HERMANOS QUAY, UNA LECTURA OBLICUA (1/2)



In death have I blossomed

(Bruno Schulz)

Sentarse a escribir sobre un autor es una tarea compleja desde el momento en que asumimos que existe cierta unidad temática que atraviesa toda su producción. Dicha consigna nos fuerza a separar la paja del trigo, lo útil de lo inútil. Pasamos entonces, de la pura contemplación, al odioso papel de un juez frente a sus testigos. Interrogamos la obra, esperando de ella ciertas respuestas preconcebidas, desechamos los balbuceos, las divagaciones y celebramos las señales inequívocas de que estábamos en lo cierto. ¡He aquí la verdadera obsesión del autor, el núcleo de su patología! Igual que el clínico mediocre, el autor se transforma en servidor de nuestra teoría, su obra es un puro síntoma, un reflejo involuntario y no, como debería serlo, el resultado de un acto libre. Le hemos amputado los brazos, los pies, sus órganos reproductivos; todo, con tal que se mantenga inmóvil bajo la mano temblorosa que sostiene el escalpelo de nuestro análisis. Pero, ¿dónde ha ido el autor? ¿Por qué pareciera que ha abandonado repentinamente la mesa de disección?

Siempre es más fácil escribir sobre autores fallecidos. Con los vivos corremos el riesgo de apresurarnos demasiado en nuestra interpretación. Repasar la filmografía de un director, es en parte descubrir los plagios que ha hecho de sí mismo, encontrar qué ideas, técnicas o recursos han permanecido a lo largo de su carrera y cuáles han sido abandonados a mitad de camino. Dichos artefactos adquieren en nuestra interpretación una relevancia insoslayable; los atesoramos con la esperanza de que nos permitan predecir su próximo movimiento. La esterilidad de la crítica se consuela entonces con fórmulas que anulan toda posibilidad a lo espontáneo. Dicho método sin embargo, difícilmente podrá aplicarse a la filmografía de los Hermanos Quay, pues la suya, es una filmografía del accidente, de la asociación libre entre objetos que carecen de valor, pero que son elevados en su circunstancia a crear mundos de lo sublime.

Nacidos en Filadelfia el año 1947, los mellizos Stephen y Timothy Quay comenzaron sus estudios en el Philadelphia College of Art. Su interés por la literatura y el arte europeo, los llevó a completar su formación en el Royal College of Art de Londres por un período de tres años, luego de lo cual volvieron a América y se mantuvieron por seis años haciendo trabajos de ilustración para libros y música, además de trabajar parte del tiempo en un restaurante. Recién a los 32 años, luego de su retorno a Londres, obtuvieron un fondo de siete mil libras que les permitió realizar su primer cortometraje animado, Nocturna Artificialia (1979). El año 1980 fundaron la productora Konic Studios con Keith Griffiths, quien ha sido su productor hasta la fecha.

Los Quay trabajando en The Street of Crocodiles (1986)

Las películas de los Hermanos Quay se caracterizan por la inmersión abrupta del espectador en un estado umbral entre el sueño y la vigilia. A través del uso de imágenes ambiguas, texturas y claroscuros que seducen por su componente enigmático, este cine nos obliga a abandonar la estructura narrativa con la que desciframos típicamente una trama y nos lleva a perdernos en la particularidad de las fibras. Cada film de estos hermanos, es un experimento de síntesis, de simultaneidad entre objetos hallados en su circunstancia. Poco relevante es la pregunta de cómo llegaron allí, o cuál es su función dentro de una estructura. Al contrario, son los escasos elementos estructurales que nos encontramos, una especie de disimulo que nos infiltra en el territorio de lo fantástico. Igual que en los sueños, la lógica aquí es apenas un catalizador de asociaciones, nuestro cerebro precisa de ellas sólo al comienzo, pero puede continuar solo, en el puro goce de la imaginación.

La incontinencia de la imaginación

En cuanto al guión, nos limitamos al sentido musical de su trayectoria, estamos permanentemente abiertos a la incertidumbre, el error, la desorientación, como acechando el más insignificante encuentro fugitivo.” Estas frases de los directores son muy reveladoras de su proceso de trabajo. Si ponemos atención a The Street of Crocodiles (1986), veremos que el desarrollo narrativo es en realidad sencillo y hasta anodino. Lo relevante no pasa por el argumento ni el estado moral de los personajes. Todo lo que en este corto se rescata es la textura de los objetos, lo ilimitado del escenario que se vuelve infinito a través de un juego de reflejos e ilusiones. Los muñecos son sólo muñecos, con posibilidades de movimientos y cierta mirada que los inviste de realidad afectiva. No están allí en representación de otra cosa, no pretenden ser humanos bajo ningún concepto. He aquí lo que distingue radicalmente el trabajo de los mellizos de otros animadores. A ellos no les interesa contar historias con muñecos, sino la historia que cuentan los muñecos al ser puestos en una situación fantástica, es decir, entregándoles como por decreto divino, la capacidad de movimiento.

 

The Street of Crocodiles (1986)


¿Y qué es esta libertad sino la concesión a nuestra facultad imaginativa de crear directamente sobre el material de trabajo, para él y a causa de él? La incontinencia de la imaginación es lo que vivimos comúnmente en el proceso del sueño. En él, un complejo conjunto de materiales y sensaciones, recuperados por la memoria, se despliegan en asociaciones muchas veces absurdas, pero casi siempre movilizadoras del deseo. Hay un enigma en los sueños que nos atrae, una especie de verdad cifrada en la escritura caótica de sus rincones y recovecos. Todo el mundo está en ellos, pero algo de él permanece en un estado salvaje, previo al lenguaje. “Para nosotros la música es el torrente sanguíneo y como cualquier coreógrafo, componemos nuestra narrativa visual a través de ella… ella escribe con nosotros. Nos gustaría alcanzar la musicalización del espacio, que nuestro trabajo se guíe por las leyes de la música antes que por las de la dramaturgia.” (Entrevista de Ryan Deussing, 1996). Curioso parentesco con el cine expresionista alemán: Paul Wegener (El Golem, 1920), soñaba con un cine en que “ya no se distinguirían los elementos naturales de los elementos artificiales. Se penetraría así en un nuevo mundo fantástico (…) y se entraría en el campo de la cinética pura, en el universo del lirismo óptico” (L’Ecran Démoniaque, Lotte Eisner, 1952). El claroscuro del expresionismo era una declaración de principio: la imagen debía ser liberada de toda servidumbre, no se trata ya de imitar la realidad, sino de crear mundos.

Rehearsal for Extinct Anatomies (1987)

Nos sorprende el talento que despliegan los Quay cuando se trata de sostener el interés del ojo únicamente en estos términos, sorteando toda clase de indulgencia narrativa. Y es que, a pesar de su amor por lo espontáneo, la disciplina misma de la animación cuadro a cuadro demanda un calculo considerable, lo que nos hace suponer, que en algún lugar recóndito de su mentes, existe un mapa detallado del territorio difuso que han podido recrear. ¡Qué paradoja más curiosa, ésta de tener las coordenadas del sueño, de reconocer sus señales! Rehearsal for Extinct Anatomies (1987) es una coreografía en que la puesta en escena está en continuo despliegue. El movimiento se transmite a los objetos por efecto de un contagio, va de los muñecos al set, del set a los encuadres, del encuadre al foco. Pero lo significativo que es que esta danza y contradanza nunca alcanza una conclusión definitiva. No hay tal cosa como una vista panorámica que nos permita mirar cada cosa en su valor relativo al conjunto. El cortometraje entonces, plantea un multiperspectivismo iterado, apelando a la imaginación del espectador para que en ella se realice la gestalt, el insight de la forma. Los elementos sugieren; el movimiento, igual que en el sueño, distrae al ojo, dispone nuestro ánimo para proyectar sobre ese material seductor, todas nuestras fantasías. Y es que este despliegue formal carece de toda moralidad, reclama igual que la música, la posibilidad de conquistar lo ilimitado.

Segunda parte del artículo.

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