PATRICIO GUZMÁN. CRÓNICA DE UN VIAJE

Hay acontecimientos en la historia del hombre que marcan y definen a fuego el presente y futuro de las naciones. Momentos de quebranto en las relaciones políticas y sociales que congelan la vida de sus ciudadanos y les mantienen inmóviles en ese tiempo y lugar como memoria paralizadora.

Hay hombres, también, con la perseverancia y obstinación, con la ética y la responsabilidad necesarias como para transformar esos hitos históricos en lucha, arte y memoria. Ese es el caso de Patricio Guzmán y de su obsesiva creación cinematográfica, pegada de manera indeleble al golpe de Estado con el que Pinochet derrocó la legitimidad democrática de Salvador Allende, y a su macabro régimen de terror.

Es realmente una suerte haber contado con la presencia del director chileno durante las pasadas semanas en una serie de acontecimientos cinematográficos que han girado alrededor del estreno de su última obra, El botón de nácar (2015). Una suerte que me gustaría compartir aquí a modo de crónica.

El otro gran eje sobre el que pivotó la visita de Patricio Guzmán fue el seminario que este impartió en Cineteca (Madrid), organizado por la Asociación de Cine Documental DOCMA; seminario que se amplía con la edición de Filmar lo que no se ve, una trasposición no literal en formato libro de la clarividencia que Guzmán derrocha en las aulas, primera edición en España que DOCMA lleva a cabo en colaboración con el Festival Internacional de Documentales de Santiago, FIDOCS.

Filmar obstinadamente

El foco arrancó con su presencia en pantalla a través de una película que nos acerca pausadamente a las imágenes y documentos con los que Guzmán elabora con minuciosidad su películas. En Filmar obstinadamente (2014), su director, Boris Nicot, se presenta ante Guzmán con una serie de estímulos sonoros y visuales con los que logra que el cineasta chileno nos revele parte de sus misterios de creación. Grabada durante el proceso de investigación y montaje de El botón de nácar, la película nos regala conversaciones donde se repasan algunos de los hitos históricos y cinematográficos de su obra.

Destacar ese esquema con el que Guzmán estructura los engarces y conflictos político-sociales durante la época en que se enfrentaban a La batalla de Chile (1972-1979), y con el que guiaba sus cámaras y micrófonos hacia los puntos más calientes del conflicto. La batalla de Chile es una obra magna, sobresaliente, un clásico del cine militante dividido en tres partes -tres murales en una misma sala de la historia-, que abarca desde el proceso previo de insubordinación de la burguesía frente a los profundos cambios que Salvador Allende promueve desde un gobierno cada vez más debilitado, al terrible golpe de Estado del 11 de septiembre, orquestado en buen parte desde la Casa Blanca, y una parte final donde se aglutinan los esfuerzos de las capas populares por resistir colectivamente ante los embates de la derecha y los militares. Esta trilogía se completa y complementa con la que algunos consideran su cuarta parte; esa que reúne 23 años después del rodaje a varios de los protagonistas de La batalla de Chile. Hablamos de Chile, la memoria obstinada (1997), un ensayo de múltiples voces contra el olvido, una oferta de diálogo a través de la historia que funciona a modo de catarsis colectiva. Aquí, Guzmán proyecta en diferentes centros de enseñanza La batalla de Chile, dejando a continuación el espacio y tiempo suficientes como para que profesores y alumnos expresen abiertamente sus opiniones, sus inconsolables llantos y una rabia acumulada durante años. Sorprende, y afecta, escuchar como muchos jóvenes aún justificaban o defendían posiciones a favor de la tortura y el asesinato institucionalizado, aunque por otra parte, nos reconcilia también con el género humano al comprobar cómo la esperanza y la necesidad de lucha se mantienen intactas después de tantas traiciones.

Fotograma de El Caso Pinochet

Fotograma de El Caso Pinochet

Otro punto fuerte de Filmar obstinadamente sucede tras las declaraciones de una mujer torturada en El caso Pinochet (2001), que el mismo Guzmán ve y escucha a través de un ordenador. La mujer pasa por alto con un ligero gesto elíptico algunos de los detalles más duros de su tortura; no es capaz de verbalizar el recuerdo. Al terminar la entrevista Guzmán guarda silencio, afectado, duda, piensa la respuesta y nos habla del secreto terrible y hermoso que todos guardamos dentro; de la importancia de ese misterio inconfesable que nos habilita para seguir viviendo tras el horror.

Así que nos preguntamos, ¿hasta dónde es lícito llegar para conseguir el testimonio exacto, detallado, que nos gustaría presentar ante la historia? ¿Puede la búsqueda de verdad y reparación justificar la rememoración indeseada del dolor de una víctima? Durante el coloquio con Boris Nicot, su moderador, Samuel Alarcón, lanzó la pregunta al aire. Algunos espectadores la recogieron y la duda se mantuvo intacta, desplazada y diluida en la responsabilidad colectiva de un debate que terminó por convertirse en asamblea. Claude Lanzmann y su interrogatorio en la barbería también estuvo presente, como no.

El botón de nácar

Claro que después, días más tarde, tuvimos la oportunidad de conversar con Patricio Guzmán tras la proyección de El botón de nácar. La sala a rebosar, el público volcado en aplausos y algunas críticas un tanto veladas que recibieron –aunque no merecían- la burla de unos espectadores tal vez demasiado tocados emocionalmente por la película. Hubo alguna comparación al esteticismo un tanto vacuo de Sebastiao Salgado, y también alguna mención bienintecionada al didactismo, buscado y evidente, de la narración de la película, locutada por Guzmán. No estoy muy de acuerdo con la primera crítica. La belleza de la película es indudable, de un lirismo contenido, muy pegado al elemento que conduce y guía la narración -el agua-, a esa estructura de afluentes y líneas dramáticas tributarias de otras, que a su vez nacen y se complementan entre ellas. Heredera de Nostalgia de la luz (2010) –aunque no su hija menor, como algunos me habían adelantado- El botón de nácar reafirma la voluntad de Guzmán de continuar por el camino de la dispersión controlada y de la multiplicidad en el todo. Elementos naturales como el agua o la tierra le sirven como excusa telúrica para hilvanar un discurso histórico y poético, al tiempo que nos conducen con sobriedad y sabiduría hacia las regiones más (in)exploradas de lo micro y de lo macro; de la arena –y los desaparecidos- bajo nuestros pies, al polvo de estrellas; de un botón escondido y rescatado del océano, a otro que fue el principio del fin de una cultura y de una raza de hombres libres, masacrados, hombres que no conocen la palabra Dios, pero que lo habitan en cada aliento de su vocabulario. Dos botones en forma de prueba y destino: prueba del delito, y destino de un pueblo condenado a repetir sus barbaries, esperemos que no para toda su historia.

En cuanto a la acusación de didactismo, fue el mismo Guzmán el que reconoció tanto su existencia como su pertinencia. Dice no tenerle miedo a lo pedagógico, no si está fundamentado, si es fiel a la Historia y a las historias que cuenta y que pretende desvelar. Pero mejor limitarnos a sus palabras exactas: “En lo posible, hay que evitar dar lecciones al espectador. Hay que renunciar a los textos demostrativos. Con frecuencia los documentales tienen un costado didáctico. Yo considero esto como un mérito, lejos un error. Hay algunos expertos que afirman que la pedagogía es un pecado. No estoy seguro de esto. A mi juicio, esto se resuelve con la forma. Se puede hacer pedagogía con elegancia, con sutileza y con poesía.” Cuestión muy personal, en todo caso, de pretensión y método, de confianza en el público o de necesidad de pegada.

Fotograma de El Botón de Nácar

Fotograma de El Botón de Nácar

El documental según Patricio Guzmán (Seminario)

De esas y muchas otras cosas se habló durante el Seminario que Patricio Guzmán impartió en Madrid. Cinco días de análisis de los diferentes procesos de creación del cine documental, examinando dispositivos, personajes o narrativas a base de ejemplos propios y ajenos que Guzmán ha ido copilando durante buena parte de su carrera como cineasta y programador. Su experiencia y dominio de los recursos necesarios para componer –nunca mejor dicho, pues la arquitectura de la música clásica es el principal exponente estructural de sus películas- una película documental, así como su cercanía nada impostada, crean un espacio de diálogo y aprendizaje fluido como pocos. Sus métodos de trabajo, definidos y abiertos a un tiempo, muestran una perfecta combinación entre disciplina e improvisación, investigación y azar, conocimiento del medio y sorpresa. Un sistema que permite dominar los elementos a su alcance, pero que mantiene las puertas abiertas a lo que no se ve, a lo que le impulsa como creador: esa facultad trascendental, o trascendente, que permite intuir lo que aún no existe, lo que está por llegar; eso que, sin embargo, y de alguna forma indeterminada, ya habita en nosotros. Y de ahí que no existan respuestas claras para algunas de las preguntas planteadas durante el seminario. De la humildad y de la duda reconocida por un maestro se adivina que todos avanzamos por un mismo camino que aún está por desbrozar; en cada película un nuevo campo cercado por la materia sobrante que nos impide ver lo buscamos, y en la que podemos aplicar algunas de las herramientas de corte y confección que Patricio Guzmán, y otros como él, ponen a nuestra disposición generosamente.

La cruz del sur

Aprovechando la presencia del cineasta, DOCMA decidió rescatar una película poco, o nada, conocida del chileno. Y se pensó en La cruz del sur (1992). El propio Guzmán -tal vez por su condición de hermanastra joven y televisiva de El botón de nácar-, dio su aprobación para exhibir una película que hacía diez años o más que no había visto. Una apuesta casi a ciegas que resultó muy acertada, según comentó Guzmán tras la proyección. Para él, y para algunos otros que asistieron a la sesión, la situación de Latinoamérica no ha cambiado demasiado desde entonces. La película –al igual que El botón de nácar y otras tantas suyas-, revela el continuo y cíclico aluvión de atropellos e injusticias que el ser humano aplica históricamente al ser humano, sin misericordia. Más aún si esto lo aplicamos a la historia de América Latina, donde el poder, ávido de capital y control, ha utilizado todos los instrumentos a su alcance -ejército, iglesia y/o medios de comunicación-, para alcanzar sus objetivos. Los colonizadores de España o Portugal; los británicos que abrieron camino con sus mapas a los colonos chilenos que acabaron por exterminar a los indígenas del sur; los esclavistas que robaron millones de vidas africanas; las innumerables dictaduras latinoamericanas promovidas y sustentadas por esa tierra de libertad llamada América (USA); o algunos gobiernos actuales que repiten sistemáticamente los mismos fracasos y miserias que sus antecesores. Todos beben de las mismas aguas cada vez más turbias. Y de alguna forma, directa o metafóricamente, todos están representados en las películas de Patricio Guzmán.

Epílogo

El asombro reside en cómo se pueden tratar los mismos temas recurrentes durante toda una vida sin caer en la apatía, propia y ajena. Tal vez no sea suficiente con buscar diferentes perspectivas o acercamientos. Tal vez el tema o la historia –por muy expresiva o necesaria- no sea lo esencial para deslumbrarnos. Tal vez la innovación estética y el destello poético, impreso cada vez más certeramente en sus obras, sea lo que nos golpea de nuevo en un lugar diferente de la emoción y de la memoria. Sea lo que sea, es algo que no todos poseen; que muy pocos saben cómo hacer aflorar en el tiempo y en el arte. De esos pocos, otro maestro que gozó -y nos hizo gozar-, de esa indescriptible inspiración, fue Chris Marker, impulsor y mecenas de Patricio Guzmán en La batalla de Chile, al que el director chileno dedicó unas bellísimas palabras de agradecimiento y amistad incondicional que creo van a retumbar en mi cabeza por mucho tiempo. Y aunque el debate no acabo precisamente en ese punto, yo veo claro que hoy, 40 años más tarde, en presencia de la memoria viva y compartida de una historia imprescindible del cine, no hay otro momento mejor para terminar con esta crónica.

 

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