ROJO SOBRE AZUL: El YIN YANG COREANO EN EL THRILLER


Hoy que da comienzo la 45ª edición del festival de Sitges, es bueno revisar una filmografía que en la última década viene dando cada año agradables sorpresas en el certamen. El thriller surcoreano abre fronteras en citas cinéfilas y entre el público por su capacidad para combinar un ritmo trepidante y una factura técnica impecable con herramientas visuales y narrativas que buscan el comentario político y social. Junto a una recua de títulos de carácter muy comercial, como Shiri (Kang Je-kyu, 1999), que abrió la veda para otros tantos; esta potencia cinematográfica exportó directores Park Chan-wook (Sympathy for Lady Vengeance, 2005), Bong Joon-ho (The Host, 2006) o Na Hong-jin (The Chaser, 2008) que podríamos enmarcar en una tercera vía, entre el ‘blockbuster’ estilo Hong Kong y la libertad autoral de Kim Ki-duk y Lee Chang-dong. En esencia, filmes de acción con cerebro e inquietudes estéticas.

No parece que la cosecha de thriller surcoreano de 2012 vaya a dejarnos filmes notables, pero al menos vuelve a ser interesante y diversa. Tres de las películas incluidas en la selección de Sitges comparten una misma sensación de fondo en el espectador, que no es nueva, pero quizás sí está un poco actualizada en uno de los títulos de esta primera jornada en el certamen del fantástico: el choque norte-sur, de lo viejo contra lo nuevo. Nameless Gangster: Rules of the Time (Yun Jong-bin, 2012) rescata a las estrellas de Old Boy y The Yellow Sea, Choi Min-sik y Ha Jung-woo, para enfrentarlas en un duelo interpretativo que supone uno de los puntos fuertes de la propuesta. El primero es un oficial de aduanas corrupto que vive de sobornos de contrabandistas hasta que es traicionado y comienza a trabajar para el segundo, un familiar que controla importantes negocios en el mundo de la mafia. Lo interesante es cómo se desarrolla esta relación, con un Min-sik que entra a formar parte del grupo mafioso valiéndose de los lazos sanguíneos y usando a Jung-woo como herramienta de extorsión, sin darse cuenta de que ese mismo brazo que golpea al enemigo es el que le da de comer, y también el que lo pone en su sitio cuando es necesario.

Mientras que otros filmes del género intentan comparar la realidad de las dos Coreas de una manera más frontal y, por momentos, maniquea; Nameless Gangster, al modo de Memories of Murder, contrapone la extorsión de la dictadura a la del capital, siempre en el Sur, sin malos ni buenos, vencedores y vencidos; en un universo en el que todos los personajes son grises y se ven expuestos a caer en desgracia por ignorar el yin del yang. Es como una representación violenta de la bandera del país, la Taegeukgi, en la que el rojo de la sangre (el calor y la luz) parece haber comido por el exceso de hemoglobina a su espejo azul (el frío y la oscuridad). El personaje de Jung-woo es calmado, elegante y calculador; no hace el ruido del impulsivo Min-sik, más coreano. El rostro del yakuza es el de un impasible profesional, casi diríamos un alto empresario, con el carácter contenido japonés.

Por compararlo con filmografías más próximas, Min-sik supone para este thriller lo que el alterado Joe Pesci para Martin Scorsese, mientras que el rol de Jung-woo en esta película bien podría ser el de Al Pacino en la saga de El Padrino. A nivel narrativo, la obra de Jong-bin estaría más bien cerca de la crónica al estilo europeo, en la misma línea estética de trabajos recientes del género como Romanzo criminale (Michele Placido, 2005) o R.A.F. Facción del Ejército Rojo (Der Baader Meinhof Komplex, Uli Edel, 2008).

En esta mención a la elegancia y contención japonesas frente a la explosión expresiva del coreano radica una posible lectura de la película, que el personaje de Min-sik le espeta en una línea de diálogo a un compañero de trabajo: “¿Qué hay de malo en vender drogas a los japos? Lo digo en serio. ¿Cuántos años fuimos esclavos de esos putos monos?” Lo que representan entonces los dos personajes principales es la falta de libertad de un pueblo que ha pasado de estar controlado por un poder militar a por otro empresarial. La denuncia sutil de un imperialismo cultural y económico de Japón en todo el sureste asiático resulta mucho más constructiva y coherente que la simple exaltación nacional que emana de War of the Arrows (Kim Han-min, 2011), filme que narra la resistencia de un único hombre, armado con inagotables flechas, contra el ejército de la dinastía Chung que invade el país. La primera hora del filme es un rutinario ‘wuxia’, con batallas espectaculares y mucho dinero gastado en los lujosos vestidos que visten los protagonistas. Cuando ya comienza a pesar la cabeza, resulta que la cinta se convierte en una suerte de Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988) rural, en la que ya no importa tanto el argumento, como la sensación de infarto que provoca una persecución entre el protagonista y unos guerreros de élite enviados para matarlo. Una larguísima y excitante secuencia, prodigiosamente filmada y montada, que dura cerca de una hora sin que asome el aburrimiento por ningún lado. Este último trecho, un poco al modo de Apocalypto (Mel Gibson, 2006), compensa una primera parte convencional y no muy inspirada.

Algo semejante podemos aplicar a Poongsan (Juhn Jaihong, 2012), la incursión de Kim Ki-duk como guionista en el terreno del thriller. Queriendo copiar el modelo de Park Chan-wook y de series de televisión como City Hunter, el libreto del autor de La isla (Seom, 2000) parece haber caído en todos los tópicos posibles del género, desde el excesivo toque melodramático que tanto parece gustar a sus compatriotas, hasta la exageración casi sobrenatural de las habilidades del protagonista, pasando por un humor fuera de lugar por parte de las autoridades de la ley y la orden. Todo está tan exagerado en esta historia de un hombre que se dedica a pasar personas de una Corea a la otra, que parece que con este ejercicio (netamente comercial) Kim Ki-duk quisiera lanzar una pulla en clave de comedia sobre los repetitivos mecanismos del género en su país, a lo mejor excesivamente explotado. El retrato de unos norcoreanos que actúan con crueldad inhumana y no mucha inteligencia ayuda a afianzar la idea de que este filme es una burla en toda regla, de un autor que nunca le ha profesado mucho cariño a su gobierno, como él explica sin complejos (y dolido por que no reconozcan su arte, aplaudida en el mundo entero) en Arirang (2011). Burla o no, la película es un flojísimo thriller más propio de la programación de sobremesa de una tele por cable, que del autor de referencia de Corea del Sur en la última década.

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