COMOARA, de Corneliu Porumboiu

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Al invocar la Nueva Ola Rumana, uno de los movimientos más pujantes e identificables de los últimos años dentro del cine global, se tiende a pensar en unos rasgos formales y temáticos casi inamovibles. En efecto, la revisión histórica y el atasco social que ha producido en el país la herencia comunista atraviesan las filmografías ya no sólo de los Cristi Puiu, Cristian Mungiu o Radu Muntean, sino también de los primeros cineastas que empiezan a asomar bajo la sombra de esta brillante generación, criada en el audiovisual a la luz de la caída del régimen. Sin desdeñar esa sempiterna vuelta sobre preocupaciones similares, que una década después de la Palme d’Or a 4 luni, 3 săptămâni și 2 zile (Cristian Mungiu, 2007) ya ha creado un sello con justicia y ecos en otras cinematografías, lo más interesante de este movimiento sigue siendo comprobar cómo muchos de sus representantes prolongan sus hallazgos autorales más allá del mero retrato sociopolítico, brindando con el tiempo obras cada vez más estilizadas y plenas.

En el caso de Corneliu Porumboiu, otro de los principales abanderados de la causa, esta continua reinvención no podría estar siendo más consecuente con sus preceptos. Después de la magnífica Al doilea joc (The second game, 2014), en la que se atrevía a proyectar la retransmisión íntegra de un partido de fútbol hacia terrenos inimaginables por medio del diálogo superpuesto, con Comoara (2016) ha consumado la vuelta a una idea narrativa más clásica, pero no por ello exenta de búsqueda lingüística. Como en las obras previas del cineasta, la palabra y el sonido se presentan como elementos clave dentro de una puesta en escena rigurosa y, en apariencia, también fría y huraña. En la primera secuencia, un padre mantiene con su hijo una conversación banal, en la que el pequeño saca a relucir su enfado por haberle recogido tarde del colegio. Gracias a su cuidadoso tallado, el tramo final presentará resonancias de este intercambio de apertura, que en realidad muestra al padre como un antihéroe casi arquetípico dentro del relato social y se cuestiona la posibilidad de su redención a ojos del niño.

Entre otras muchas cosas, Comoara puede ser entendida como una película en torno a la transmisión oral y sus consecuencias, siguiendo la línea de las reflexiones sobre la incomunicación propuestas en obras anteriores como Politist, adjectiv (Police, adjective, 2009). La historia de un hombre anodino, económicamente apurado y seducido por la idea de desenterrar junto a su vecino un viejo tesoro de la era comunista que supuestamente yace en el suelo de una finca, se presenta servida en sostenidos planos fijos conversacionales, carentes de acompañamiento musical y en los que cada movimiento de cámara cobra pleno sentido narrativo. En tal aventura mundana, ubicada en un viejo caserón que esconde la historia misma del país, también se dejan sentir los ecos de esa indefinición estructural heredada de los antiguos regímenes, a los que se alude con sorna en muchos de los diálogos. Porumboiu dilata el tiempo de la búsqueda, en una larguísima secuencia central, y nos enfrenta a la duda de si los rumores serán ciertos o sólo una más de las leyendas que ha alimentado la transmisión entre generaciones distantes.

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Pero la principal clave para desentrañar Comoara, tan cargada de lecturas y matices como es habitual en el cineasta de Vaslui, se encuentra en su hermoso desenlace. La figura paterna, hasta entonces gris a ojos del niño, toma las riendas del relato mundano y lo transforma en un cuento, emulando al Robin Hood de sus lecturas nocturnas. Con este giro luminoso, Porumboiu no sólo añade unos tintes fabulescos inéditos en su obra, sino que vuelve a plantear su capacidad para evocar imágenes y memorias dispares gracias a la palabra. Al transformar en fantasía la mediocre realidad y elevar su cámara hacia la luz del cielo, revela la pirueta que su sobriedad siempre parece haber logrado camuflar: como tantos otros autores coetáneos, y con una singular precisión en su caso, está edificando las imágenes del presente sobre la certeza de que el pasado colectivo permanece enterrado en su superficie. Aquí se trata de ese misterio cuyo contenido final puede mutar a conveniencia de la mirada infantil, una que se nos parece invitar a asimilar.

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