SEFF 2017: LAS NUEVAS OLAS (1)

garçons sauvagesEl cine francés más refrescante del año suele encontrar su espacio en las Nuevas Olas del Festival de Cine Europeo de Sevilla. Este año tenía buenos representantes: 9 doigts (9 dedos, F.J. Ossang, 2017), Les garçons sauvages (The Wild Boys, Bertrand Mandico, 2017) y Ava (Léa Mysius, 2017). Comenzaremos por las dos primeras porque se compararon mucho en el festival. Ambas están filmadas en blanco y negro con un estilo más o menos similar, las dos cuentan parte de su historia a bordo de un barco de pesadilla y su tripulación se dirige tanto en un caso como en el otro a una isla misteriosa. Se acabaron las comparaciones. Para empezar, tomemos los referentes visuales de Ossang y los de Mandico. Donde uno parece tener en el cine mudo más lírico y megalómano, como el de Jean Vigo o Abel Gance, sus maestros; Mandico bebe de Guy Maddin o Jacques Tourneur de forma clara. Se ven claras las diferencias, ¿no? Si uno escribe con la pluma política de la cita godardiana, el otro juega al smash posmoderno tarantiniano. Sin duda, la memoria del cine es importante en ambos, pero donde el primero tiene en la poesía y la política más punk sus conexiones extracinematográficas, el segundo confía en la psicología freudiana.

A primera vista no es descabellado compararlas, pero a la mínima reflexión se contrasta que nos encontramos ante dos películas tan antagónicas como interesantes. Con la nota justa de sinopsis lo entenderemos. 9 doigts sigue a un fugitivo que se ve envuelto en un turbio asunto con asesinato de por medio, lo embarcan en una verdadera prisión marina y allí, junto al resto de la tripulación, pierde la cabeza. La trama conspiranoide, que pasa del noir a la ciencia-ficción, es puro Ossang. Lleva años depurando la misma película desde una resistencia política y estética estimable. Él es el punk que se resiste a morir en un ambiente apocalíptico y opresivo, al que él responde con libertad creadora.

La liberación política de Ossang contrasta con la libertad sexual de Mandico. Lleva ya muchos años haciendo cortos en los que tiene una obsesión: la trascendencia se conquistará en su caso a través de nuestros órganos genitales. Los humanos y los de todas esas plantas que dan placer a los mocosos de esta epopeya erótica en esta particular isla del Dr. Moreau cargada de un sexy french touch. Los adolescentes náufragos que llegan a este paraíso perdido han sido enviados allí a modo de castigo tras cometer la violación conjunta y asesinato de una mujer. Al beber del jugo mágico de las plantas, su pene y testículos se descuelgan de su cuerpo, les crecen vagina y senos. El mensaje, por obvio que parezca, impacta visto en imágenes. La provocación alcanza su máximo estado de gozosa y travestida perversidad cuando entran los créditos y uno descubre que los chicos están en realidad interpretados por actrices tan talentosas e imponentes como Vimala Pons. ¿Y me lo he estado tragando todo este tiempo? Podrá decirse de Mandico que es un hortera o criticarse algunas de sus decisiones cinematográficas, pero no cabe duda de que Les garçons sauvages es una efectiva provocación.

Ava, por su parte, presenta a una directora, Léa Mysius, que en sus cortos ya había probado tener talento, pero que en su ópera prima da un salto de gigante. Con la misma energía juvenil que Pierrot le fou (Jean-Luc Godard, 1965) y un espíritu cercano a Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967), presenta también a una pareja de fugitivos adolescentes que se buscan en sus respectivos mundos solitarios. La paulatina ceguera de la chica permite a Mysius jugar con la luz como un elemento narrativo fundamental ligado a esta dolencia. El barroquismo de estas imágenes sustenta ya de por sí una de esas películas que derrocha entrega por todos sus costados. Ava es muy intensa, y logra mantener esa intensidad a lo largo de todo el metraje.

bourgeois dogVida más allá de la isla francófona

Ya saliendo del hexágono, nos encontramos con Colo (Teresa Villaverde, 2017), de la que ya dimos cuenta en Indielisboa. Allí Iván Villarmea lamentaba que en esta ocasión la lusa no hubiese sabido encajar todas las piezas. Estas son una mujer trabajadora agotada, un hombre desempleado en depresión y una hija que no soporta ya más ese ambiente. El cine de Villaverde se mueve por lo cotidiano y, con estos pequeños elementos, traza un análisis de la situación política de su país y, lo que es más importante, dibuja su visión de la condición humana, algo descarnada y esperanzada al mismo tiempo. Aquí se muestra reconocible pero, en efecto, no acaba de encontrarle el tempo adecuado a un filme plagado de lacónicas y largas secuencias que acaban lastrando esa emoción contenida que el guion de partida y unos actores entregados sí podrían haber conseguido.

Algo similar podemos aplicar a Sarah joue un loup garou (Sarah Plays a Werewolf, Katharina Wyss, 2017), con una adolescente con desequilibrios emocionales en el ámbito de una clase de teatro. Por el medio, modestos toques de fantástico. Imaginemos El cisne negro (Black Swan, Darren Aronofsky, 2010) y quitémosle todo el artificio y barroquismo propio de su director, reduzcámoslo a la mínima expresión, a un estilo gélido, contenido, glacial, y nos encontramos con esta película.

Selbstkritik eines buergerlichen Hundes (Self-Criticism of a Bourgeois Dog, Julian Radlmaier, 2017) te alegra el día. Quizás sea una película muy de nicho, que solo arranque sonrisas al público festivalero, pero nosotros nos lo hemos pasado bien con este ejercicio posmoderno que se ríe de todos los tics intelectualoides del cine indie norteamericano y europeo en un curioso mix. El nexo de unión obvio lo encontramos en la actriz Deragh Campbell, musa de Matthew Porterfield y Dustin Guy Defa. La personalísima intérprete es aquí el objeto de deseo del patético hipster que encarna el propio director. En una trama hilarante e imposible que le lleva de un centro de arte con ilustrados pero precarios trabajadores millennial a un campo de manzanas donde conoce el trabajo duro y monta una célula comunista libertaria, y todo por una chica; la película no deja de reírse de todos los lugares comunes heredados por un indie con Woody Allen a la cabeza y después reproducidos en buena medida por un cine europeo que le imprime a los amoríos trascendencia política. Y si no díganselo a Godard. Así, estas dos partes funcionan como un díptico complementario de las dos variaciones citadas.

Filmada en 16mm con una estética muy de cinta de Wes Anderson y actitudes que encajarían perfectamente en la filmografía de Alex Ross Perry, Radlmaier no deja de parodiar tampoco a popes indies más contemporáneos. Todo en la batidora, con un poco de meta-cine: la trama se acaba mostrando como una ficción del cineasta, hasta el punto de no saber si la primera parte es un trasunto de su propia vida en Berlín. Esto, aunque ya se apunta antes, solo se evidencia en el último acto. Al final, Radlmaier se ríe de sí mismo y pone en duda la capacidad del arte para remover conciencias o llamar al cambio político. ¿O critica la hipocresía del burgués que vende política y se pliega a la comodidad del mercado? La revolución está en venta, todo símbolo de la revuelta es comercializable. Y, aun así, insistimos en tropezar en la misma piedra. Con ese discurso entre resistente y dócil, en todas sus contradicciones, el filme de Radlmaier hace que nos reconozcamos en sus patéticos personajes y, entre risa y risa, nos da que reflexionar.

distant constellationSorpresas en la no ficción

En el apartado de documentales que tiene siempre esta sección nos encontramos con Denk ich an Deutschland in der Nacht (If I Think of Germany at Night, Romuald Karmakar, 2017), un trabajo en torno a la escena de la música techno en Alemania y Suiza. Se intercalan largas entrevistas a importantes pinchadiscos del género con filmaciones de los mismos en acción. Es en este apartado donde la película tiene su mayor interés, al mostrar todo el proceso capando los canales de audio que se escucharían en una pinchada y dejando solo oír en el filme las pistas con las que ellos están jugando antes de lanzar a la pista de baile.

Adrián Orr tiene una larga trayectoria como camarógrafo. En Niñato (2017) nos traslada al día a día de un padre de familia que atraviesa por dificultades para alimentar a los suyos, malviviendo precisamente de la música, que compagina con otros trabajos. Es cine directo puro, sin ninguna innovación en particular, pero bien ejecutado.

Pero el documental que nos ha cautivado es una pequeña película salida de Locarno, de esas que no llegan envueltas por el ruido de la fama y que conquistan poco a poco. Por ejemplo, al jurado de la crítica Fipresci en la Vienale. Distant Constellation (Shevaun Mizrahi, 2017) parte de la tradición del cinéma vérité para componer el retrato de una residencia de ancianos en Estambul. En el único edificio que se mantiene en pie en un barrio repleto de solares y obra nueva, este espacio metafórico de una cambiante Turquía tendrá mayor interés para quien esté familiarizado con el país, como reconocía la directora. Pero en realidad sus virtudes son universales. Habiendo trabajado durante años con varios ancianos, la autora no les hizo ni una sola pregunta. Simplemente les acompañaba, ponía la cámara delante y les dejaba hablar. El resultado es la captación de un lenguaje verbal y gestual primario e íntimo centrado en los mecanismos de la memoria. Como en Shoah (Claude Lanzmann, 1985), cuánto se evoca en esta película sin mostrarlo. Mizrahi, dotada de una especial intuición y sensibilidad, logra que pasemos un rato con estos ancianos sintiendo que podemos llegar a conocerlos. Tienen sus historias particulares, pero el relato apela a un subconsciente colectivo en el que reconocemos a nuestros propios abuelos. Cine en mayúsculas.

Como complemento a Distant Constellation, el SEFF proponía en su sección Tour / Detour el clásico húngaro Szerelem (Amor, Károly Makk, 1971). Es interesante ver las dos películas en conjunto. En esta última la protagonista cuida a su suegra moribunda en casa mientras espera la salida de su marido, preso político, de la cárcel. La mujer miente a la anciana, haciéndole creer que su hijo está triunfando en Nueva York como director de cine. Muy pegado al ideario político y estético de la Nueva Ola Checoslovaca, el filme es un alegato contra la represión con un estilo austero y contenido, en el que destaca un montaje con fugaces flashbacks que apenas duran segundos y que irrumpen en las conversaciones entre las dos mujeres. Es en esta experimentación, que también reflexiona sobre la memoria a través del montaje, donde más coinciden las dos películas, proponiendo curiosamente caminos diferentes. Una evoca el pasado a través de la narración oral, otra a través de sus imágenes. Pero ninguna de ellas lo hace nunca evidente ni lo subraya.

En este tipo de diálogo también nos encontramos el binomio Esquizo (Ricardo Bofill, 1970) y Ayudar al ojo humano (Velasco Broca, Canódromo Abandonado, 2017). La obra de culto de la Transición intenta establecer una narración inconexa a base de estímulos, emulando lo que ocurre en la mente de una esquizofrénica. Este tipo de dramaturgia es marca de la casa en el dúo formado por Julián Genisson y Lorena Iglesias, que se une a otro maestro del extrañamiento como Velasco Broca para producir una obra que se erige en burla a lo esotérico. Cuatro partes conectadas pero bien diferenciadas componen este viaje de un cura de provincias a los abismos de su propia psique, donde se ponen a prueba sus creencias en torno a su hombría, el Estado y el poder divino, entre otros totems. Juguetona y abierta a múltiples interpretaciones, Ayudar al ojo humano es un libre ejercicio de experimentación formal y dramática que descoloca y atrae. Quizás la suma de Broca al equipo haya traído un cuidado estético superior al de La tumba de Bruce Lee (Canódromo Abandonado, Aaron Rux, 2013) y Esa sensación (Juan Cavestany, Julián Génisson, Pablo Hernando, 2016), pero las inquietudes políticas y el particular humor de trabajos previos se mantienen.

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