EL TRIUNFO DE LA AUDIENCIA


El espectador, más que nunca, ha sido el protagonista de esta edición del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya. Tiene sentido sabiéndonos cercanos al fin del mundo, como si Sitges fuera el último bastión de esperanza o el lugar donde queremos vivir el final, rodeados de cine y de amigos creados a través del cine. Nos vestimos todos la piel del Curtis de Take Shelter (Jeff Nichols, 2011) para empaparnos de un zeitgeist desesperanzado y temeroso, transfiriendo filias del optimismo del futurible familiar a la pesadumbre de quienes comparten nuestra inquietud, contagiando un miedo que cada vez nos hace sentir más solos, porque ni lo entendemos ni lo sabemos explicar más allá de las dimensiones de un encuadre. Por ello el cartel de este año no era sino una fotografía tomada desde un Smartphone, así como el spot apelaba directamente al espectador, porque ya no quedan certezas ni asideros sino solo nosotros ante una pantalla en negro.

Quizás por eso resultó tan importante Holy Motors (Leos Carax, 2012) y ese arranque donde un patio de butacas nos mira atentamente, como si la ficción fuéramos nosotros, retándonos a actuar cuando la realidad nos ha adocenado, o quizás buscando el guiño de quien se sabe cobijo en una invitación a entender el mundo a través del cine a la manera en que se nos hacía partícipes de la visiones apocalípticas de Curtis. Porque así como englobamos significados en significantes finitos, en fechas de festivales y duraciones fílmicas, la mejor postal para buscarle sentido a un mundo agonizante ha de ser la que ya nos ha explicado miles de veces ese proceso, en una edición casualmente escasa en Apocalipsis.

Preso de ese estado de ánimo, toparse con Pumares cargado de víveres adquiridos en algún anónimo badulaque representa el contrapunto necesario a las trompetas del fin del mundo, más allá de la Zombiewalk o el inclemente tiempo. Pumares también es Curtis, preparando su refugio, y nosotros cómplices de preparativos, compañeros de trayecto. Y quizás por ese extraño clima de aceptación que ni siquiera ha necesitado subrayado desde la programación, porque todo invitaba a aceptar las fatalidades, Sitges me ha regalado la edición más comunal que recuerdo. O como anunciaba el spot de esta edición: el espectador de Sitges es difícil de impresionar.

Y pese a todo siempre abandonamos Sitges con un buen puñado de imágenes grabadas a fuego, de títulos que nos acompañan los meses que separan una edición de otra, aunque dicho peregrinaje acaba siendo memorable por la gente que ocupa los asientos adyacentes. Y ese ha sido el factor diferencial de este año, la figura del espectador como auténtico eje, la negación de individualidades en experiencias sociales que mis inexpertos ojos no habían presenciado aún en el festival o, al menos, en la manera en que sucedieron. Porque es un clásico el escuchar aplausos en créditos o muertes vistosas, hechos que sí nos sitúan como espectadores, pero no es tan habitual ver como el público adopta la narrativa para incorporarse a ella.

Fue notable el visionado de Warrior (2011), el film de Gavin O’Connor donde Joel Edgerton y Tom Hardy encarnan a dos luchadores aferrados a las victorias para no perderlo todo. Y lo cierto es que el film de O´Connor funciona mucho mejor que otros como The Fighter, equiparando la épica del deporte a la contundencia de la lucha sin reglas en una historia mil veces contada pero que, en este caso, funciona a la perfección. Y mientras uno espera aplausos a las escenas ridículas, como algunas rodadas por Dario Argento para su Dracula 3D (2012), o para muertes deseadas como las que se daban en Aftershock (Nicolás López, 2012), en Warrior el público arrancaba en aplausos tras cada victoria de los hermanos protagonistas, como si fuéramos parte del público que asiste a ese combate, como si de una de las retransmisiones deportivas que ha adoptado el negocio de las multisalas se tratara, como si no estuviéramos delante de una pantalla. Y como animales sociales que somos, uno se siente parte de algo, tanto de un grupo de gente entregada como de un filme que apela a esa comunión, a una comunicación sin intermediarios, a un mensaje tan claro como un puñetazo.

Algo así repercute inevitablemente en esa experiencia llamada visionado, que se torna en algo tan solitario cuando se convierte en una mera nota o reseña y que, tan a menudo, se obvia en la crítica. Quizás por eso aún no he visto Detention (Joseph Kahn, 2011) tras la lluvia de alabanzas que recibió por parte de los compañeros que sí la vieron el año pasado en Sitges, porque todos coinciden en la fiesta que supuso ese visionado conjunto, el mismo que hizo valer la pena el de Drácula 3D en la edición de este año, disfrutando de un divertidísimo absurdo en compañía dispuesta a divertirse más allá de escepticismo alguno. Porque no hay que negarlo, el filme de Dario Argento es de aquellos que no recomiendas ni a tus jefes, pero resulta innegable el buen rato que, involuntariamente, nos hizo pasar.

Esa misma variable se aplica sobre esos tantos títulos que crecen en nosotros a través de las charlas tras el visionado, en cenas y caminatas por las calles de Sitges, el habitual clásico que tanto cuesta hacer llegar al lector de reseñas festivaleras. Y de nuevo vuelvo a Curtis, incapaz de comunicar lo que ve, enfrentando los límites del mensaje hasta el final de Take Shelter, cuando la experiencia nos iguala, nos hace similares, nos hace reconocibles, tan anónimos y singulares como el protagonista de Holy Motors. Quizás por eso Cosmopolis (David Cronenberg, 2012) es un filme hablado, encapsulado en un chasis impermeable por el que se pasean toda clase de personajes apegados a un contexto que su protagonista hace mucho que abandonó, con la clarividencia de un demiurgo y el alma de una piedra. Quizás Cosmopolis y Take Shelter sean la misma película, la lápida de la palabra, el triunfo de la audiencia.

Pero si algo esperaba con mayor ilusión desde la pasada edición de la Biennale di Venezia era que Sitges pudiera acoger la última canallada de Harmony Korine, Spring Breakers (2012), filme que marcó la estancia de los allí presentes, suponiendo ese clímax que toda cobertura festivalera necesita y que repetir en Sitges suponía no solo prolongar su eco sino revivirla en un hábitat mucho más natural para tan singular filme. Y ocurrió que la película sorpresa premió mis esperanzas. Y ocurrió que nuestra proclama de sus virtudes surtió efecto. Y ocurrió que gran parte de nuestros compañeros se sumó a nuestra peregrinación. Y ocurrió que todos nos sentamos ante la pantalla con esos extraños nervios tan propios de una primera cita. Y ocurrieron las primeras notas de la pieza de Skrillex que abre el film. Y ocurrieron los primeros aplausos que dejaron paso a risas y más aplausos. Y ocurrió que la gente coreara una canción de Britney Spears. Y ocurrieron sonrisas entre mis compañeros cuando, nervioso, me giraba a calibrar su experiencia con Spring Breakers. Y ocurrió que dicha cinta cerró el festival para mí, con el entusiasmo contagiado de mis semejantes, aún bajo el influjo de Korine. Y ocurrieron abucheos, pero lejos, muy lejos, allá donde dicen que el cine no puede cambiar el mundo.

Quizás siempre hemos tenido claro que el cine es un mero refugio, un nido de cobardes, o quizás siempre hemos ido en esa limusina de Cosmopolis, buscando entender el mundo a través del cine. Lo que la presente edición de Sitges ha dejado claro es que nosotros elegimos el encuadre y, con ello, realidad, cine y uno mismo dejan de navegar en planos distantes, que el fin del mundo solo mostraba el hartazgo de sentirnos solos, con esa pléyade de filmes con direcciones corales, como V/H/S, The ABC´s of Death, The Doomsday Book o The Fourth Dimension, y que la cinefilia no solo es refugio, sino también arma. Sí, un arma cargada de futuro en el ocaso de la palabra.

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