TERRA FRANCA, de Leonor Teles

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El primer largometraje de Leonor Teles (1992) retrata con delicadeza el día a día de Albertino Lobo, un pescador que faena en el municipio de Vila Franca de Xira, lugar natal de la directora a orillas del Tajo. Al abrir con una intensa jornada de trabajo a la vieja usanza, envolviendo su figura solitaria en el paisaje fluvial mediante una hermosa fotografía nocturna, todo hace presagiar un acercamiento clásico a esa figura masculina tradicional, pilar de un humilde hogar cuya subsistencia económica se complica al entrar en crisis el empleo manual. Mientras comienza a diseccionar su rutina, la directora portuguesa demuestra un gran talento para contemplar lo cotidiano sin alterar su dimensión de batalla silenciosa, ligada a la tierra y el agua que filma en 4:3.

Sin embargo, pronto Teles revela su intención de ir más allá de desentrañar el ánimo de ese magnético protagonista, una figura parca en palabras y gestos pero de inequívoca humanidad en su mirada. En una decisión elocuente, el mimo con el que refleja sus labores en la pesca se hace extensible al trabajo doméstico que realiza Dália, esposa de Albertino y empleada de una cafetería local, cuya historia personal subyace con fuerza en Terra Franca. Entre las escenas que la cámara estática contempla con detalle cobran fuerza aquellas en las que aparece pasando la aspiradora o cocinando junto a su hija, tareas que los hombres de la casa reciben pasivos. No estamos en el territorio de Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, Bruxelles (Chantal Akerman, 1975): lejos de recrearse en los ritmos asfixiantes del trabajo, Teles asocia el relato interno del hogar a un ambiente familiar más bien apacible, pero la atención prestada a estos ejercicios denota un interés por el papel activo y subterráneo de la mujer dentro de esta comunidad, igualmente clave para analizar el cuadro.

Estructurada sobre el transcurso de las estaciones durante un año, Terra Franca se define por reflejar con serenidad los ciclos vitales. Su retrato de la pesca como medio de vida de un modesto hombre de familia, próximo a la edad de jubilarse y anclado en la tradición patriarcal, va unido a la descripción de los preparativos de la boda de Lúcia, una de sus dos hijas. Así, la realidad cotidiana del matrimonio adulto, uno de tantos en los que cada seña comunica décadas de amor y rutina invariable, se solapa con el inicio de un nuevo enlace. Si Dália y Albertino aluden de forma repetida a los tiempos pasados para explicar sus dudas del presente, la ceremonia nupcial, secuencia cumbre en la que el objetivo se detiene en sus rostros, nos deja en el aire una nueva e importante cuestión. ¿Estará destinada Lúcia a repetir la historia de su madre, una mujer circunscrita al espacio casero, o cabrá para ella otra realidad dentro del mismo entorno en transformación? En las antípodas de pretender una respuesta tajante, la directora acompaña los créditos finales con viejos instantes de felicidad familiar y culmina así su entrañable homenaje a todas esas figuras silenciadas, testigos del tiempo que pasa a su alrededor.

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