USA-BABILONIA

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«Nada tiene tanto éxito como el exceso«. Una frase de Oscar Wilde, escritor más prolífico por sus declaraciones que por su obra literaria. Wilde era en sí mismo un tipo de lo más excesivo y comprendió que en una sociedad reprimida como la victoriana la tentación de abandono que supone un comportamiento desinhibido tenía un atractivo al que era difícil resistirse. Incluso hoy en día, cuando las represiones son menos obvias, no hay mejor forma de atraer la atención en una película que mostrar a un personaje entregado al exceso. Y en ese caso, el cine norteamericano tiene en su propio país una auténtica panacea para inspirar numerosas tramas. No es de extrañar que cada año salgan de los estudios de Hollywood un buen puñado de películas que echan el ojo sobre esa sociedad caníbal y pantagruélica que pretende ser un referente para el resto del planeta. Y los astros han querido que en los albores de 2014 confluyan en la cartelera dos cintas llamadas al éxito y a copar los elogios de crítica y público en virtud de retratar eso que llamaremos USA-Babilonia.

La primera de ellas llega de la mano de Martin Scorsese, un director que ha sabido retratar como ningún otro el mundo del exceso: la mafia, los gánsgters, la corrupción policíaca, los oropeles de Hollywood… Pero esta vez el tío Marty, deja a un lado sus temas fetiche para centrarse en el no menos ilícito y oscuro universo de las finanzas. Y, pese al cambio de escenario, el director neoyorkino ha vuelto a dar en el blanco. Los primeros minutos de frenesí en The Wolf of Wall Street (Martin Scorsese, 2013) son una buena muestra de cómo los excesos, sexo, drogas y dinero a espuertas, sacaban lustre al parquet de Manhattan hace menos de dos décadas. Scorsese echa mano de ese barroquismo visual que impregna todo su cine para retratar al excéntrico Jordan Belfort, un corredor de bolsa entregado a todo tipo de vicios.

Como una ametralladora, Scorsese encadena secuencia tras secuencia con descarnados e hilarantes retazos de la vida de Belfort (Leonardo DiCaprio) durante casi tres horas, creando una relación directa entre los excesos de su puesta en escena, de los personajes y la época en la que están contextualizados. La brutal violencia desplegada por los mafiosos de Mean Streets (M. Scorsese, 1973) o Goodfellas (M. Scorsese, 1990) se sustituye aquí por otro tipo de prácticas no menos ilícitas. Del mismo modo que Henry Hill/Ray Liotta narraba en primera persona su entrada en el mundo del Hampa, DiCaprio también nos va relatando los comienzos de Belfort como corredor de bolsa, sus primeros millones, sus primeros vicios, sus negocios fraudulentos y su caída a manos del FBI. Y es que, pese a que The Wolf of Wall Street está concebida como una auténtica comedia (otro acierto del tío Marty), no está exenta de esa crítica social que siempre acompaña al cine de Scorsese. Eso sí, que nadie se lleve a engaño: el realizador neoyorkino no va con ánimo de moralizar con su película, sino con la intención de mostrar una serie de personajes que se van definiendo por sus propias acciones. Personajes que, a la postre, son auténticos y que se encuentran en el libro homónimo escrito por el propio Belfort (reconvertido ahora en gurú de asesores comerciales).

Scorsese pone sobre la mesa todo su savoir faire escenográfico a una historia que, por más increíble que parezca, es real y que nos da una clara pista de dónde estaban las raíces podridas que derribaron el árbol de la economía mundial. En este sentido, el fiel reflejo de las ambiciones desmedidas, los negocios turbios y el desvío de dinero es otro match point de la película a la hora de advertirnos sobre los excesos cometidos en Estados Unidos en las últimas décadas y que acabaron arrastrando (¡oh, sorpresa!) al resto del mundo. Como muestra, el desopilante monólogo de Matthew McConaughey como fugaz mentor de DiCaprio en el film: además de confirmarnos que al actor texano se le ha aparecido la Virgen (está en racha), también establece el ABC del mundo financiero en el que los brokers se llenan los bolsillos a sabiendas de que los accionistas no acabarán viendo ‘ni un solo dólar’.

Demostrando una vez más que tiene cuerda para rato, Scorsese reproduce al detalle el mundillo frenético que describen los libros de Belfort y que tan bien ha sabido adaptar el guionista Terence -viva Los Soprano– Winter. A a esto se le añade la elección de cuatro actores en estado de gracia: DiCaprio, McConaughey, Jonah Hill y la desconocida (hasta ahora) Margot Robbie. He aquí los ingredientes del cóctel explosivo USA-Babilonia.

19 American Hustle

Del cóctel explosivo a la ‘infusión’ de los Oscar

Si fuésemos malintencionados como para comparar The Wolf of Wall Street con su coetánea en cartelera American Hustle, la película dirigida por David Owen Russell saldría un tanto escaldada. Y lo cierto es que a la cinta favorita para los Oscar de este año no se le puede achacar en sí ningún gran defecto: sus personajes son interesantes, la trama sólida, la ambientación realista y tiene momentos divertidos, aderezado todo con escotes de vértigo.

Sin embargo, el filme no cumple con el espectador que se sienta en la butaca dispuesto a contemplar la recreación de una década, como la de los setenta, marcada más que ninguna otra por los excesos en Estados Unidos. Y no hablamos solo de drogas. Los grandes escándalos políticos, los conflictos sociales, el amor libre… todo marcó una época convulsa que se espera que esté reflejada en cualquier película ambientada en este momento.

Reiteramos que el título de la cinta no llama a engaño, pero sí deja un sabor agridulce en cuanto a lo que se espera de ella. La trama rueda en torno a un timo que se complica poco a poco y que cumple con el obligado giro sorprendente que permite embaucar también al espectador; pero a estas alturas, acostumbrados a los planes orquestados propios de una película de Soderbergh, los timos que pone en práctica el casposo Irving Rosenfeld (interpretado por Christian Bale) parecen de tercera. Su personaje, gordo y peinado con cortinilla, parece preso de una vulgaridad que el actor trata de superar sobreactuando. A pesar de ser el que tiene más intervenciones a lo largo de la cinta, de ninguna de ellas se puede extraer una lección existencial y un relato chispeante como el de un personaje de Tarantino o del propio Scorsese. Más bien están al nivel de una madre fastidiosa, aconsejando a sus niños que no se metan en líos. Por su parte, Sidney Prosser (Amy Adams) resulta más creíble, con la actriz pelirroja tan expresiva y eficaz como siempre en su interpretación de joven buscavidas hecha a sí misma dispuesta a cualquier cosa con tal de dejar su anterior vida atrás. Los dos son los vértices de un triángulo amoroso que cierra Rosalyn Rosenfeld (Jennifer Lawrence) que interpreta a una típica esposa trofeo, pasada de vueltas, cuyos trastornos mentales (que parecen la especialidad de J-Law) no consiguen hacerla más interesante, sino más bien irritante. Todo ello, a pesar del meritorio intento de la actriz fetiche de O. Russell de repetir el resultado de la neurótica viuda ‘ninfómana’ de Silver Linings Playbook (David O. Russell, 2012).

La doble vida de Rosenfeld como estafador y padre de familia se ve truncada cuando Richie DiMaso (Bradley Cooper), un agente infiltrado del FBI, les descubre y les obliga a trabajar para él, en una operación que se va complicando a medida que DiMaso insiste en seguir tirando de un hilo interminable de corrupción. El cabo de ese hilo es Carmine Polito (impecable Jeremy Renner), un alcalde querido por su electorado y dispuesto a hacer todo lo que sea para conseguir financiación para su sueño de resucitar Atlantic City. Rosenfeld, instigado por los federales, le presenta a un falso jeque árabe como posible inversor pero, como ocurre siempre cuando se trata de casinos, primero habrá que tratar con la mafia. En esta ocasión, los hampones están liderados por un irreconocible Robert DeNiro, como un intento más de O.Russell de acercarse al cine de Scorsese (algo que persigue durante toda la película con escasa fortuna).

Con todos estos ingredientes, American Hustle podría haberse convertido en una trepidante película de género pero se queda a medio camino entre el drama insulso, las peripecias de mafiosos de medio pelo y la denuncia de refilón a las corruptelas políticas. El problema, quizá, está en sus personajes, a los que les falta el ingrediente imprescindible para protagonizar una película como esta: la amoralidad, la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal que tienen en común todos los personajes oscuros y fascinantes que toman con naturalidad el camino del exceso y la autodestrucción, como sí lo hace la cohorte de DiCaprio en The Wolf of Wall Street. Al contrario, Rosenfeld es un abnegado padre de hijo adoptado que no tiene ningún interés en demostrar que es el más listo (la principal motivación del estafador de ficción); Prosser, a pesar de sus vertiginosos escotes -que son lo único excesivo de la cinta- no es ninguna femme fatale: si tontea con el agente del FBI lo hace solo por despecho, no porque le divierta jugar con los hombres, y nunca piensa llegar hasta el final. Carmine, a pesar de las sospechas que arroja sobre él su condición de político y su tupé, solo acepta el dinero que le ofrecen los federales porque cree que es lo mejor para sus conciudadanos.

En la cinta se menciona de soslayo el escándalo Watergate, y el trauma que supuso para gran parte de la sociedad americana que quedó definitivamente desengañada de la política. Los mandos del FBI se plantean incluso si seguir con la operación porque temen las consecuencias que tendrá para el público otro golpe en la ya debilitada fachada del poder político. Pero lo cierto es que, a pesar del trasiego de maletines, ninguno de los senadores y congresistas implicados parecen en absoluto un Maquiavelo moderno como Nixon, sino más bien seres humanos vulgares que aceptan el dinero como un incentivo más para contribuir en una empresa no del todo ilegal. El único consumido por la ambición y el deseo es el agente DiMaso, hasta el punto de agredir a su superior, un personaje que se caracteriza por contar en cada escena una anécdota que nunca consigue acabar (otro guiño propio al cine del tío Marty). Pero DiMaso tampoco llega a pasarse de la raya, y por eso su único castigo es el olvido de una vida gris propia de funcionario. Cuando acude al Estudio 54 en compañía de Prosser, luciendo una medalla de oro sobre la pelambrera de su pecho, DiMaso consigue sumergirse en la verdadera atmósfera de los setenta, en el que las luces de la disco y los pasos coregrafiados consiguen transportar al espectador a la época, en un mar de bailarines afros y chicas con plataformas, aunque la escena que protagoniza con su partenaire en el baño dista mucho de ser tórrida. De tratarse de una película de Scorsese, el polvo Cooper-Adams sobre el retrete siguiendo con sus embestidas el ritmo de los puños de chicas impacientes por miccionar, habría sido un must.

Y esa es la prueba más clara de la estafa de American Hustle: ninguno de sus personajes llega a tocar fondo, aunque en cada momento amenazan con hundirse. Así, la película de O. Russell, pese a contar con los ingredientes para un cóctel explosivo, se queda en agua de manzanilla.

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Distintas épocas, mismos excesos

Al igual que Scorsese y David O. Russell no han sido pocos los directores que se han inspirado durante el último año en los excesos de la sociedad norteamericana como trama o condimento para alguna de sus películas. Tramas tan dispares como las épocas en las que las susodichas cintas están ambientadas. Así por ejemplo, el padre del cine excesivo made in USA, que es Quentin Tarantino, ambienta su Django Unchained (Q. Tarantino, 2012) en los albores de la Guerra de Secesión, una época tumultuosa donde los excesos se cometían preferentemente en las plantaciones de esclavos. Como paradigma, el personaje del terrateniente Calvin Candie, interpretado por Leonardo DiCaprio, que se regodea con la sangre de sus ‘mandingos luchadores’.

DiCaprio también aparece, en este caso protagoniza, otra de las cintas de época que han tratado de enfocar su concepción en los excesos de la sociedad norteamericana. Ahora estamos en los años veinte y la cinta en cuestión es The Great Gatsby (Baz Luhrmann, 2013), o la revisitación que Lurhmann ha hecho del relato de F. Scott Fitzgerald. La tendencia del director australiano por el recargamiento visual de todas sus películas no hace sino redundar los excesos que se cometían en los felices años 20, antes de que el Jueves Negro acabase con la fiesta.

Pero los excesos no son solo cosa del pasado, puesto que otros filmes han puesto la mirada en el presente y en cómo la sociedad actual se deja llevar también por el ‘lado salvaje de la vida’. Ejemplos de ello son las cintas de dos realizadores curtidos como Oliver Stone y Ridley Scott, que en Savages (Stone, 2012) y The Counselor (Scott, 2013) echan mano de la exuberancia visual y verbal para contar historias similares sobre el tráfico de drogas en la frontera de México.

Aunque si alguien ha dado en el clavo, además de Scorsese, en lo que respecta a representar los excesos de la sociedad norteamericana ese ha sido Harmony Korine con Spring Breakers (2012). Esta fascinante alucinación es el paradigma de la deriva de una nueva generación en medio de un mundo virtual de iconografía sexual y violenta adornado con colores fluorescentes. Toda una cult-movie digna de convertirse en referente del cine made in USA-Babilonia.

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