RETRATOS DE LA CRISIS CON ESPAÑA AL FONDO

27 Los Exiliados Románticos

El verano. Tiempo para el ocio y para el placer, para salir de casa y salir de uno mismo, para cruzar fronteras sin mirar atrás. Lástima que en esta década, con más de cinco millones de parados en todo el estado y un mercado laboral muy precarizado, en donde el único trabajo posible parece ser la prestación puntual de servicios, muchos tengamos que quedarnos en casa, sin dinero ni forma de conseguirlo, viviendo de la caridad familiar y de las invitaciones de los amigos, como le ocurre, en parte, a los tres amigos protagonistas de Los exiliados románticos (Jonás Trueba, 2015): Vito, Francesco y Luis salen de Madrid en dirección a Francia en una vieja furgoneta prestada, comen y duermen en ella, o en casas de amigos, y cuando llegan a París, en una cena a siete bandas, el tema surge como el elefante rosa que siempre estuvo allí: la crisis. En ese momento, el cineasta Sigfrid Monleón, presente en la cena, se describe a sí mismo como un nuevo exiliado, ante lo que el historiador Luis E. Parés tiene que matizar las diferencias entre el exilio político y la emigración económica, para que acto seguido la actriz Isabelle Stoffel señale que ahora cualquier cuestión económica es siempre política. La crisis, de esta forma, contamina todo: una conversación de sobremesa, una película de Jonás Trueba o tu propia vida. Nada permanece ajeno. Ni siquiera el cine español.

Ausencia, Negación, Elipsis y Omnipresencia

Los exiliados románticos no es, en absoluto, una película sobre la crisis. Las motivaciones de sus personajes son atemporales, y la puesta en escena de Jonás Trueba se acerca, por momentos, al minimalismo de Jim Jarmusch. La historia podría pertenecer a los setenta, ochenta, noventa o dos mil, pero el resultado sería siempre distinto: tan distinto como el espíritu de cada una de esas épocas. La crisis se infiltra en los diálogos o explica, desde el fuera de campo, el comportamiento de los personajes, como ocurre en otros títulos sensibles al espíritu del tiempo. 10.000 Km (Carlos Marques-Marcet, 2014), por ejemplo, es una película en la que la crisis ni se menciona, pero sus efectos están latentes en el diseño de personajes: una mujer ansiosa por aprovechar la que podría ser su última oportunidad profesional y un hombre angustiado por unas oposiciones que no es capaz de aprobar. En este caso, la crisis es un elemento cotidiano, elíptico y estructural, que cualquier espectador español contemporáneo puede percibir como parte del trasfondo de la película: está sin que haga falta explicitarla, porque forma parte intrínseca del mundo en el que habitan los personajes, el equipo de rodaje y el conjunto del público.

10.000 Km (Carlos Marques-Marcet, 2014)

10.000 Km (Carlos Marques-Marcet, 2014)

Esta estrategia elíptica es muy cómoda para cineastas y productores, porque permite filmar la crisis sin decir nada sobre ella. Vista desde otra perspectiva, sin embargo, esta actitud es mejor que ignorar o negar la crisis, como hicieron tantos políticos y cineastas durante más años de los que deberían: sin ir más lejos, entre los años 2008 y 2012, la crisis estaba en la calle pero no en las pantallas, porque la industria audiovisual española representaba el presente poco menos que en diferido, con media década de retraso. Uno de los motivos para este desfase podría ser la dificultad inherente a la representación de los fenómenos financieros, como explica Horacio Muñoz Fernández en el artículo que abre esta panorámica. Otro motivo sería la propia lentitud de la maquinaria industrial, incapaz de levantar un proyecto en menos de un quinquenio, pero esta limitación, por suerte, parece superada gracias al mal llamado cine low cost, más ligero, más barato, más rápido y a veces incluso más crítico, como sugiere Brais Romero Suárez en su artículo sobre este tema. Sea entonces por dejadez, desinterés, falta de luces o falta de voluntad, la crisis tardó demasiado en aparecer en el cine español, pero una vez que lo hizo, se ha vuelto omnipresente, como apunta este pequeño corpus preparado deprisa y corriendo para la ocasión: Cinco metros cuadrados (Max Lemcke, 2011), Edificio España (Víctor Moreno, 2012), Mapa (Elías León Siminiani, 2012), El mundo es nuestro (Alfonso Sánchez, 2012), A puerta fría (Xavi Puebla, 2012), Las brujas de Zugarramurdi (Alex de la Iglesia, 2013), Hermosa Juventud (Jaime Rosales, 2014), Torrente 5. Operación Eurovegas (Santiago Segura, 2014), Magical Girl (Carlos Vermut, 2014), Os Fenómenos (Alfonso Zarauza, 2014), En tierra extraña (Icíar Bollaín, 2014), Murieron por encima de sus posibilidades (Isaki Lacuesta, 2014), El Gran Salto Adelante (Pablo Llorca, 2014), País de Todo a Cien (Pablo Llorca, 2014), Remine. El Último Movimiento Obrero (Marcos M. Merino, 2014), Perdiendo el Norte (Nacho G. Velilla, 2015) y, por supuesto, Los exiliados románticos, para cerrar este corpus con una película anclada en la actualidad cinematográfica de este verano.

De forma central o tangencial, todos estas películas incluyen alguna referencia explícita a la situación económica del país. Muchas comparten como leitmotiv el gran icono de esta crisis: las obras abandonadas a medio construir, que son las verdaderas protagonistas de Cinco metros cuadrados, Edificio España, Os Fenómenos y País de Todo a Cien. Otros se preocupan por el destino de los nuevos emigrantes desde registros y posiciones antitéticas, como Hermosa Juventud, En tierra extraña o Perdiendo el Norte. Otros, en fin, incluso se atreven a actualizar el legado de Atraco a las tres (José María Forqué, 1962) para configurar un subgénero improbable hace pocos años: la comedia de atracos, donde podemos situar El mundo es nuestro, Las brujas de Zugarramurdi, Torrente 5 y Murieron por encima de sus posibilidades. La crisis, a veces, deja su huella en el proceso de producción de algunas películas, como Mapa o Edificio España, mientras que otras veces funciona como el motor narrativo de ficciones como Magical Girl. Ante semejante omnipresencia, hay que reconocer que la crisis, a estas alturas, ya se ha convertido en un auténtico fenómeno viral.

El Relato de la Crisis

Edificio España es una película construida a partir de una metáfora muy sencilla: el destino del mencionado rascacielos simboliza la situación del país homónimo, tanto en tiempos de bonanza económica, cuando el edificio comenzó a ser reformado por trabajadores procedentes de medio mundo, como en tiempos de crisis, cuando se quedó sólo con sus fantasmas. La puesta en escena de Víctor Moreno es la misma a lo largo de todo el metraje: cámara en mano, actitud observacional, mucha voluntad de registrar el trabajo o el vacío, y una desafortunada tendencia a desviar la atención hacia lo anecdótico. El cineasta fracasa en su intento de capturar el espíritu del lugar al ser incapaz de representar ese espacio interior como la suma de muchas partes diferentes –la película, por desgracia, padece una grave desorientación espacial– pero el principal problema de Edificio España es no saber desarrollar la metáfora que le da sentido. Su importancia queda entonces restringida al plano extra-cinematográfico: la película no es relevante por lo que dice –porque no dice casi nada– sino por el impacto directo de la crisis en su proceso de producción. De este modo, el azar hizo que un documental mediocre se transformase en un documento valioso. A fin de cuentas, no deja de ser afortunado que una película sobre un icono arquitectónico sea el primer film-icono de esta crisis.

Edificio España (Víctor Moreno, 2012)

Edificio España (Víctor Moreno, 2012)

El relato de Edificio España se articula a partir de una lógica binaria –acción y parálisis, antes y después– que reaparece en otras películas sobre la explosión de la burbuja inmobiliaria, como Os Fenómenos o Cinco metros cuadrados. Este último título, filmado en el litoral alicantino, señala que la crisis provocó la quiebra de un sistema basado en la especulación urbanística y en la corrupción política a costa del empobrecimiento repentino de las clases populares. Sobre el papel, la propuesta es muy ambiciosa, ya que aspira a representar el desarrollo de un proceso histórico. Sin embargo, para transmitir esta idea, el director Max Lemcke echa mano de una serie de lugares comunes del cine social (el individuo abandonado a su suerte, que se precipita al pozo de la exclusión) y también del thriller (el héroe solitario decidido a conseguir la justicia por las bravas) en una mezcla bastante torpe por su falta de sutileza y verosimilitud. Todo es demasiado plano, evidente, irreversible, unidireccional. En estas circunstancias, el relato no está a la altura de la complejidad del sistema y del proceso que aspira a representar.

Os Fenómenos, a su vez, parte también del binomio antes-y-después para abordar las consecuencias de la explosión de la burbuja inmobiliaria. El guión firmado por Jaione Camborda y Alfonso Zarauza adopta la perspectiva de los obreros que trabajan en la construcción de esas viviendas condenadas a quedar abandonadas para describir, con una notable conciencia histórica, las fases del proceso: desde la época en la que los obreros disfrutaban de un gran poder adquisitivo hasta el momento en el que después de perder su trabajo tienen que poner a la venta los bienes que antes simbolizaban su triunfo socio-económico. A nivel estético y discursivo, Os Fenómenos no está muy lejos de Los lunes al sol (Fernando León de Aranoa, 2002), pero la humildad y la concreción de su propuesta permiten reutilizar con éxito unas formas anacrónicas sin que parezcan caducas. La forma, aquí, cumple su función sin excesos ni estridencias, poniendo en valor el oficio por encima del artificio.

Os Fenómenos (Alfonso Zarauza, 2014)

Os Fenómenos (Alfonso Zarauza, 2014)

Esta contradicción de hablar del presente a través de las formas del pasado es muy común en la primera generación de películas sobre cualquier proceso histórico, ya que siempre es más sencillo cambiar de tema que cambiar de estilo. En este caso, las propias dificultades de representación de los fenómenos financieros empujan a los cineastas a mostrar la crisis a través de sus consecuencias, ya sean materiales (las obras inacabadas) o sociales (los problemas económicos de los personajes). Con estos mimbres, hay películas mejores, como Os Fenómenos, o peores, como Cinco metros cuadrados, pero todas aspiran a ofrecer el relato oficial de la crisis, un relato lineal y comprensible que explique el proceso que nos llevó a esta situación. Ahora bien, la segunda generación de películas sobre un proceso histórico ya no comparte esa misma agenda, ya que han interiorizado la nueva situación y transmiten su vivencia a través de pequeñas variaciones estéticas o narrativas.

La Crisis como Motor Narrativo

Los relatos de las dos mejores obras de esta segunda generación funcionan de manera inversa: en Magical Girl, todo ocurre por culpa de la crisis; en Hermosa Juventud, por el contrario, todo ocurre a pesar de la crisis. Los dos protagonistas de esta segunda película son dos post-adolescentes que desean entrar definitivamente en la edad adulta: se quieren, quieren estar juntos, quieren trabajar y quieren tener su propia vida, sobre todo cuando ella se queda embarazada y tiene un bebé. Nada de esto, en principio, tiene que ver con la crisis: su juventud es tan feliz y frustrante como la de cualquiera, pero tiene la particularidad de coincidir exactamente con el largo invierno de la recesión. Para contar esta historia, Jaime Rosales mantiene como de costumbre una mirada neutra y distanciada hacia sus personajes, atendiendo a sus reacciones sin emitir juicios positivos o negativos sobre ellas: “la vida es así”, parece decir, “¡que le vamos a hacer!” Este estoicismo paisano deja al descubierto los dos polos de su discurso: la juventud es maravillosa y la crisis… una puta mierda.

Hermosa Juventud (Jaime Rosales, 2014)

Hermosa Juventud (Jaime Rosales, 2014)

Más allá de estas obviedades, el principal hallazgo de Hermosa Juventud se encuentra en la representación de la angustia de los personajes, que ya no se expresa mediante interpretaciones exacerbadas o situaciones límite, como ocurría en Os Fenómenos o Cinco metros cuadrados, sino a través del registro fugaz de ese sentimiento en las redes sociales: Rosales fusiona la pantalla de cine con la pantalla del teléfono móvil en unas elipses virtuosas que condensan el paso del tiempo y delatan el desánimo puntual de la pareja protagonista. La angustia, por lo tanto, no se percibe en el día a día, que Rosales representa mediante el naturalismo banal de sus anteriores películas, sino en el vacío de los tiempos muertos frente a la pantalla del móvil y en los rostros marchitos de algunas fotos. Estas elipses sintetizan un embarazo, un nacimiento, un proceso judicial y una migración sin fecha de retorno: un fragmento de vida, que avanza irreversible sin dejar margen para los sueños de los personajes. La crisis no alimenta quimeras, recuerda Rosales, sino que impone de repente unas condiciones draconianas que no se pueden rechazar. Eso es lo que hace de Hermosa Juventud una película universal (porque podría estar ambientada en cualquier país de occidente) y una película actual (porque el desarrollo de su trama sólo tiene sentido en este presente).

Magical Girl, mientras tanto, aprovecha el espíritu de esta época para desarrollar una variación muy lúcida sobre los arquetipos del cine negro clásico estadounidense. Carlos Vermut comparte con los cineastas del género su interés por hacer cine social a partir de una trama criminal, así como su tendencia a emplear una serie de convenciones preestablecidas para explorar las miserias del presente. En este caso, ninguno de los protagonistas acepta de buen grado su rol en la trama: Luis es un chantajista por accidente, Bárbara es una femme fatale casi por inercia, como resultado de sus trastornos mentales, y Damián es un asesino compasivo y consecuente, muy a su pesar. El carácter perturbado y perturbador de Bárbara precipita la trama, pero nada malo debería ocurrir si no fuese porque Luis es un profesor en paro afectado por los recortes en educación. Sus necesidades económicas tienen una causa muy puntual –comprarle a su hija enferma de leucemia el vestido oficial de Yukiko, la Magical Girl del título– pero el contexto en el que busca ese dinero determina por completo su definición como personaje.

Magical Girl (Carlos Vermut, 2014)

Magical Girl (Carlos Vermut, 2014)

Vermut sitúa al público en una posición muy incómoda: primero nos hace empatizar con Luis al presentarlo como un padre abnegado que sólo quiere lo mejor para su hija, y una vez creado ese sentimiento lanza al personaje en caída libre por el camino de la mezquindad. La crisis adquiere así una dimensión moral, en un momento en el que nada parece a salvo de su impacto: ni la economía, ni las instituciones, ni la política, ni la sociedad. Cegado por la desesperación, Luis llega a hacer cosas que nunca había imaginado que podría hacer –de ahí su extrañeza, casi autoparódica, ante su propio comportamiento, como si fuese otro quien tomase sus decisiones– pero aún así no deja de ser el único responsable de sus actos, en un reflejo de tantos y tantos corruptos del mundo real que esgrimen su inocencia, ignorancia o buena voluntad como atenuantes para sus delitos.

El clímax de la película tiene lugar en un espacio tan banal y cotidiano como un bar de barrio medio vacío, un espacio significativo, porque conecta las necesidades de la ficción –ambientar el clímax en un escenario lánguido y solitario– con el paisaje real de la crisis –esos bares tristes en donde una parte importante de la población que debería estar activa ahoga sus penas. El cierre de Magical Girl no puede ser más desolador: no hay redención ni vuelta atrás, sólo muerte y desgracia, como en The Counselor (Ridley Scott, 2013), otro neo-noir nihilista y desconsolado. ¿A esto es a lo que nos ha llevado la crisis? Mejor entonces quedarnos con el mensaje vitalista de Hermosa Juventud, en donde no queda otra que ser feliz a pesar de las circunstancias, al menos mientras no aparecen nuevos títulos que sigan profundizando en el retrato cinematográfico de esta gran recesión.

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