SNOWPIERCER, de Bong Joon-ho

LA LOCOMOTORA COREANA

El planeta está muerto por congelación. La tierra cubierta de nieve perpetua y los mares helados han dejado de ser aptos para la vida; las plantas han muerto, los animales han desaparecido y la humanidad se ha extinguido. Salvo por un puñado de supervivientes que, enclaustrados en un tren de energía renovable en constante movimiento, sobreviven varios años como los últimos especímenes de la raza humana bajo un único mandato: la locomotora siempre debe avanzar. A partir de este vibrante y sugerente punto de arranque del cómic Le Transperceneige que Jacques Lob y Jean-Marc Rochette empezaron a publicar en 1982 (eran años de gracia para la ciencia-ficción en el tebeo francés, la época de El Incal, de Jodorowsky y Moebius) toma impulso Snowpiercer, la adaptación al cine escrita y dirigida por Bong Joon-ho. Una co-producción internacional (con capital coreano y francés, con preventa a EE.UU. a través de The Weinstein Company, quien ya ha anunciado que estrenará el filme con severos cortes de metraje), filmada en inglés y con reparto representativo del cine global: de Chris Evans y Jamie Bell hasta Tilda Swinton y John Hurt, sin olvidar a los coreanos Song Kang-ho (fetiche del director) y Ko Ah-sung (que debutó en el cine también a sus órdenes, en The Host). No es difícil trazar una analogía entre la propia película y la locomotora que sirve de único escenario en ella: ambas se mueven en constante progresión hacia delante, como si el movimiento perpetuo fuera la única posibilidad de existencia. Yendo más allá, se podría decir que el propio cine coreano viaja en esa locomotora; enfurecida en su carrera hacia el crecimiento anual pero sin tener muy claro a dónde se dirige, justo en el año en que directores tan representativos como Park Chan-wook y Kim Jee-woon han diluido su personalidad en sendos saltos al cine de Hollywood con Stoker (2013) y El último desafío (The Last Stand, 2013), respectivamente.

Pero el maquinista de la industria coreana sigue siendo Bong Joon-ho, responsable de la película más taquillera del país (The Host) hasta que llegó la reciente El gran golpe (Dodoorkdeul, Choi Dong-hun, 2012). Al cineasta, aleación perfecta entre cine comercial y afilada visión autoral, siempre le ha gustado plantear sus películas en dos escalas: por un lado la inmediatez del género y la pulcritud plástica de su milimétrica puesta en escena, por otro la reflexión social de amplio alcance. Barking Dogs Never Bite (Flandersui gae, 2000) era comedia negra semi cartoon y comentario sobre la especulación inmobiliaria, Memories of Murder (Salinui chueok, 2003) era thriller criminal y crítica al sistema policial, The Host (Gwoemul, 2006) era película de monstruo, drama familiar y crítica al imperialismo estadounidense, Mother (Madeo, 2009) era un melodrama disfrazado de thriller con crítica social y, siguiendo una tendencia tradicional del género, Snowpiercer es una modélica fábula de ciencia-ficción que funciona como teatro social (sobre raíles) y ensayo de la revolución. Sustrato alegórico que procede directamente del cómic de Lob y Rochette, pero que prácticamente agota las similitudes con éste, pues Bong y su co-guionista Kelly Masterson (Antes que el diablo sepa que has muerto, Before the Devil Knows You’re Dead, 2007) han decidido apartarse de la línea argumental concreta de Le Transperceneige para recrear metódicamente su limitado escenario e introducir otros personajes muy diferentes.

Chris Evans es la figura mesiánica y con barba jesuítica que más se acerca al rol de protagonista en un filme de naturaleza bastante coral, o al menos donde el delineado camino del héroe tiene menos solidez que las relevantes figuras de secundarios como el guía drogadicto que interpreta Song Kang-ho, el líder caído de John Hurt o la antagonista de dentadura grotesca de Tilda Swinton. Como en el cómic de Lob y Rochette, los pasajeros de la parte trasera del tren, que viven hacinados y oprimidos por la pobreza y el hambre, planean una revolución que los lleve a hacerse con el control del tren, dirigido por una clase privilegiada que vive con todas las comodidades. No es la primera vez que lo intentan y las represiones anteriores siempre han sido descarnadas, pero Evans cree ver un resquicio de esperanza (es posible que los guardias que vigilan el vagón ya no tengan reservas de balas) y organiza una nueva ofensiva. El avance de la insurrección traza la progresión narrativa sin aristas, tan lineal y continua como la vía por la que va el tren; la sencillez estructural permite que Bong conciba cada nuevo vagón como una set piece visual con su propio color y tempo. Algunos son puro deleite pictórico para el director de fotografía Hong Kyung-pyo (con quien el cineasta repite después de Mother), como el acuario y el invernadero o la espectacular batalla a oscuras; en otros reina la extrañeza del humor esquinado, como en la barra de sushi o el fascinante convoy escuela dirigido por Alison Pill donde los espectadores, igual que los niños nacidos en el tren, aprendemos la sesgada versión oficial sobre lo ocurrido años atrás en la Tierra. Tan autoexplicativos en un solo vistazo como las pantallas de un videojuego que deben ser superadas hasta llegar al final boss, cada compartimento estanco presenta una amenaza diferente y confirma que ningún personaje está a salvo. Pese a su apertura internacional, Bong no ha perdido la capacidad de sorpresa.

Por debajo de la sencilla alegoría de la lucha de clases que sustenta la película, no por evidente menos desoladora, apropiada para nuestros fatídicos tiempos y heredera temática de un género donde ha encontrado manifestaciones tan incontestables como Metrópolis (Fritz Lang, 1927), se filtra un diagnóstico del estado actual del prometedor cine coreano de género que con tanta fuerza alumbró la primera década del siglo XXI. Tal y como Snowpiercer pone en lucha dos fuerzas progresivas (los rebeldes y el maquinista) que, sin saberlo, se dirigen al mismo infinito abismal carente de certezas, el camino de la generación a la que pertenecen Bong, Park Chan-wook y Kim Je-woon ha terminado llegando a la locomotora hollywoodiense del cine mundial que ambicionaban con su ímpetu y referencias cinéfilas. ¿A qué precio y con qué resultados? El tren requiere seguir avanzando y si Bong, como revela el personaje de Chris Evans en la película, albergara algún pecado original digno de ser redimido, puede estar tranquilo. Es evidente que la expansión internacional de su discurso tiene más fuerza y resonancia que los ejercicios estéticos de sus compatriotas en tierra norteamericana. Snowpiercer no supone ningún salto de gigante en su filmografía, más bien una continuidad sostenida, pero demuestra una vez más la solidez de su musculatura formal y la gran efectividad y economía de recursos que atesora como narrador para armar una epopeya de ciencia-ficción cruda, nada acomplejada y apoyada en la tradición del género pero impulsada hacia su futuro; es decir, todo eso de lo que carecen las principales apuestas actuales de Hollywood. Si el cineasta continúa por esta senda, por fin podremos hablar de una tercera vía en la que el tren de alta velocidad del cine comercial coreano habrá dejado atrás definitivamente al avejentado ferrocarril del blockbuster norteamericano en el que una vez se quiso fijar. Y Bong es el maquinista más indicado para conducir esa locomotora.

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