Porto/Post/Doc 2020: Las huellas de nuestro ser (I)

Partida (2020), de Caco Ciocler

El festival Porto/Post/Doc surgió en el año 2014 con la voluntad de programar y visibilizar el documental a nivel nacional e internacional en la ciudad invicta. Esta edición se presentó como una reafirmación en su apuesta por la cultura y agasajó tanto a los espectadores como a los participantes con buenas noticias. A causa de las restricciones y limitaciones que afectaron al certamen, que tuvo lugar entre el 20 y el 29 de noviembre, se habilitó una modalidad de visionado online a un precio más accesible. Por otra parte, en las secciones competitivas nacionales o de habla portuguesa se amplió el valor de los premios.

En el conjunto del festival concurrieron más de 60 películas, de las cuales 25 eran de producción portuguesa (u oriundas de países lusófonos). Las piezas se dividieron en las secciones competitivas de Internacional, Cinema Falado, Cinema Novo y Transmission. En las secciones no competitivas se establece un vínculo con la realidad cinematográfica peninsular donde destacan la Carte Blanche de Eloy Dominguez Serén y la sección In-Edit, así como Cinefiesta, que repasa las producciones españolas recientes como Lúa Vermella (2020) de Lois Patiño. Otras secciones que mantienen su compromiso con los temas de la contemporaneidad y con el cine como formato son A Cidade do Depois, Highlights y 180 Media Academy.

En este primer acercamiento al festival, reflexionaremos a fondo sobre la Sección Internacional, en la que fueron presentadas nueve piezas de ficción y documental durante los días de competición. Todas ellas documentan una parte de nuestra experiencia como ciudadanos con la que, si bien podemos sentirnos más o menos interpelados, habilitan un espacio de reflexión y desengaño en base al propio lema del festival: ‘framing reality’ (“enmarcando la realidad”).

La primera a tratar es Partida (2020), ganadora del Grande Prémio Vicente Pinto Abreu, ópera prima del brasileño Caco Ciocler. Un film de lo más agitador en la conciencia social del Brasil de Jair Bolsonaro, cuya toma de posesión discurre en paralelo al metraje. El planteamiento desde el inicio es el de una road movie con un ómnibus como vehículo de transporte hasta la casa de Pepe Mujica, expresidente de Uruguay.

La fuerza motriz de la acción es la actriz Georgette Fadel, que tras el éxito de Bolsonaro asienta la idea, con su círculo más próximo, de presentarse como candidata a la presidencia de Brasil para 2022. Esta decisión lleva consigo un viaje a Uruguay para celebrar el cambio de año con Pepe Mujica, el político que más inspiró a esta mujer. En el camino todo se confunde en una serie de pensamientos alrededor de las utopías, los límites de la Tierra, los fracasos del comunismo, la esclavitud en Brasil, los sentimientos entre los participantes y las opiniones encontradas… Se muestra la política como un drama humano del que todas las personas que están en ese ómnibus forman parte.

A lo largo del film asistimos a cómo los mecanismos de la ficción son desvelados y escuchamos conversaciones entre el equipo de producción y el equipo de interpretación, también reflexionando sobre la propia improvisación que surge a raíz de mezclar personas reales y ficción, y cómo articular eso dentro de la narrativa. Esta forma de subvertir la linealidad de la película resulta atrevida, y está muy bien ejecutada para ser una ópera prima. Al final, el punto más dulce después de tantos debates agitados y llenos de energía joven, como el propio Brasil, llega con la aparición casi por accidente de Pepe Mujica y sus sabias palabras sobre lo que les depara a las nuevas generaciones frente a un mal que no termina, sino que crece poco a poco.

Sandlines, The Story of History (2019), de Francis Alÿs

El hecho de poder visionar obras tan dinámicas y que alteran las normas ortodoxas del documental hacen de este festival una auténtica caja de sorpresas. La primera película que pude ver en el encuentro, y que disfruté en el Teatro Rivoli antes de limitarme a visionar las restantes de manera online, fue Sandlines, The Story of History (2019) del director Francis Alÿs. Este artista interdisciplinar de origen belga fue arquitecto hasta que, a partir de 1986, comienza a trabajar con el arte y la práctica social. Este film es su séptimo proyecto en Irak, donde desarrolló un trabajo en colaboración con la Ruya Foundation.

Lo que se nos presenta es una revisión, o más bien una reinterpretación libre, de la larga historia de Irak interpretada por niños de una aldea montañosa cerca de Mosul. La idea de trabajar sin actores profesionales genera renovadas tensiones en esta historia de la Historia, e incluso llega a incluir inverosímiles escenas cómicas como una en la que el Reino Unido y Francia, personificados por niños, dividen el imperio otomano en un mapa con unas líneas de colores representando el acuerdo Sykes-Picot de 1916. La forma en la que se procede con este tratamiento de la pieza es enriquecedora y recuerda, en su afán pedagógico y de-colonizador con jóvenes, a la obra Todos vós sodes capitáns (2010) de Oliver Laxe, que plantea unas inquietudes semejantes respeto a lo que se cuenta y quién lo cuenta. Si bien disfrutamos de partes donde se interpreta con títeres o con pintadas en muros a modo de intertítulos que nos llevan por esta apropiación, también se produce cierto impacto al llegar a la historia reciente de la yihad armada que, al ser encarnada por niños, agita nuestra experiencia.

Durante el montaje, Alÿs ejerce un juego interesante que contiene rasgos de realismo mágico. Manipula con el alargamiento de los tiempos en el desierto, con el sentido de repetición en las escenas e incluso con el hecho de confundirse delante de la cámara, lo que enlaza muy bien con las interpretaciones que estamos viendo, e incluso permite dudar sobre cuánto hay de ficción y cómo pasa a ser un documento visual de un juego en el atardecer de las montañas.

My Mexican Bretzel (2019), de Nuria Giménez Lorang

Ya en casa, con la disponibilidad online del festival, me acerqué a una delicadeza única en la manera de reinterpretar frames. My Mexican Bretzel (2019), de Nuria Giménez Lorang, es el diario de una mujer conocida como Vivian Barret que narra su experiencia a lo largo de más de veinte años. El carácter experimental de esta pieza es singular en todos los niveles respeto al sonido no diegético, el montaje de unas bobinas encontradas, la edición de color y todo el engranaje de la propia narración.

Este proyecto se inicia cuando la directora encuentra 50 bobinas de 16mm en la casa suiza de su abuelo, recién fallecido. La fuerza de estas imágenes tomadas por su abuelo entre los años 40 y 60 se hace visible para el espectador una vez el equipo de trabajo le da forma. La apertura comienza con una escena onírica que se repite un par de veces en la película, donde un búho se dispone a cazar un ratón. El siguiente acto consiste en unas memorias en blanco y negro sobre la experiencia del marido de Vivian en el ejército suizo, aunque las palabras que se adjuntan a las imágenes a través de los subtítulos son las de la mujer.

La historia que se presenta es la de un militar que sufre un accidente en las prácticas aéreas y tiene que recomenzar su vida. En la misma medida que el propio matrimonio se resiente con esa primera caída, poco a poco ambos reconectan cuando las cosas comienzan a funcionar gracias a los negocios que mantienen con unos amigos franceses. La consecuencia de la caída del marido, Léon, fue una sordera crónica que, de alguna forma, parece apropiarse del sonido de la obra y de la empatía que siente Vivian hacia él. Durante todo el metraje, el sonido es inexistente en líneas generales, y aparece para enfatizar acciones, momentos climáticos o movimientos de los personajes. 

Los altibajos de esta historia son presentados en las palabras de Vivian que, de manera rebelde en la segunda parte del film, desestima la labor egocéntrica que implica la grabación de imágenes, al apropiarse de lo que hay alrededor y dotarlo de un significado personal de una forma más intrusiva que plasmar pensamientos en un diario. Esta forma de hacer temblar todo el aparato discursivo cambia la percepción que tenemos de la cinta, y hace emerger una serie de cuestiones alrededor de lo que es la imagen, quién se apropia de ella y cómo se resignifica. 

Un método curioso de hacer evidente el propio trabajo que está detrás de esta película, de una manera potente y certera. El paso de unas imágenes caseras a un melodrama al estilo Douglas Sirk es exitoso y delicado en su resultado. Sin duda, el trabajo de sonido a cargo de Jonathan Darch y el tratamiento del color llevado a buen fin por Federico Delpero son cruciales para dotar de sentido a este conjunto de imágenes anacrónicas.

Puedes seguir leyendo la segunda parte.

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