relaciones entre los personajes sean más transparentes, además de dotar todo de un aire atemporal y hacernos olvidar que la acción tiene lugar en París: podría ser casi cualquier suburbio del mundo. Quizás estos dos puntos sean los grandes valores de la cinta de Audiard: una gran dirección de actores y una fotografía que hace de su sencillez un prodigio. Lucie Zhang (Emilie) es un descubrimiento maravilloso. Su personaje está en constante movimiento, vocal y corporal. Por momentos es entrañable y tierna, en otros dura y árida… La soltura con la que pivota y se mueve entre distintas emociones crea una composición tan rica y tan bien construida que podemos incluso escuchar lo que piensa. Ella le da fuerza a la historia, convirtiéndose en el personaje más punzante y entretenido de todos. Aunque, realmente, la que produce una mayor convulsión es Amber (Jehnny Beth), que irrumpe en la vida de Nora (Noémie Merlant) y protagoniza la única y muy simbólica escena en color de la cinta.

París, Distrito 13 es, ante todo, una película libre, sin ataduras ni anquilosamientos, con una mirada que refleja la gran empatía que Audiard siente por sus personajes femeninos, pero también es bastante liviana y puede inducir al error. Por su temática y por cómo se plantean de inicio las relaciones y el desarrollo (que no la solución) de sus conflictos sentimentales, la cinta puede ser juzgada de forma equivocada. Esto no es un problema del espectador, es algo que está en la película, fruto de ese caos con el que se pretenden inflamar las derivas de unos personajes que ni acaban de encontrar su sitio ni saben lo que quieren. Por eso, el montaje destaca sus formas de ser y los catapulta. La edición se presenta casi como una danza en muchas de las escenas en las que sale Lucie Zhang, mientras que se vuelve algo más estática e incluso sobria (prescindiendo de jump cuts, por ejemplo) cuando la atención recae sobre Makita Samba. Son pequeños detalles que pasan casi desapercibidos por sí solos, pero logran que el conjunto se vuelva más sólido y fuerte. No hay fisuras en este sentido. Todo fluye orgánicamente. La película, y sus personajes, son como un río que ama ser río y no quiere desembocar nunca en el mar.

Audiard nos da otra lección de humanismo y verosimilitud, jugando sus cartas bajo el abrigo de una gran corporeidad lograda gracias a la atracción real de unos cuerpos que parecen fundirse hasta nacer de nuevo a partir de los restos del otro. Todo está grabado con mucha naturalidad y la atmósfera es magnética y siempre esperanzadora. Interesa porque suena a verdad, y en esos desajustes, fluctuaciones y contradicciones emocionales de los personajes es muy fácil sentirse reflejado. Hay algo en la película que se expande como un eco y funciona como un espejo en el que vernos. Audiard no juzga a sus personajes, los deja ser, los deja vivir. En algunos aspectos, recuerda a De rouille et d’os (2012), una película mucho más densa y compleja, pero tan certera en sus intenciones como París, Distrito 13. Ambas llegan a conmover recorriendo caminos diferentes, aunque partiendo de la misma creencia, fórmula y bandera: la honestidad.

© Shanna Besson / Avalon

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