THE IRISHMAN, de Martin Scorsese

La misma historia es muy distinta según desde donde se cuente, desde la intensidad de lo inmediato o desde la distancia que da el tiempo. Algunas narraciones retrospectivas, por ejemplo, son capaces de mantener el pulso del presente a pesar de que hayan pasado décadas desde los acontecimientos que relatan, como Goodfellas (Martin Scorsese, 1990), Casino (Martin Scorsese, 1995) o The Wolf of Wall Street (Martin Scorsese, 2013); tres títulos eufóricos que reconstruyen con esmero y detalle, a veces con cariño, y siempre con una fascinación perversa por el exceso, las salvajes formas de vida de los gangsters y los yuppies. Otros relatos, por el contrario, proceden del más allá: pertenecen a narradores longevos que han visto y vivido todo, que saben a donde lleva cada cosa e incluso lo que se puede esperar de cada uno, de cada acción, de cada palabra. Esa posición atemporal tan difícil de alcanzar, que guiaba las imágenes de Smultronstället (Ingmar Bergman, 1957) o The Man Who Shot Liberty Valance (John Ford, 1962), atraviesa ahora todo el metraje de The Irishman (Martin Scorsese, 2019), una obra crepuscular que ofrece un cierre reflexivo al ciclo criminal del mejor artista que ha dado Little Italy: Martin Scorsese.

Desde donde habla entonces Frank Sheeran, el protagonista de The Irishman? Habla, a sus más de ochenta años, desde una silla de ruedas aparcada en el salón de una residencia de ancianos, en donde espera, olvidado por todos, la única visita que no le va a faltar: la muerte. Habla para la cámara, para el público, quizás para el autor del libro en el que se basa esta película: I Heard You Paint Houses (Charles Brandt, 2004). El plano secuencia con el que Scorsese abre majestuosamente su último trabajo da pie a su relato, dando lugar simultáneamente a un doble flash-back y a un vocativo truncado: por una parte, el relato se remonta a un viaje por carretera a mediados de los años setenta, desde donde el guión de Steven Zaillian va estableciendo vínculos con los encuentros y acontecimientos previos que explican los lazos que unen a los tres protagonistas masculinos (el sicario Frank Sheeran, el mafioso Russell Bufalino y el sindicalista Jimmy Hoffa, interpretados respectivamente por Robert De Niro, Joe Pesci y Al Pacino); mientras que, por otra parte, ese interlocutor al que se dirige Sheeran resultará ser, como revelan las últimas escenas, un fantasma incorpóreo, invisible, inexistente. Nada más triste, en este sentido, que ver la incapacidad del personaje para trabar conversación con la poca gente que lo rodea al final de su vida: ni las hijas que aún le hablan, ni los últimos agentes del FBI que se acuerdan de él, ni tampoco el cura o la médica de la residencia en la que vive consiguen desencadenar el relato que atormenta a Sheeran, la confesión que podría redimirlo, que sólo existe, en realidad, gracias a la imaginación de Brandt, Zaillian y Scorsese.

¿Quién mató entonces a Jimmy Hoffa? La pregunta se replantea aquí en condicional: ¿Quien podría haber matado a Jimmy Hoffa? Más que contar unos hechos que ya nunca se podrán verificar, lo que importa ahora es explicar cómo y por qué llegaron a ocurrir: revelar la lógica y el sentido de las prácticas mafiosas, sus conexiones con la alta política y, más importante, profundizar en los sentimientos de esos ‘buenos compadres’ que no dejaban de ser hombres ruines y violentos. Su amistad y camaradería convive con un deseo de poder que, a largo plazo, los condenará a la muerte o a la soledad: Sheeran es así un personaje profundamente trágico, no sólo por las muertes que provoca, sino por el vacío que va creando a su alrededor. Su peor castigo será, sin duda, el desprecio que despierta en su hija Peggy, enfatizado en la película por la polémica decisión de mantener en silencio a las dos actrices que interpretan a este personaje, Lucy Gallina y Anna Paquin, que deben canalizar todo su miedo y rencor a través del tenso hieratismo que tanto mortifica a Sheeran.

Scorsese completa de este modo su ciclo criminal con otra película efervescente que, sin perder nunca el ritmo ni el humor, va volviéndose cada vez más amarga y más oscura, hasta alcanzar su clímax en la larga set piece que comienza con un desayuno al amanecer en un motel: la música deja entonces de sonar, los diálogos adoptan una solemnidad incómoda y el mínimo gesto llega cargado de sobreentendidos, porque ahora cada acción resulta ya lamentablemente irreversible. Con estos mimbres, The Irishman propone una reflexión sobre los afectos y efectos del crimen organizado en donde la longevidad no es, en absoluto, un regalo de los dioses, como afirmaba el personaje interpretado por Marcello Mastroianni en Viagem ao Princípio do Mundo (Manoel de Oliveira, 1997), sino la penitencia que impone el destino a todos aquellos que han arruinado sus propias vidas llevándose vidas ajenas.

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